¡Escucha, blanco! Rosas de la memoria en el Sena y la dignidad de Sifan Hassan

¿Quién no recordó el ¡Escucha, blanco! de Fanon cuando los atletas argelinos arrojaron flores en el Sena, en recuerdo de los independentistas asesinados y arrojados a las aguas en 1961? ¿Y quién no volvió a recordarlo cuando la corredora triunfante en la Maratón de Mujeres, el broche final de las Olimpíadas 2024, recibió su medalla luciendo su Hijab, una prenda que las atletas francesas tienen prohibido usar? .

 

Los Juegos Olímpicos de Paris 2024 han sido, si dejamos de lado la excepcionalidad del espectáculo deportivo, una experiencia socio-cultural salpicada de acontecimientos, imágenes y simbologías inusuales, cuya enumeración y análisis seguramente nos excede. Sin embargo, vale la pena detenernos en dos de esos acontecimientos antes de que su potencia, con el correr del tiempo, se borre de nuestras retinas.

Mujeres, esfuerzo, negritud, exclusión y colonialidad

En Paris, por primera vez en la historia de los Juegos Olímpicos, la maratón femenina fue la elegida para coronar los 15 días de competencias. Los tiempos cambian. Ese cierre tuvo hasta hace 4 años a los hombres como protagonistas únicos, pero esta vez se optó por mostrar que los cuerpos femeninos no son versiones disminuídas del ideal masculino.

Ya era hora de mostrarlo de ese modo y se hizo. Y no fue ajeno a ello que la ciudad esté gobernada, desde 2014, por una alcaldesa mujer y socialista, Anne Hidalgo, nacida en España en 1959 -hija de emigrados de la post-Guerra Civil y del franquismo.

Por supuesto, no todo son rosas. Que Paris haya sufrido durante los días previos a la inauguración de los juegos una «limpieza» de personas sin hogar que fueron trasladadas a la periferia y dejadas allí para que no enturbiasen la imagen que la ciudad quería dar de sí misma, puede parecer sólo una anécdota, aunque su contraste con el pregonado «espíritu» olímpico no puede ser menos que descorazonador.

Pero lo cierto es que la maratón de mujeres que cerró las dos semanas de competencias, y que transcurrió a lo largo de más de 40 km de calles y lugares excepcionales en esa Ciudad Luz oportunamente vaciada de la pobreza y la enfermedad que la lastima, fue digna de que la tengamos como un hito.

La maratón fue un hito no sólo porque hasta hace muy poco tiempo se le prohibía a las mujeres participar en una competencia de esas características, sobre la base de que sus pobres humanidades no estaban a la altura de ese esfuerzo, sino por el hecho de esta vez el podio estuvo ocupado por tres mujeres africanas: Sifar Assad, etíope que representa a los Países Bajos ya que su familia se refugió allí cuando ella tenía 15 años, Tigist Assefa de su misma nacionalidad, y Hellen Obiri, de Kenia.

Lo excepcional en términos deportivos (como por ejemplo el hecho de que Sifar Hassan haya batido el récord olímpico o que esta haya sido la primera vez que una corredora acumula medallas en todas las disciplinas de media y larga distancia) tiene valor, por supuesto, pero la excepcionalidad es por definicón efímera. No estará lejano el día en que otra corredora sobrepase esos logros.

Lo que seguramente permanecerá, lo que vale, es que en el momento del triunfo y la emoción y la alegría, con el cuerpo seguramente aún dolorido después de esa carrara de casi dos horas y media, la corredora etíope haya tenido la lucidez, el ánimo, y en cierta forma también el sentido de la oportunidad y del humor necesarios para subir al podio con su cabeza cubierta, algo que las atletas francesas tienen prohibido por ley.

Su hijab, en ese instante, más que un ornamento de identidad religiosa y cultural (ya que Hassan no es una musulmana practicante), fue una declaración pública de autonomia decolonial:

«Hago lo que quiero. Soy libre de no usar esto durante la carrera porque me dificultaría llegar a la meta, pero me tomo la libertad que a mis compañeras en Francia se les niega y me lo pongo en el momento en que a ustedes más les molesta y más les duele: cuando tengo poder. Mi imagen no responde al esteretipo de atleta que desean ver, ni encajo en el prototipo de inmigrante que se resigna a obedecer las normas, que ustedes necesitan».

Fue un ¡Escucha, blanco! que inevitablemente nos recordó al Frantz Fanon que ya había aparecido fantasmalmente, unos días antes, sobrevolando las flores que los atletas argelinos arrojaban al Sena.

Las rosas y el desolvido de una masacre

Para la casi totalidad de quienes pensaron que serían capaces de soportar el espectáculo inaugural de las Olimpíadas 2024, el hecho que aquí nos importa pasó desapercibido.

Llovía a cántaros, la idea de que las delegaciones de atletas recorrieran el Sena en barcazas turísticas envueltos en improvisados impermeables de plástico transparente no era la mejor, y la tele por regla general no pierde el tiempo mostrándonos cosas como esa: las y los atletas argelinos arrojaban rosas a las aguas del río y parecían cantar o gritar algo que, a la distancia, nadie entendía.

Aquel acto que no vimos, fue un homenaje a los cientos (la cifra exacta se desconoce pero fluctúa entre 200 y 390) de manifestantes asesinados el 17 de octubre de 1961 por la policía del Gral. de Gaulle en lo que se conoce hoy como la Masacre de Paris.

El delito cometido por aquellas personas fue protestar -pacíficamente- contra un edicto policial que prohibía que los inmigrantes musulmanes provenientes de Argelia salieran a la calle entre las 20:30 y las 5:30 del día siguiente, o que lo hicieran en grupos de tres o mas personas, o que los pequeños negocios frecuentados por ellos permanecieran abiertos después de las siete de la tarde.

