Los detalles que rodean el caso de Gisèlle Pelicot, la mujer que en Francia fue drogada por su marido durante al menos diez años para que ochenta y tres hombres de todas las edades y condiciones sociales la violaran mientras dormía, parecen sorprendentes, pero cabe que nos preguntemos hasta qué punto son realmente extraños. .
Lo primero que llama la atención en el caso que en estos momentos se sustancia en Mazan, una pequeña localidad de poco más de 6000 habitantes, es la desmesura. Y esa desmesura aparece acompañada, paradójicamente, por la no-excepcionalidad, es decir la reiteración de la violación en el tiempo hasta hacerla norma.
Lo segundo que vale atender (y a eso volveremos sobre el final de esta nota) es que desde muy niños hemos conocido una maravillosa historia, La Bella Durmiente del Bosque, cuya versión original -la narrada durante siglos antes de que a los hermanos Grimm se les ocurriera transformarla en cuento de hadas-, guarda con ésta similitudes sorprendentes.
Las diferencias entre la versión original y la que conocemos hoy podría ayudarnos a comprender la naturaleza del deseo de Mr. Pelicot y sus amigos.
Aberración y «monstruosidad» de un hombre corriente
Que Dominique Pelicot le administrara a su esposa -con la que había contraído matrimonio a los 21 años, en 1973-, continuada y pacientemente, durante al menos una década, sustancias que le provocaban un sueño profundo similar a un coma para que otros hombres abusaran sexualmente de ella mientras él lo disfrutaba y lo filmaba, parece a todas luces aberrante.
Sin embargo -y aquí estamos frente a una nueva paradoja-, todo lo que hasta ahora va surgiendo de la investigación judicial conspira contra la idea de que se trata de algo «monstruoso». Lo aberrante no es necesariamente un lugar al que sólo los monstruos llegan y si Mr. Pelicot pudo concebir y llevar al acto sus deseos ocultos, fue precisamente porque su vida era, dejando de lado sólo ese aspecto, la vida de un hombre corriente. Un buen hombre.
Gisèle Pelicot, que sufrió ese vejamen multitudinario entre los 60 y los 70 años sin ser conciente de lo que se le hacía, no habría sospechado jamás que aquel hombre, amable, considerado, buen padre, buen marido y buen vecino, era lo que solemos catalogar como «monstruo». Y tampoco lo habían sospechado su hija y su nuera, que han comenzado a sospechar con visos de certeza que probablemente hayan vivido situaciones similares ellas mismas en las ocasiones en que visitaban a la pareja en su casa y se quedaban a pasar allí la noche.
Nunca habían relacionado alguna extraña pesadez al despertar por las mañanas con las prácticas a las que aquel buen hombre sometía habitualmente a su esposa y que también parece haberlas tenido a ellas como protagonistas ocasionales.
La «monstruosidad» de los hombres silenciosos
Los invitados -de algún modo hay que llamarlos- de Dominique Pelicot, los hombres que se sintieron atraídos por la propuesta que les realizó a través de un sitio web y luego decidieron concurrir a aquella casa bien cuidada y agradable en la que nadie podía sospechar que ocurriera ninguna atrocidad, tampoco son un buen ejemplo de lo que livianamente solemos considerar «monstruo».
Al parecer no los distinguía ningua característica especial que compartieran entre si y que los diferenciara visiblemente del resto de los buenos habitantes de la zona.
Ninguno de ellos era un marginal o un sauvage venido del Medio Oriente o del África, como podían haber esperado los convencidos de que la maldad proviene del «otro», y siempre están dispuestos a encontrar chivos expiatorios entre los que tienen un origen «sospechoso» o diferente.
Sus edades iban desde los 26 hasta los 74 años y desempeñaban profesiones variadas y corrientes, algunas de las cuales tenían relación con la protección de las buenas costumbres y los cuidados. Por ejemplo, había entre ellos un bombero, enfermeros, un policía, un militar, un juez, un concejal y un periodista.
