Europa, mientras vacaciona, se incendia, y cruje, contiene la respiración y va tomando conciencia de estar al borde del marasmo. Europa, mientras se acerca el infierno tan temido de tener que prescindir de la energía barata y segura que le proporcionaba hasta ayer el enemigo, comienza a percibir que la mucho más cara que le venden ahora sus aliados, no alcanza ni llegará a tiempo. .
Europa, mientras acuerda un séptimo paquete de sanciones contra Rusia en cuya efectividad ya nadie cree, ve como se le agrietan sin remedio el orgullo, el bienestar y las instituciones, y cómo se le deprecia la moneda. Europa, a menos de una semana de una cumbre de la OTAN en la que la mesa parecía servida para lanzarse junto con America a la reconquista del mundo, contempla inquieta como Joe Biden regresa de su desangelada gira por el Medio Oriente atontado y débil, cuatro días más viejo, y con las manos vacías.
Europa, mientras comienza a preguntarse si habrá sido tan buena idea apostar por un alargamiento sine die de una guerra en la que sólo mueren otros y sólo otros se enriquecen, comienza a escuchar voces que se preguntan preocupadas por algo que hasta pocas semanas atrás no parecía ser un problema ¿quién querrá pagar por la reconstrucción de Ucrania cuando toda esta locura se termine, cuando las refugiadas y sus niños pidan para volver a casa, cuando los inevitables defaults se sucedan, y cuando Volodymyr Zelenskiy se resigne a ser lo que siempre fue?
Todo sucede a una velocidad de vértigo y es inevitable recordar a aquel pensador del Siglo XIX que advertía que todo lo sólido se desvanece en el aire. Si lo pensamos bien, sorprende que hayan pasado apenas cinco meses desde que las presiones de la Casa Blanca indujeron a que Alemania aceptara detener la puesta en marcha del gasoducto Nord Stream 2, y que aquello se haya celebrado, en su momento, como una muestra de soberanía energética que liberaba a toda Europa de una dependencia innecesaria, indeseable, y sobre todo peligrosa.
En ese lapso de no más de 150 días hemos visto desatarse a las puertas de la Unión Europea la primera guerra híbrida de la que tengamos noticias (militar, económica, financiera y comunicacional), y se han derramado en el escenario del conflicto o en sus alrededores cientos de miles de millones de dólares y cientos de miles de toneladas de armamento sin que quede en claro (como destaca el Ottawa Citizen) en manos de quiénes caen, o quiénes se encargarán de pagarlas y con qué. (Por no hablar de las consecuencias de la guerra en términos de inseguridad alimentaria en los países no productores de alimentos, inflación, recesión y quiebre de las cadenas globales de suministros).
En un principio fue el entusiasmo
En un principio, los gobiernos occidentales (y sólo ellos), en algo más parecido a un paroxismo autosuficiente que a un análisis racional de lo que sucedía, encandilados por todo lo que las sanciones le podrían permitir hacer y deshacer, se comprometieron a no comprar gas o petróleo ruso y definieron las fechas en las que dejarían de hacerlo, sin tener en cuenta quiénes se encargarían de suplir el faltante o a qué precios lo harían, y hasta calcularon concienzuda pero torpemente cuánto gas sería necesario comprarle al enemigo para acumular reservas antes de hacerle morder el polvo definitivamente. Y todo ello sin sopesar debidamente la posibilidad (obvia) de que fuera el propio sancionado quien cortara el flujo en el momento en que lo considerara conveniente. Si el colonialismo ha dejado las secuelas que conocemos bien en las sociedades colonizadas, también ha hecho de las suyas en las otroras potencias coloniales, que tienden a pensar que todo les es debido. Como cuando las cañoneras definían inapelablemente la suerte de los díscolos.
Cinco meses después del inicio de la invasión rusa de Ucrania y del arrebato militarista que despertó en Occidente, tras seis paquetes de sanciones que fueron descritos en su momento como arrolladores y definitivos, y como si les resultara inconcebible la mera posibilidad de que el liderazgo estadounidense no los condujera al éxito inmediato, el cierre por mantenimiento del gasoducto Nord Stream1 (previsto desde hace ya mucho tiempo) ha sumido hoy a los líderes alemanes en un pánico apenas contenido que se expande por la región y se suma a circunstancias casi estrafalarias y propias de una comedia de enredos, como el de la turbina que debía repararse en Canadá pero que quizás (¿inexplicablemente?) no llegue a tiempo.
Que Rusia decida en este momento cortar totalmente el abastecimiento de gas y petróleo a Europa es un riesgo cierto que hundiría su economía en una crisis no terminal pero sí muy grave, aunque no parece ser eso lo que se proponen hacer los líderes rusos. ¿Por qué destruir los puentes que unen la Federación Rusa a Europa si en este momento es posible aspirar a controlarlos? ¿Por qué cortar el suministro de energía si la posibilidad de disminuir o incrementar según les convenga el volumen de la que exportan a Europa puede dejarlos en control de su moneda? ¿Por qué dañar demasiado a aquellos con quienes será necesario pactar el fin de la guerra primero y con quienes será inevitable convivir después?