Como se decía en aquel edicto:

«Dans le but de mettre un terme sans délai aux agissements criminels des terroristes, des mesures nouvelles viennent d’être décidées par la préfecture de police. En vue d’en faciliter l’exécution, il est conseillé de la façon la plus pressante aux travailleurs algériens de s’abstenir de circuler la nuit dans les rues de Paris et de la banlieue parisienne, et plus particulièrement de 20h30 à 5h30 du matin. (…)
D’autre part, il a été constaté que les attentats sont la plupart du temps le fait de groupes de trois ou quatre hommes. En conséquence, il est très vivement recommandé aux Français musulmans de circuler isolément, les petits groupes risquant de paraître suspects aux rondes et patrouilles de police. Enfin, le préfet de police a décidé que les débits de boissons tenus et fréquentés par les Français musulmans d’Algérie doivent fermer chaque jour à 19 heures.»
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Muchos de los cadáveres de quienes habían sido tiroteados en las calles o asesinados después de haber sido detenidos en sus propias viviendas fueron esa noche arrojados a las aguas del río que atraviesa la ciudad para escarmiento de quienes tuvieran el atrevimiento de resistirse al amo blanco.

Hacía apenas 15 años que había finalizado la guerra contra el nazismo y su pesadilla racista, pero ya Francia, fiel a una vocación colonial que la colocó una y otra vez en el podio de los regímenes más asesinos de la historia, mostraba de qué era capaz.

Se calcula que murieron en la guerra de independencia de Argelia, entre 1954 y 1962 un millón y medio de personas, es decir cerca del 15% de la población, por lo que aquella «pequeña» masacre íntima y doméstica del 17 de octubre de 1961, pudo pasar casi desapercibida.

Una foto capturó los sentimientos enfermizos de la época, mostrando un grafiti garabateado a lo largo de una sección del terraplén del Sena que rezaba: «Aquí ahogamos a los argelinos».

Llevó más de medio siglo sacar la verdad a luz. Para Charles de Gaulle, aquellas muertes habían sido, según sus propias palabras, un «acontecimiento secundario». La información se censuró de modo que la prensa no pudiera revelar lo sucedido. Se destruyeron los archivos policiales, y en 1966 se aprobó una ley que amnistiaba a los asesinos para el caso de que algún día fueran descubiertos.

Sólo décadas después de aquella barbarie los hechos comenzaron a ser investigados; el 17 de octubre de 2001, el alcalde socialista de París, Bertrand Delanoë, mandó colocar una placa en el puente Saint-Michel que conmemora la masacre; en 2012 el expresidente -también socialista- François Hollande aceptó que lo que el gobierno francés aún negaba había sucedido; en 2021 Emmanuel Macron reconoció aquellos crímenes como «inexcusables»; y finalmente, en marzo de 2024, cuando faltaban sólo cuatro meses para el comienzo de los Juegos, la Asamblea Nacional aceptó pedir disculpas en nombre de todo el país.

La trayectoria del comandante Maurice Papon, que comandó a los asesinos aquel día, es digna de que la recordemos con mayor detalle: dimitió de su cargo en 1967 tras un escándalo provocado por la desaparición de Mehdi Ben Barka, un político marroquí de izquierdas, en el que estuvieron implicados también otros agentes de la policía francesa. Sin embargo, siguió ejerciendo como director de seguridad de la empresa Sud Aviation, que fabricó el avión Concorde, y como diputado gaullista en la Asamblea Nacional. Finalmente, Papon fue juzgado en 1997 después de que el periodismo sacara a la luz su papel en la deportación de judíos franceses durante la ocupación nazi de Francia. Fue condenado a diez años de prisión, pero sólo cumplió tres, porque murió en 2007.

Y si esta retahila de crueldad absoluta nos trae a los latinoamericanos un sabor amargo conocido, se debe a que de la OAS francesa, la Organisation de l’Armée Secrète, aprendieron sus metodos y sus mañas los militares que periódicamente se creen llamados a salvarnos del demonio.

De todos modos, y volviendo a lo nuestro, las rosas tiradas a las aguas del Sena la noche del 26 de julio por la representación argelina fueron otra forma de decir ¡Escucha, blanco!

Fueron otra forma de recordarle a la «civilización occidental» lo que ha hecho -y sigue haciendo- en cada lugar en donde ha podido, con quienes no aceptan de buen grado civilizarse como se les manda. Otra forma de recordar que la memoria tiene sus propios tiempos y que los agravios y las injusticias, por más que se escondan y se oculten, no se olvidan.

Un psiquiatra recorre las calles de Paris nuevamente

Frantz Fanon, el psiquiatra, filósofo y ensayista nacido en Martinica pero que en la década de los ’50 y ’60 hizo de la causa argelina el centro de su pensamiento y su actividad política, el autor de ¡Escucha, blanco!, Los condenados de la Tierra, y Piel negra, máscaras blancas, ese hombre que tuvo la suerte y la desgracia de asistir en un mismo hospital a los torturados y a los torturadores y así ahondar en los abismos más oscuros de la colonialidad y el desprecio por la vida, debe haber recorrido durante estos días, en calidad de fantasma, las calles de la ciudad en la que Safin Hassan y sus amigas corrían hacia el triunfo.

Sobre él y sobre otra figura esencial del antirracismo del Siglo XX, Aimé Cesaire, volveremos en cuanto nos sea posible.

HORACIO TEJERA
HORACIO TEJERA
Comunicador, activista por los derechos humanos,y el desarrollo sostenible, y diseñador gráfico - Editor de Diálogos.online