Brasil, Colombia y México intentaron mediar en la crisis venezolana. Andrés Manuel López Obrador se apartó momentáneamente de esa instancia, mientras que Lula da Silva y Gustavo Petro, propusieron un gobierno provisorio de coalición y la repetición de los comicios. Joe Biden, dio a entender que respaldaba la iniciativa, pero horas después la Casa Blanca advirtió «que se había confundido». . La líder opositora María Corina Machado y el gobierno de Venezuela rechazaron de plano la propuesta. ¿Vuelve el cántaro al agua?
Vivimos una época signada por la fugacidad. Las novedades se suceden unas a las otras frente a nuestros ojos sin darnos tregua. Y en esa autopista de vértigo en la que nada nos importa el tiempo suficiente como para que podamos entenderlo (pensemos, sin ir más lejos, en la oreja de Trump y en lo rápido que salió de agenda) hay muy pocas cosas capaces de permanecer clavadas en el centro mismo de la atención pública. Venezuela es, obviamente, una de ellas.
En Venezuela -o en relación a Venezuela- ocurren cosas que sólo se podrían explicar si debajo de todo eso que vemos, que nos escandaliza, o nos asombra, hubiera algo más…
Y ocurre que sí. Debajo de las incontables obcecaciones gubernamentales difíciles de enmarcar en las lógicas de la democracia, debajo de las guarimbas depredadoras que tras cada proceso electoral se disfrazan de sociedad civil y salen a resistir no se sabe a cuenta de quién; debajo de los líderes y lideresas opositoras que un día piden una intervención militar extranjera en nombre de la libertad y al otro aplauden sanciones económicas diseñadas para poner a su país de rodillas; debajo de candidatos que siempre anuncian que han sido víctimas de un fraude, presidentes interinos que se autoligen y una política circense; debajo de militares, burócratas y policías que no dan un Golpe de Estado porque creen o saben que el Estado ya es suyo; debajo de dolarizaciones de facto, lo precario vuelto norma, el neoliberalismo socialista, y los 8 millones de personas que han debido abandonar el país, yace algo que late y palpita como un ser vivo: las reservas conocidas de petróleo más grandes del planeta. El 26% del total -de todo lo que queda.
Y lo que vemos en la superficie, no es otra cosa que el resultado de lo que guarda el subsuelo. Una economía que a lo largo de un siglo no ha tenido ni necesidad ni oportunidad de diversificarse porque las rentas del petróleo alcanzan o debería alcanzar para todos. Un nacionalismo que pudo ser honesto y revolucionario pero se enamoró de sí mismo. Una oposición que sabe que el dinero le llega a manos llenas desde el norte con la sola condición de mostrarse siempre dispuesta a entregarle todo a sus mandantes. Una Latinoamérica que cuando fue posible y le dijo No al ALCA no supo estar a la altura de las circunstancias; no se integró, no igualó; no quiso.
Vemos en esa superficie, entonces, un mundo crecientemente multipolar en el que ocurre simplemente que unos (ver el mapa) no están dispuestos a que toda esa energía que hay debajo de ese país que tanto ha sufrido y comenzaba apenas a recuperarse, caiga en manos de los otros.
Geopolítica pura y dura.
Los BRICS, si Venezuela se integra definitivmente al bloque, estarían acumulando más del 70% de las reservas mundiales de gas y de petróleo. Y eso es lo que cuenta a la hora de analizar el tembladeral que desde lejos podría parecer sólo un caos tropical, pero que es mucho más que eso.
María Corina Machado dio en su pasado de fanatismo violentista y apoyo ciego a todo cuanto existe de golpista en nuestra América, suficientes muestras de no ser creíble como para que ahora se pueda confiar demasiado en ella.
Quienes la siguen, dicen haber alcanzado una votación del 70% en las elecciones del 28 de julio, y han publicado esos resultados de un modo imposible de contrastar. Son por lo tanto difíciles de aceptar como válidos y definitivos. Tan es así que esta vez son muy pocos los países que los reconocen: los EEUU como es lógico, la Argentina de Javier Milei, y algunos más, en cierta medida intrascendentes. En la Unión Europea, por ejemplo, pocos parecen dispuestos a repetir los papelones que ya protagonizaron entre 2019 y 2022 reconociendo a Juan Guaidó.
Nicolás Maduro por su parte, ha presentado resultados en los que, a priori, se habría podido confiar más. Son menos extremos y por lo tanto parecen menos fantasiosos que los presentados por la oposición. Según lo que el gobierno afirmó la noche del escrutinio y reafirmó días después, tuvo una votación del 52% y eso tiene una cierta razonabilidad. Expresa al menos voluntad de reconocer que la oposición existe y que en el futuro se deberá contar con ella. Y dada la situación, eso no es poco.
Sin embargo ni su gobierno ni el organismo encargado del recuento de votos han sido capaces -hasta la fecha- de presentar los resultados mesa por mesa y eso socava su credibilidad sin remedio.
Si a ello se le añade el tono chulesco con el que los representantes del gobierno se han enfrentado a todos aquellos que les reclaman las pruebas fehacientes de lo que aseguran, el panorama no puede ser peor. Insultar a propios y a extraños no es un buen método de ganar amigos. Sumar enemigos y darles de comer nunca ha sido una forma duradera de gobernar nada.