Cuando nos aproximamos al quinto mes del conflicto con un euro a la par del dólar por primera vez en 20 años, Europa comienza contabilizar los barriles de petróleo o los metros cúbicos de gas que se necesitarán en el invierno, y eso la lleva a restarle importancia a las bajas producidas en los nada gloriosos campos de batalla. Y en los Estados Unidos hasta en las filas del gobierno los costos de la guerra comienzan a ser considerados un peso muerto. Así The Economist se permite revelar sin pudor que: «nearly six months into the fight, with the prospect of a long war to come, even Mr Biden’s closest allies are asking whether America might soon tire of the burden. The president is more unpopular even than Donald Trump was at this point in his presidency. Inflation and high fuel prices are weakening Americans’ spending power.»
El interés y la reconstrucción
La caída de un personaje payasesco pero vocacionalmente agresivo y belicista como Boris Johnson en la Inglaterra que ha visto devaluarse la libra esterlina en más del 16% en pocos meses, el tembladeral político en que está sumida Italia con un Mario Draghi que no ha podido renunciar ni renuncia a hacerlo, o la debilidad manifiesta de Emmanuel Macron y la pérdida de su mayoría parlamentaria a izquierda y derecha, son apenas muestras de un panorama geopolítico complejamente endemoniado en el que Joe Biden sabe que en pocos meses el electorado de su país podría darle la espalda, mientras pasea su impotencia de una cumbre a la otra como transportado en andas por un sueño.
Así las cosas, cabe volver a la pregunta que nos hacíamos al principo de esta nota porque cada vez son más los analistas o los funcionarios de agencias internacionales que la formulan de modo más o menos explícito. ¿Quién pagará la reconstrucción de Ucrania en lo que tiene que ver con la infraestructura destruída, estimada en 750.000.000.000 de dólares, pero que debería implicar además la relocalización de la población desplazada, la refundación de las instituciones degradadas o desaparecidas, y el pago de las deudas ya contraídas? ¿Quién estará dispuesto a seguir inyectando dinero en un país que antes de la guerra ya estaba atravesado por la corrupción? Como recuerda la revista francesa de geopolítica Conflits: La reconstruction de l’Ukraine nécessitera du temps et de l’argent, “La corruption ancienne du pays sera un obstacle à surmonter. En 2020, selon l’ONG Transparency International, l’Ukraine partageait le même indice de perception de la corruption que la Zambie ou la Sierra Leone[6]. Pour sa part, en 2021, la Cour des comptes européenne (CCE), qui se veut être la « gardienne des finances de l’UE », avait déploré, dans un rapport intitulé Réduire la grande corruption en Ukraine[7], que l’action de l’UE en faveur des réformes en Ukraine était inefficace en matière de lutte contre ce fléau.”
¿Pagará la reconstrucción Rusia sabiéndose como se sabe que quienes triunfan en una guerra difícilmente se hacen cargo de la suerte o las pérdidas del vencido? Quizás en el Donbass sí, pero eso habría dejado ya de ser Ucrania. ¿Pagarán la reconstrucción de lo que quede las potencias europeas, por ejemplo Alemania, que le había propuesto hace algunos años a una Grecia en crisis que vendiera sus islas y sus monumentos históricos si no podía pagar lo poco que debía. ¿La pagará un país como Canadá, que en más de un siglo no ha podido ni querido resolver los problemas de acceso al agua de su propia población originaria? ¿La pagarán los EEUU cuando (los hados no lo permitan) Donald Tump o alguien peor que él re-ocupe la Casa Blanca?
El pasado tiene respuestas trágicas a esa pregunta. ¿Quiénes reconstruyeron Afghanistán o Libia después de que las invasiones de los EEUU y la OTAN los arrasara? ¿Quiénes reconstruyeron el Congo o Haití tras el despojo absoluto y el derrumbe total que sufrieron a manos de la civilización occidental, cristiana y blanca? O yendo más atrás en el tiempo y más cerca de lo que ha sido nuestra historia ¿quiénes reconstruyeron Paraguay después de que la infamia de la Triple Alianza terminara con el 90% de su población masculina adulta, redujera su territorio en un 40%, y dejara su economía en ruinas por más de un siglo? ¿Quiénes reconstruyeron las sociedades indígenas diezmadas tras la conquista?
Sabido es que cuestiones como la afinidad racial, la cercanía geográfica, y el uso geopolítico que se le pueda dar en el futuro a una Ucrania vencida y atravesada por el rencor, podrían contribuir a que Europa la tratara con alguna preferencia y no con la indiferencia o la crueldad con la que ha tratado a otros. No es imposible, aunque se puede dudar de que eso llegue a hacerse realidad. La población europea comienza a experimentar fatiga y desasosiego, y sus líderes comenzarán a preocuparse, más temprano que tarde, por los resultados electorales que se deriven de ello.
Por esa razón, no podemos excluir la posibilidad de que al finalizar esta guerra nos encontremos con una Ucrania a la que le será muy difícil mantener sus accesos al Mar Negro. Un país en el que, como ya está ocurriendo y con buenas razones, todos sospecharán de todos. Que se verá reducido a una situación tal que decenas de miles de mujeres y niños no podrán o no querrán volver, y que tendrá por consiguiente una población peligrosamente masculinizada, frustrada y dolorida.
Una bomba de tiempo demográfica. Una Ucrania que será aún más pobre de lo que ya era, que estará más a merced de quienes medran con el sufrimiento ajeno, y de la que los poderes del mundo no tendrán pena ni piedad.