Islas Afortunadas, Haití, Ucrania y Gaza: las mil formas de destruir sociedades humanas (I)

Se acaban de cumplir doscientos años de una de las mayores infamias de la historia moderna. Aquel hecho, que condujo a Haití a ser un páramo, tiene aristas en común con lo que pronto sucederá en Ucrania, con el drama palestino, o con el misterio que aún rodea la llegada de seres humanos, 20 siglos atrás, a las Islas Afortunadas. Y esas coincidencias distan de ser banales. .

 

Era abril. Fue en 1825. Habían transcurrido casi treinta años desde el inicio de una revolución gloriosa, negra, universal y radical que fue el espejo en el que luego quisieron mirarse -sin conseguirlo del todo nunca- los intentos independentistas de toda nuestra América.

Fue en Saint-Domingue, la que hasta entonces había sido la colonia más fabulosamente rica del planeta, al oeste de la isla La Española, en lo que hoy conocemos como Haití.

Allí, durante tres siglos, el paraíso se había transformado paulatinamente en un infierno. Las plantaciones de caña, café o cacao, los ingenios azucareos y los barracones en donde se hacinaba la mayor concentración de mano de obra esclava que el mundo haya conocido se abrian paso arrinconando a la selva, las montañas y los pájaros, para financiar buena parte de la opulencia, el poderío, la intelectualidad, y la gloria de Francia.

Pero en aquel lugar que vio nacer la primera, la más justa y necesaria, y quizás la más sangrienta revolución republicana del hemisferio, se había agotado la capacidad de resistir.

Después de 20 años de embates continuados del ejército napoléonico (el más poderoso de su época), aquellos ex-esclavos que habían hecho saltar por los aires un regimen de explotación bestial en el que pocos sobrevivían más de siete años, los que habían soportado luego dos epidemias, el hambre, los bloqueos navales y la extorsión o la rapiña de las cuatro potencias que se disputaban el hemisferio -Francia, EEUU, Inglaterra y España- tuvieron que rendirse ante la evidencia y aceptar que aunque habían triunfado y le habían ocasionado a Francia una derrota humillante de la que jamás pudo recuperarse, tenían una deuda y deberían pagarla.

En Diálogos/Cuéntame hemos abordado desde nuestras primeras ediciones distintos aspectos de la historia de la revolución haitiana en diversas ocasiones porque tiene una ejemplaridad inagotable y porque la hemos tenido oculta siempre detrás de mil velos de prejuicios racistas y ceguera colonial eurocéntrica, pero esta vez sólo intentamos recordar el último acto del drama: aquella deuda infame.

Pagar por el derecho a ser

Aquella deuda, firmada por el gobierno haitiano en 1825 tras la llegada de una flota de 14 navíos de guerra que amenazaban terminar de destruir lo poco que quedaba en un país ya devastado por la guerra, se llamó «Deuda de la Independencia» Por ella, Haití se comprometió a compensar a Francia por todas su pérdidas.

Aquella compensación abarcaba no sólo el valor de las tierras arrebatadas por los colonizadores europeos a la población indígena original, no sólo las propiedades magníficas construidas sobre la sangre, el sudor y el sacrificio de casi un millón de personas esclavizadas durante dos siglos, no sólo los costos de una guerra interminable con la que por veinte años se habían destruído todas las capacidades productivas del país, sino que incluía también el precio de mercado de cada uno de los esclavos que se habían liberado.

Haití, el primer territorio moderno en el que todos, mujeres y hombres de cualquier color de piel nacieron iguales, la nación concebida en su Constitución como una «casa común», debió pagar para que su mal ejemplo no fuera seguido por otros, en la Lousiana o en Cuba o en Jamaica, por ejemplo.

Aquella deuda, por supuesto, estaba por encima de cualquier cálculo sensato y decente, y tuvo por objeto ser impagable. Financió y mantuvo viva a la banca francesa durante décadas a pesar del despilfarro constante en aventuras imperiales. Y lo hizo no sólo mediante los pagos de la deuda propiamente dicha sino a través de las comisiones, los intereses, la corrupción y las estafas que rodearon toda esa operativa, que se calcula que pudo haber ascendido a 100.000.000.000 de dólares de hoy.

Se anuló así toda posibilidad de desarrollo, arruinando al país y tornándolo inviable, lo que dio paso a nuevos endeudamientos que a su vez provocaron mayor miseria e inestabilidad. Finalmente, en 1914 y frente a las protestas que comenzaban a innundar de descontento las calles, los EEUU decidieron tomar al toro por las astas.