En contraposición a esas dos posturas de ceguera y petulancia extrema, la propuesta de Gustavo Petro y Lula da Silva (o una síntesis de lo que ambos han manifestado en las últimas horas) parece ser la más razonable de las que hasta ahora están sobre la mesa. Sobre todo porque incluye el levantamiento de tods las sanciones unilaterales que pesan sobre el país, un condición sine que non para un proceso realmente libre y democrático que, desde 2017, jamás se ha cumplido.
Como dijo el Jefe de Asesores de la Presidencia de Brasil Celso Amorin con una sana ironía: «lo que proponemos debería ser aceptable para las dos partes. Dado que ambas sostienen que han triunfado categóricamente, si se convocara al pueblo nuevamente sólo cabe esperar que ese triunfo se repita y aún se amplíe».
En cierta forma, ocurre algo similar a lo que cuentan que sucedió cuando el Rey Salomón se vio enfrentado a las dos mujeres que decían ser las madres de un mismo niño. Una de las dos partes miente. En teoría, quien se niegue a aceptar la propuesta de someterse a un nuevo proceso electoral, es quien no ha dicho la verdad.
Por el momento, un gobierno de coalición, el levantamiento de las sanciones, y la repetición de las elecciones con un mayor control internacional del proceso y de la gestión de resultados, tendría efectos deseables en la política interna, en la política regional, y en un plano geopolítico más amplio.
Por un lado, haría posible un nuevo equilibrio interno. Un equilibrio que aún siendo poco estable, sería preferible a la situación de crispación permanente que Venezuela vive hoy. Se evitaría así una polarización aún mayor y un Golpe de Estado en toda regla. Se podrían quizás recuperar los bienes que los EEUU, Inglaterra y la Unión Europea le robaron a Venezuela durante la «administración Guaidó».
Se obturaría, además, la posibilidad de una Guerra Civil capaz de destruir definitivamente el país, afectando además a toda la región-. (Y no hay que descartar que ese sea el deseo real de algunos de los actores en juego, porque ya lo intentaron en 2019 durante el gobierno de Donald Trumpo, por todos los medios a su alcance).
Por otro lado reacomodaría la situación geopolítica, ya que afianzaría la multipolaridad hacia la que hoy va el mundo. Tanto los BRICS -sumados a lo que se conoce como Sur Global-, como los EEUU y el bloque occidentalista, podrían -y hasta deberían desear- compartir pacíficamente «eso» que Venezuela tiene debajo suyo, en lugar de embarcarse en un nuevo conflicto internacional para el que quizás -por el momento- no están preparados.
Sin embargo, y aunque sea difícil de entender, por ahora todas las partes que tienen vela en este entierro, han dicho categóricamente que NO. Esos «no» podrían ser simplemente una forma de comenzar a negociar. O quizás hayan perdido todos la razón, posibilidad que cuando se habla de petróleo, no hay que excluir.
El cántaro parece volver al agua y la posibilidad de que esta vez se rompa y nos arrastre a todos, está lejos de ser igual a cero.
Sobre la descomposición
José Natanson, cientista político y periodista argentino, ex columnista dominical del diario Página/12, jefe de redacción de la revista latinoamericana Nueva Sociedad, consultor de Naciones Unidas y director de Le Monde Diplomatique – edición Cono Sur, ha publicado hace pocos días un libro acerca de la realidad venezolana titulado Ensayo sobre la Descomposición.
En su texto, en el que con buen criterio, se niega a utilizar la pabra «dictadura» para caracterizar al régimen venezolano, utiliza un concepto interesante: «autoritarismo caótico» que puede ser útil a la hora de tratar de entender la situación actual.
Sin que la cita implique que necesariamente coincidimos con Natanson en todos sus juicios, nos parece interesante reproducir los siguientes párrafos.
«El régimen venezolano es consecuencia de procesos que se van dando progresivamente a partir de una serie de decisiones tomadas en función de la correlación de fuerzas, el ánimo de la sociedad, las presiones internacionales. Muchas de las medidas y las políticas que dieron forma al singular sistema venezolano fueron respuestas tácticas, en general pensadas como transitorias, pero que se convirtieron en permanentes. Como en el jazz, el gobierno improvisa sin ajustarse a un modelo previamente diseñado, una hoja de ruta o un proyecto revolucionario —como pueden haber sido el ruso, el chino, e incluso, con sus idas y vueltas iniciales, el cubano—, sino trazando un recorrido largo, tortuoso y, sobre todo, desordenado. Muy desordenado.
Esto le imprime al régimen venezolano un último rasgo sobresaliente: el caos. Algunos autores lo definen como un «autoritarismo caótico»7, un sistema en el que la voluntad autoritaria del gobierno choca contra la fragilidad del Estado y la debilidad de su burocracia, la ineficiencia y la corrupción. (…) El autoritarismo caótico supone que no hay una cadena de mandos perfecta que aplique un plan consistente, una autoridad central capaz de controlar verticalmente lo que pasa. Por eso, el caos no es un accidente ni un resultado no deseado, sino la paradójica condición de posibilidad de la estabilidad política y de la vigencia del modelo autoritario.»