La insistencia de analistas y periodistas en resaltar la importancia del «voto latino» en el triunfo de Donald Trump el 5 de noviembre, requiere no sólo revisar los números para ver si esa afirmación es cierta o no, sino sobre todo ahondar en la idea misma de lo latino y responder una pregunta recurrente: ¿de qué se habla cuando se habla de los latinos y de «su» voto? .
Donald Trump acaba de asegurar su control total de las dos ramas del Congreso. Ya está desconcertando al mundo con los anuncios de los integrantes de su futuro gobierno. Una agenda más fascistoide que la prevista va tomando forma. Y mientras tanto, en el Partido Demócrata, surgen -muy tímidamente aún- voces que intentan explicar la derrota en circunstancias que en Diálogos, a lo largo de nuestras últimas ediciones, habíamos calificado como «corrosivas».
Esas circunstancias corrosivas que ahora los demócratas comienzan a admitir son, en esencia,
- la desconexión de las elites del partido y de su entorno (fundaciones, organizaciones sociales, etc.) de las necesidades y las expectativas reales de quienes fueron durante décadas su base social,
- el desgaste emocional de una nación que se sintió por encima de todas las demás pero se siente asediada y se sabe en decadencia, y
- una Kamala Harris que insistió en aparecer -casi con alegría- repaldada por los sectores neoconservadores más proclives al militarismo y a la guerra, y se negó, una y otra vez durante la campaña, a tomar distancia del genocidio que Israel está perpetrando en Medio Oriente con la colaboración activa de su propio gobierno. Brilló durante algunas semanas cuando se la eligió para suceder a un anciano desagradable y sorprendió en el debate cuando enfrentó a un Trump contenido e incoherente, pero no tuvo más para dar. Todo lo que siguió fueron word salads y pobreza espiritual.
El tiempo irá mostrándonos las consecuencias del desastre, pero mientras tanto, es un buen momento para poner el foco en algo que nos concierne: el papel que en todo esto ha tenido esa entelequia borrosa conocida como «voto latino».
La construcción de un otro ajeno
No es necesario, porque ha sido notorio, insistir en la importancia que se le ha adjudicado al llamado «voto latino» en el triunfo de Donald Trump, pero vale que nos detengamos en una nota de la edición estadounidense de The Guardian, considerada en la anglosfera como una publicación progresista y seria.
En la nota, How Trump won over Latino and Hispanic voters in historic numbers su autor no se detiene a explicar cuáles serían esos «historic numbers» y no ahorra preconceptos y estereotipos, por lo que valdría la pena repasarla por entero, pero por razones de espacio nos concentraremos en uno de sus párrafos. En él destacan tres palabras, hordes, homeland y flocked, que marcan la pauta de lo que el columnista busca trasmitir.
In Pennsylvania, hordes of Puerto Ricans who saw their homeland demeaned as a “floating island of garbage” at Trump’s Madison Square Garden rally barely a week before, flocked to give him their vote.
En esta frase se condensa lo que está detrás de la construcción -racista- de lo latino en la America blanca y excluyente, algo que por cierto también podemos observar -y padecer- en Canadá.
Los latinos -en este párrafo los puertorriqueños- son identificados como una horda, un término que tanto en inglés como en español, tiene connotaciones despreciativas y propias de los los bárbaros y los animales. Según el Merriam-Webster Dictionary: «Chiefly depreciative. A large group of people, esp. one which is disorganized, disorderly, or threatening; a rabble, a crowd, a throng».
Los puertoriqueños así definidos habrían acudido a votar no individualmente, como cabría esperar y como realmente ocurre, sino en multitud o, peor aún, en manada, porque esa es la imagen con la que el autor nos condiciona cuando elige la palabra «flocked».
Se trata, además, de una horda de incapaces y pusilánimes, porque volcaron su apoyo hacia quienes se burlaron de su «homeland» llamándola «isla de basura flotante». Y éste es el momento en que llegamos a un punto fundamental que merece nuestra reflexión.
Homeland es patria. Al adjudicarle a esas «hordas puertorriqueñas» una patria que no es «America» sino el enclave colonial de Puerto Rico, se asume que sus particularidades culturales los excluyen de la americanidad verdadera. Son extraños sin que importe cuántas generaciones han vivido en y para los EEUU. Son irremediablemente extranjeros. Hacen lo que no deben -votar en manada a un malvado- en un país que ni siquiera es suyo.
Llegados a este punto no está de más recordar que la inmensa mayoria de la comunidad puertoriqueña nació en los EEUU de padres que tembién nacieron allí. Y que lo mismo sucede con el resto de lo que la nota de The Guardian llama Latinos o Hispanos.
De los cerca de 63 millones de latinos, que conforman casi el 20% de la población total de los EEUU, han nacido allí el 70%. De ellos el 80% tiene la ciudadanía estadounidense. Y entre quienes han nacido fuera, el 69% vive y trabaja legalmente en los EEUU desde hace al menos 20 años y la mitad de ellos tienen carta de ciudadanía.
No son hordas peligrosas, no votan en manada, no son aliens, como parece creer el articulista de The Guardian… No son una raza, por supuesto, ni son una etnia, ni tienen una religión que les sea común, ni un color de piel que los distinga. Y si hacemos excepción del racismo propio de la sociedad en la que viven, no tienen razones para sentirse demasiado peculiares o diferentes al resto de los norteamericanos a la hora de votar.