En diciembre de ese año el oro que quedaba fue transportado desde Puerto Príncipe hasta Nueva York a bordo del USS Machias -un buque que ya había participado en 1898 en el bloqueo a Cuba- y fue depositado en las bóvedas del National City Bank, ubicadas en el edificio del 55 Wall Street. Esta maniobra le dio a los Estados Unidos el control efectivo sobre las finanzas haitianas y algunos meses después, tras una invasión en toda regla y con la excusa de proteger los intereses norteamericanos, se apoderaron del resto. Todo lo sucedido desde entonces hasta hoy es historia conocida o al menos fácil de imaginar.

Y si lo estamos recordando no es sólo porque el 17 de abril se cumplieron docientos años de la firma de aquel «acuerdo» que determinó que una región excepcionalmente privilegiada del planeta se transformara en uno de sus rincones más miserables, sino porque existe una cierta similitud entre aquella vieja deuda obscena y cruel con otra, que está a punto de ser reconocida ante los ojos incrédulos del mundo.

El comediante-guerrero y la deuda de Ucrania

El bochornoso video que nos mostró el 28 de febrero a un Vladimir Zelensky sometido y vapuleado verbalmente por Donald Trump y J.D. Vance se comenta por sí mismo. Fue de una violencia simbólica que debe ser moneda corriente en esos casos, pero que por lo general nadie nos muestra. Son cosas que habitualmente ocurren entre bambalinas. Y de ahí la sorpresa al ver a esos patéticos personajes en escena.

Y aunque es cierto que el propio jefe de gobierno ucraniano y las elites oligárquicas de su país han cavado sin descanso la fosa en la que ahora están cayendo, justo es decir que mientras el dinero y las armas llegaban sin pausa y sin medida para que los ucranianos dieran su vida por intereses que distan de ser los suyos, nadie parece haberles aclarado debidamente que todo eso debería ser reembolsado, con multas, intereses y recargos, una vez que la guerra en la que estaban destinados a ser derrotados, hubiera concluído.

Debieron haberlo sabido, por supuesto, pero hasta para conocer lo obvio hace falta una pizca de perspicacia que el comediante devenido guerrero de salón no tenía.

En Diálogos nos hemos planteado eso desde el inicio mismo del conflicto, cuando tanta gente engañada y bienintencionada colocaba una banderita de Ucrania en su ventana o en su cuenta de Instagram, o cuando los jefes de gobierno de la OTAN visitaban Kiev casi a diario prometiendo «unwavering support» «for as long as it takes».

Eran momentos aquellos en los que la prensa se regodeaba entrevistando a las familias inglesas o canadienses que recibían a mujeres ucranianas y a sus niños «hasta que dentro de pocos meses puedan volver a su país para abrazar a sus padres una vez que Rusia sea derrotada«. O cuando nos mostraban con qué cariño y dedicación se realizaba el salvataje de mascotas en las calles de Jarkov.

Ahora, nos dice The Guardian, ya está casi listo el memorandum de entrega de todos los recursos minerales, energéticos y agropecuarios de Ucrania, que se van a dedicar Dios sabe por cuántas décadas al pago de la deuda contraída durante apenas dos años de guerra. Se les hará pagar por cada tanque, por cada ronda de municiones o por cada sistema antimisiles de la OTAN que hayan tenido la desgracia de desperdiciar. Y seguramente también por mucho de lo que no les hayan dado.

Les harán vomitar las tripas, como se decía en castellano.

Y si bien no se puede comparar la hermosura tremenda de la revolución haitiana y el heroísmo y la capacidad de sacrificio de ese pueblo con la tragicomedia en la que bravucones menores y mezquinos embarcaron a un país que no entendió el alcance del error histórico que cometía, vale la pena reparar en esa arista que les es común: los descomunales costos que las potencias se hacen pagar cuando quieren recuperar lo que han malgastado en sus propias guerras. Las ganen o las pierdan.

Donald Trump no inventó la impudicia ni la extorsión. La idea de forzar a un país a entregar sus recursos indefinidamente para que pague una deuda a la que fue inducido o que fue forzado a reconocer, no es nueva. El colonialismo tiene esa piedra donde se espera que un corazón lata.

Y por supuesto, que Francia (la monárquica, la republicana, la imperial y cada una de todas las que hubo desde entonces) haya desangrado a su ex-colonia hasta el límite de lo comprensible, o que USA, bajo diversas administraciones aparentemente incompatibles entre si, haya empujado a Ucrania a la situación que hoy enfrenta, no las convierte en las únicas naciones dignas del fuego eterno. La capacidad de hacer el mal está muy bien repartida. Y hay mil formas de destruir sociedades humanas.

En nuestra próxima edición nos detendremos a analizar las aristas comunes de la tragedia que hoy vive la población gazatí con una historia desconocida y misteriosa ocurrida hace aproximadamente 2000 años, detrás de las brumas de las Islas Afortunadas.

HORACIO TEJERA
HORACIO TEJERA
Comunicador preocupado por los derechos humanos, la justicia social y el desarrollo sostenible. Diseñador gráfico - Editor de Diálogos.online