Como es obvio, ninguno de los que participaron de la experiencia se interesó luego en hacer público lo que estaba sucediendo, aunque en al menos un caso el resultado parece haber sido tan excepcionalmente tentador como para que que el sujeto en cuestión ensayara la práctica recién aprendida para narcotizar y violar a su propia pareja, pero hay un hecho que resulta altamente sugestivo y que aunque nos deje perplejos, podría ayudar a ahondar en los entresijos del caso.
Las violaciones a las que era sometida Gisèle Pelicot -para no hablar del daño que su cerebro fue sufriendo a lo largo de todo ese proceso de «sedaciones» reiteradas-, se conocieron y salieron a la luz pública, sólo a partir de una serie de casualidades afortunadas.
Porque no sólo callaron durante diez años todos aquellos hombres que aceptaron tener sexo con una mujer colocada por su esposo al borde de la muerte. Ese silencio se podía dar por descontado.
También callaron todos y cada uno de los hombres que Dominique contactó a través de la página web pero no encontraron la propuesta de su gusto. De entre ellos, que podrían haber sido cientos, no surgió una sóla denuncia. Ninguno parece haber considerado aquello como algo merecedor de una condena. Hubo quizás un encogimiento de hombros, pero no más. El pacto no escrito de silencio entre culpables y no culpables fue absoluto.
La belleza y el encanto de lo inerte
Los hermanos Grimm en sus Cuentos de la Infancia y el Hogar, de 1812, y antes que ellos Charles Perrault en Los Cuentos de Mamá Oca, de 1697, se hicieron eco de una vieja historia que el italiano Gianbattista Basile había publicado en 1634, conocida como Talía, Sol y Luna, de la que se sabe que ya existían versiones orales en el siglo XIV.
El hecho de que los hijos de Talía se llamen Sol y Luna es indicio de que la historia tiene orígenes aún más antiguos -en la mitología celta o germana, posiblemente, aunque también se la vincula con leyendas más remotas, de la mitología hindú-, pero ese es un tema en el que no entraremos.
En la narración que llegó a nosotros y conocemos desde niños como La Bella Durmiente del Bosque, una hermosísima joven sufre un maleficio. Se ha pinchado un dedo con una aguja envenenada y ha caído, no muerta, pero sí dormida para siempre o hasta que llegue alguien capaz de romper el hechizo.
Quizás 100 años han transcurrido desde entonces y yacen ella y quienes fueron sus sirvientes, dormidos en un palacio abandonado e invadido por la vegetación del bosque. Hasta allí llega un buen día un joven príncipe que se ha extraviado durante una cacería, persiguiendo a un venado herido. El príncipe, como no podía ser de otra manera, se ve atraído por aquella Bella Durmiente y -vaya a saber uno por qué-, no se le ocurre otra cosa que besarla en la boca.
Aquel beso, como todos sabemos, tuvo la virtud de retornarla a la vida y una vez despierta ella se enamora inmediatamente de su salvador, lo que ha hecho las delicias de la niñez inocente durante generaciones, ha dado que hablar a los y las psicoanalistas durante décadas, y ha despertado el furor cancelador de más de una fundamentalista del sólo-sí-es-sí.
Pero bromas aparte, si hacemos a un lado esa historia que los Grimm edulcoraron hasta hacerla apta para el público de su época, y nos acercamos a la otra, a la original, veremos que algunos de los personajes experimentan extraños cambios.
La bella es la bella de siempre, y en este caso se llama Talía. No se trata de una joven sino de una adolescente. Duerme víctima del mismo hechizo en un palacio igualmente abandonado, escondido en la espesura de un bosque similar. Pero el príncipe no es un príncipe. Es un Rey. Y no la besa en la boca para despertarla sino que le roba -así está narrado- los frutos del amor. Es decir que la viola mientras ella permanece inerte. Y se va. Vuelve a su reino, a su vida y a su esposa.
