¿La nostalgia es una vía muerta? ¿El pasado es un prólogo? ¿Hubo un mundo mejor?

Nos puede parecer ridícula la pretensión trumpista del «Make America Great Again», pero lo que no es ridículo es que esa apelación a volver al pasado tenga un atractivo tan potente entre las «gentes del pueblo». Y conocemos la ambición supremacista que está implícita en esa propuesta, pero ¿hay sólo eso? ¿Es necesariamente ilegítima o torpe la añoranza de un mundo que fue o parecía ser mejor? .

 

No todos los que añoran el pasado son eso que la caricatura nos muestra (esa gente falsamente ilusionada, desagradablemente vociferante que Hillary Clinton hace 8 años, con más clasismo que decencia y sentido de la oportunidad calificó de «deplorables»).

Si atendemos a lo que nos muestra Is Nostalgia a Dead End? -una reciente nota de Dustin Guastella para la revista Jacobine- quizás los años ’50 y ’60 del siglo XX hayan sido los mejores que mucha gente pueda recordar -o imaginar.

Is Nostalgia a Dead End? trata específicamente de los EEUU y sabemos que lo que allí se vive o se ha vivido no necesariamente es extrapolable a lo que han sido las realidades de nuestros países y nuestras sociedades, pero vale la pena acercarse a la ventana que abre para nosotros y hacer el ejercicio de pensar si -con las diferencias obvias- no nos ha pasado lo mismo.

Porque si así fuera, quizás estemos a tiempo de entender por qué sucedió.

El atractivo del medio siglo

Generalmente, se admite que el atractivo que tienen en el cine o la literatura de los EEUU los años 50 y 60 del pasado siglo, tiene que ver con el rápido crecimiento económico que se produjo en la posguerra. Pero de ese modo no se logra captar la amplitud de los logros sociales que culminaron en aquel momento.

De hecho, las décadas de 1950 y 1960 no fueron simplemente un breve parpadeo de crecimiento sobrealimentado en un desarrollo que, por lo demás, fue lento pero ascendente. Por el contrario, desde 1900 hasta 1970, prácticamente todos los parámetros de la vida social mejoraron de forma lenta y constante, antes de invertirse repentinamente.

Es decir, el sex-appeal de la mitad del siglo no se debe sólo a la nostalgia por políticas y relatos progresistas como el New Deal de Franklin D. Roosevelt como salida a la Gran Depresión, o la Great Society de Lyndon Johnson de 1965, o la caída de las leyes Jim Crow y el Movimiento por los Derechos Civiles, sino también al reconocimiento de que aquel fue un momento crucial en la historia. Desde entonces, el mundo social avanzó hacia la disolución.

Los años ’50 y ’60 no sólo fueron un punto álgido para el desarrollo social sino también -y lamentablemente-, un punto de inflexión. Desde entonces, nada fue igual.

La mitad del siglo fue realmente especial

En 2020, Robert Putnam y Shaylyn Romney Garrett publicaron un libro notable que, debido a la pandemia, pasó casi desapercibido. En él, sostienen que desde alrededor de 1900 hasta hoy, Estados Unidos experimentó lo que ellos llaman una curva «yo-nosotros-yo». Es decir, la sociedad pasó del rudo individualismo reaccionario de Teddy Roosevelt, al colectivismo americano de su primo Franklin D. Roosevelt, para posteriormente retroceder hacia la «independencia» libertaria y la desintegración social de hoy.

La curva que presentan es sorprendente. Muestra una importante tendencia ascendente hacia la igualdad económica, el compromiso político, la fraternidad social y la solidaridad cultural, que culmina a mediados de siglo, para luego detenerse, estancarse durante un breve período e invertirse. El pico de esta curva se produce —¡sorpresa, sorpresa!— a finales de los años cincuenta y principios de los sesenta. Desde entonces estaríamos en una fase descendente.

In terms of income and wealth, our society hit peak equality in the late 1960s. And this is not only true in terms of the gap between the very top and the very bottom: economic historians Peter H. Lindert and Jeffrey Williamson have shown that inequality decreased even within the middle and lower classes during the period between 1913 and around 1970.