Se trata sí de una comunidad demográficamente más joven, más dinámica, sumamente heterogénea, bilingüe -lo que no es un defecto sino una virtud-, y menos atada a lo que haya sido el voto de sus mayores. Y en ese caso, bien podría suceder que esta vez más latinos que antes hayan cometido el error de votar a Donald Trump.
Sin embargo, el error principal ha sido el de un Partido Demócrata que se ha empeñado en mantener vivo un espejismo pueril y una ilusión que no es otra cosa que racismo soft: ver a los latinos como un grupo uniforme de gente elemental, que por alguna razón le debe fidelidad irrestricta, y que por ser el que más rápidamente crece -demográficamente hablando-, le aseguraría el gobierno para siempre.
Esta vez no fue así, y como veremos a continuación, tampoco es cierto que ese «voto latino» haya sufrido cambios sustanciales con respecto al pasado, ni haya sido el determinante real de la derrota.
La construcción de un otro culpable
Antes de entrar al tema, es bueno recordar que en un sistema electoral como el de los EEUU, en el que el voto no es obligatorio y en el que sólo ejercen su derecho a votar algo más del 60% de los habilitados, que el porcentaje de un partido aumente o el de otro partido disminuya, no implica que haya habido un trasiego de votantes de uno hacia el otro.
Para quienes tenemos in mente los sistemas de voto obligatorio, en los que los votos en blanco y los votos anulados representan un porcentaje muy menor pero además se contabilizan, no es sencillo asimilar la idea de que en el mundo anglosajón, a la hora de realizar el análisis de una votación sólo se consideren los porcentajes de quienes acudieron a las urnas, pero se pase por alto la significación de los votos no emitidos.
En el caso que estamos analizando, el Partido Demócrata perdió el 10% de sus votantes respecto a 2024, mientras que el Partido Republicano aumentó sólo un 2.5% su votación. Esto nos indica con claridad que el 75% de los votantes que esta vez se negaron a acompañar a Kamala Harris, no votaron a Donald Trump.
Como analizánamos en nuestra nota del 8 de noviembre «Elecciones USA: el «efecto Kamala», el fantasma de Gaza y el desasosiego demócrata», no hay nada que permita deducir que hubo un pasaje significativo de votos latinos desde el Partido Demócrata hacia Donald Trump.
De acuerdo a las cifras finales, votaron por el Partido Republicano 76.058.615 personas. 2 millones más que en 2020, cuando obtuvo 74.223.975.
En tanto, el Partido Demócrata, que en 2020 había alcanzado una votación record de 81.283.501, perdió en 4 años más de 8 millones de votantes, ya que esta vez sólo obtuvo 73.122.138.
Eso fue todo. Sólo un 2% separó la votación de Kamala Harris (48%) de la de Donald Trump (50%).
Y si la victoria ha sido tan contundente que todo el mapa de los EEUU se ha teñido de rojo, si los periódicos hablan de «derrota aplastante» o de landslide, si ambas cámaras del Congreso tendrán una más que holgada mayoría republicana, y si esa mayoría será suficiente como para que Donald Trump haga y deshaga a su antojo, se debe pura y exclusivamente a las características de un sistema electoral que se desentiende de la proporcionalidad, que crea mayorías artificialmente, que por un lado polariza y por otro lado desmotiva, que padece de un abstencionismo crónico de más del 40%, y que ya nadie en el mundo les envidia.
Si el crecimiento de Donald Trump provino de filas demócratas, sabremos pronto de dónde salieron, pero nada conduce a pensar que el componente latino haya sido significativo. El resto de los votos perdidos por el Partido Demócrata fueron a engrosar, en muy escasa medida, al Partido Verde, pero casi todos ellos volvieron a la abstención -de la que habían salido en 2020.
Hace dos días, por fin lo reconocía Ali Bianco en Político en su nota: Why So Many Latino Voters Abandoned Democrats:
«In the hours after the election was called for Donald Trump, some of the finger-pointing started quickly: Latinos were to blame. Democrats lost Latinos, and it cost them the election.
According to Carlos Odio, co-founder of the firm Equis Research, which focuses on Latino polling, that’s not quite true. While Kamala Harris won Latinos by much smaller margins than Joe Biden did in 2020, she still won a majority of them — and her losses among the group didn’t cost her the election.»
En este caso, los esfuerzos racistas de Trump y del trumpismo por construir los «bad hombres» que cruzan la frontera para envilecer «America» con las drogas y de paso violar a sus mujeres, es extrañamente coincidente con el esfuerzo demócrata por encontrar que lo que ha fallado no es el sistema, ni su partido, ni su candidata, ni esas inacabables guerras que lo emponzoñan todo, sino los latino young men misóginos e incomprensibles, que no hacen lo que se les dice y no votan lo que deben.
Lo interesante de todo esto es la facilidad con la que se ha señalado -una vez más- a los latinos como los responsables de aquello que las mayorías blancas determinan, o de lo que no son capaces de evitar. Lo fácilmente que coinciden la construcción de un otro extraño, cuasi bárbaro, rapaz y peligroso, con la construcción de un otro ajeno, inadecuado, impertinente y culpable.