Talía continúa dormida, transcurren los 9 meses de un embarazo fruto de la violación que ha sufrido, da a luz mellizos (Sol y Luna) y gracias a que uno de ellos tiene hambre y chupa su dedo, el veneno sale de su cuerpo y Talía despierta, para encontrarse, no con un príncipe apuesto que la ha besado con ternura, sino con dos niños con hambre por criar.
Algún tiempo después, el Rey recuerda a la adolescente hechizada y dormida en las ruinas de aquel palacio invadido por el bosque, siente la picazón del deseo, vuelve dispuesto a continuar «robándole los frutos del amor» como la primera vez, pero encuentra lo que ya sabemos.
A partir de ese momento comienza una historia plagada de truculencia y morbo en la que no nos detendremos demasiado porque no es el objeto de esta nota. Sintéticamente: él la encuentra despierta y además ocupada en sus labores de madre, por lo que decide retornar, una vez más, a su reino y a los brazos de su esposa.
La reina resulta ser una mujer también hermosa pero infértil, perversa y vengativa, que sospecha de las andanzas del marido, confirma su infidelidad, rapta a los niños e intenta que el cocinero del palacio los guise para que el rey, sin saberlo, los devore. Talía llega desde su morada en el bosque en auxilio de los niños, se descubre que la reina es una bruja, y una vez quemada viva la malvada, nuestra heroína y su violador se casan y viven felices por siempre.
No sorprende que los hermanos Grimm, a comienzos del Siglo XIX, hayan tenido que modificar algunos detalles de aquella vieja historia para adaptarla al ppaladar de las gentes de su época. Sin embargo, si hacemos el esfuerzo de retroceder imaginariamente en el tiempo hasta el momento en el que la historia de Talía, Sol y Luna fue tomando forma (posiblemente durante la baja Edad Media) todo lo que en ella ocurre cobra sentido.
El señor, sudoroso y sediento, cazando en la linde de sus tierras, el caballo que piafa, la niña sorprendida que aterrada permanece inerte y cierra los ojos mientras él hace con ella lo que quiere, y que recién logra recuperarse cuando la ha dejado en paz y se ha ido. La preñez, el hambre, el retorno del señor cuando vuelve a sentir ganas, y llegado el momento, de algún modo, una cierta venganza imaginada y terrible en el cuerpo de otra mujer devenida en bruja. Un final feliz para tanta miseria. Una historia de su época.
Volviendo al hoy
La historia de Talía permite vislumbrar entre líneas un mundo en el que el poder absoluto de los dueños de almas y haciendas, el abuso y la violencia ejercidas sobre los débiles, el desprecio y la arrogancia, eran moneda corriente.
El rey que irrumpe en la vida quieta de aquel lugar apartado y olvidado del bosque y la violación de la mujer condenada a la desprotección, seguramente tiene menos que ver con el mundo de las hadas y los palacios encantados, que con el sometimiento de las siervas que tenían la desgracia de despertar el apetito del señor. Fue un espejo de lo real, una metáfora.
En lo que respecta a la historia de Giselle Pelicot, no habrá hermanos Grimm que transformen a su marido y a su recua de visitantes en príncipes que besan con ternura los labios de una joven hechizada-, pero se la puede leer también como espejo de algo que está presente en nuestro tiempo.
Como gestualidad hipertrofiada de la frustración y el desconcierto de un mundo masculino anegado por el aluvión de las mujeres que han roto los diques de contención y hoy son un peligro ya no latente sino vivo.
Quizás no lo sabían, pero latía en ellos ese sueño oscuro y al parecer eterno de mancillar un cuerpo inerme y quieto. Pero además, parece haber habido algo más. Algo ya no intemporal sino de época. Una intuición.
La intuición, que está también presente en los desgraciados que violan en manada, en las ultraderechas obsesionadas con la maldad implícita en la palabra género y en sus batallas culturales en contra de todo avance, en la misoginia bobeta de los incels, o en los machos torpes que se encierran entre cuatro paredes a relamerse con videos denigrantes.
La idea vaga de estar ejerciendo, contra las mujeres, una última venganza.