En términos de renta y riqueza, nuestra sociedad alcanzó su punto máximo de igualdad a finales de los años sesenta. Y esto no es sólo cierto en lo que refiere a la brecha entre los más pobres y los más acaudalados. Los historiadores económicos Peter H. Lindert y Jeffrey Williamson demostraron que la desigualdad entre las clases medias y bajas, disminuyó entre 1913 y 1970.

Además, los afroamericanos experimentaron el crecimiento salarial más rápido y la menor brecha salarial entre blancos y negros durante finales de la década de 1950 y principios de la de 1960. La creciente igualdad económica de esta época fue lo que hizo que la Ley del Derecho al Voto y la Ley de Derechos Civiles fueran programas políticos concebibles. Y es una tragedia de la historia que la tendencia hacia una mayor igualdad se estancara y se invirtiera tras la exitosa aprobación de estas leyes.

El progreso económico generacional sigue la misma curva. Según el economista Raj Chetty, «las perspectivas de los niños de ganar más que sus padres cayeron del 90% al 50% en el último medio siglo». Los trabajos del economista laboral Yonatan Berman indican que la movilidad económica intergeneracional estuvo en su apogeo absoluto en 1965. Y la progresividad del tipo impositivo siguió la misma curva: sube hasta una tasa máxima a las corporaciones del 53% a finales de los sesenta, para volver a bajar a partir de ese período.

Hoy, tras décadas de recortes fiscales, y gracias en particular a los fuertes recortes del presidente Donald Trump, el tope máximo del impuesto para las corporaciones es el más bajo de los últimos ochenta años. La inversión social en el alivio a la pobreza, como era de esperar, siguió el mismo camino: un aumento constante hasta alcanzar un máximo en la década de 1960 y un descenso a partir de entonces. Lo mismo ocurrió con el salario mínimo, que alcanzó su máximo en 1968, el mismo año en que la desigualdad de la riqueza alcanzó su nivel más bajo de la historia. La afiliación sindical comenzó su ascenso en la década de 1910, alcanzó su punto álgido en la década de 1940, se mantuvo en ese nivel hasta 1966, y desde entonces no ha dejado de disminuir.

La igualdad económica coincide con la cohesión social

Las tendencias sociales muestran un patrón similar. El número de miembros de asociaciones cívicas y fraternales aumenta de forma más o menos constante desde finales del siglo XIX hasta alcanzar un máximo en la década de 1960. En aquella época, según Putnam y Romney Garrett, una mayoría significativa de estadounidenses, sin distinción de raza ni sexo, formaba parte de uno o más de esos grupos. Estados Unidos tenía una de las tasas de participación cívica más altas del mundo. Incluso la pertenencia a alguna Iglesia siguió la curva de »yo-nosotros-yo», a pesar de las representaciones populares de un declive constante desde el advenimiento de la modernidad ilustrada. La cúspide de la afiliación y la asistencia a la iglesia no se alcanzó a mediados del siglo XIX, sino un siglo más tarde, a mediados del siglo XX.

Putnam y Romney Garrett también destacan una serie de marcadores culturales y políticos que siguen la misma curva. En la literatura, el individualismo característico de los años veinte, plasmado en las novelas de la Lost Generation, acabó desplazándose a las películas de inspiración social de los años cuarenta, como las dirigidas por Frank Capra. Se pasó gradualmente de un individualismo caprichoso y aislado a una cultura que hacía hincapié en la solidaridad. Putnam y Romney Garrett demuestran este cambio a través de cambios en el lenguaje. El uso de la frase «common man» alcanzó su punto álgido en 1945. Más fundamentalmente, la palabra «we» alcanzó su mayor uso a mediados de la década de 1960 y cayó en picado a partir de entonces. Desde entonces, en la literatura, el «I» y el «me» ocuparon su lugar.

La cohesión social y la igualdad económica de la época fueron buenas para la sociedad, como queda claro en numerosas estadísticas vitales. Por ejemplo, según el Comité Económico Conjunto del Congreso de Estados Unidos, las “deaths of despair” alcanzaron su nivel más bajo a principios de los años sesenta, un nivel nunca visto antes ni después. Del mismo modo, los homicidios descendieron desde los altos niveles de la década de 1900 hasta su nivel más bajo a principios de la década de 1960, marcando el periodo menos mortífero del que se tiene constancia.

La retrospectiva de setenta y cinco años de Filadelfia, publicada recientemente por el Pew Charitable Trust, subraya este punto. Una de las conclusiones más sorprendentes y deprimentes es que 1960, el año en que la ciudad alcanzó su pico de población, fue también uno de los más seguros, con sólo 150 asesinatos sobre 2,1 millones de habitantes. En cambio en 2021 se produjeron 562 asesinatos aunque la población se había reducido en 500.000 personas. Esto significa que la tasa de homicidios per cápita pasó de 7,2 homicidios por cada 100.000 habitantes al año en la década de 1960 a 32,74 en 2021, un aumento de más del 350%.

Todo esto debería demostrar que todos esos lavavajillas, ordenadores, coches y microondas no están haciendo mucho por nuestra salud social y cívica. De hecho, algunos bienes de consumo reflejan el retroceso social de nuestro tiempo. La proliferación de la propiedad de automóviles está obviamente ligada a la expansión socialmente nociva de los tiempos de desplazamiento y el empuje atomizador hacia suburbios cada vez más extensos. Y a estas alturas parece claro que la gran proliferación de teléfonos inteligentes, lejos de impulsar el progreso social, no hizo más que empapar a la sociedad con un poderoso disolvente antisocial.

¿Puede el pasado ser un prólogo?

Independientemente de lo que represente la nostalgia de mediados del siglo pasado, es difícil sostener que el afecto popular por ese periodo es meramente estético, subjetivo o simplemente reaccionario. Había aspectos de la sociedad que funcionaban mejor. Para la izquierda, este es un punto especialmente importante de asimilar por varias razones. En primer lugar, estudiar periodos en los que la sociedad parecía estar, en algunos aspectos profundos, más sana, puede enseñarnos mucho sobre las características de una sociedad próspera.

En segundo lugar, al reconocer, en lugar de negar, que algunos aspectos de la vida social podrían haber sido mejores en el pasado, podemos entender mejor la enorme división política a la que nos enfrentamos hoy en día. Tal reconocimiento no implica respaldar las política conservadoras o las posiciones políticas del estilo MAGA. Irónicamente, son los conservadores los que se escandalizaron ante la idea de la «Ciudad de Quince Minutos», aparentemente inconscientes de que en los barrios de mediados de siglo buena parte de los lugares de trabajo, los centros de enseñanza, o los establecimientos en que se hacían las compras, estaban a «15 minutos de distancia».

Por supuesto, tienen razón quienes dicen que no podemos simplemente volver al mundo social de la posguerra. Pero, ¿por qué deberíamos apartar la vista a lo que parece evidente?

Estados Unidos, gran parte de Europa y algunas zonas de América Latina lograron un notable progreso social en los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, posiblemente más rápido que en ningún otro momento anterior o posterior. También es cierto que la creciente saturación de bienes de consumo y la incesante mercantilización de todo, citada por los liberales como demostración de la marcha firme del progreso, coincidió con un declive de la vida social. Y, por tanto, podría ser cierto que lo que una sociedad necesita para florecer no coincide exactamente con lo que los individuos pueden querer comprar en el mercado capitalista.

Comprender la época de mediados de siglo puede ayudarnos a liberarnos de la visión aterradoramente estrecha del futuro que prevalece en la actualidad. Al fin y al cabo, imaginar una sociedad mejor resulta más fácil cuando somos conscientes de nuestros logros pasados y, más aún, cuando comprendemos las ambiciosas posibilidades que imaginaron nuestros predecesores.

Si bien Is Nostalgia a Dead End?, la nota de Dustin Guastella publicada por Jacobin está referida a la sociedad estadounidense, tiene la virtud de plantearnos un desafío también a quienes hemos vivido otras realidades.
No se trata de olvidar o hacer a un lado todo el daño y el dolor que ese país causó a nivel global mientras internamente se desarrollaba su»american dream» , pero a poco de remontarnos en el tiempo y hacer memoria de nuestras propias vivencias, podríamos comprobar que en nuestros respectivos mundos (pensemos en la sociedad argentina, por ejemplo) se han vivido procesos parecidos y una evolución/involución del tipo «yo-nosotros-yo» de características similares e igualmente preocupantes.

 

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