La bala que casi desoreja a Donald Trump ungiéndolo como elegido de Dios para salvar a su país de la decadencia, su puño enhiesto y desafiante, la mejilla salpimentada de sangre y trocitos de cartílago, y sus gritos llamando a la batalla, fueron la señal de que America se aproximaba al abismo. .
El cruel contraste entre todo ese despliegue de histrionismo y épica grotesca con los esfuerzos poco conmovedores y finalmente vanos de Joe Biden por evitar que la demencia lo arrastrara hacia la negrura del olvido, no hacían más que confirmarlo.
Uno de los dos ancianos que se disputaban la escena lo hacía transformando su desatino belicista y autoreferencial en política de Estado, pero era evidente que no estaba ya en sus cabales. El otro tampoco está en los suyos, desde siempre. Pero funciona. Y tiene un programa centrado en la venganza y el delirio de que él está aquí, entre nosotros, para hacer que la historia vuelva atrás.
Aquello, como espectáculo, -porque no es otra cosa- no daba más de sí. Y la disparidad de las imágenes y la actuación de ambos tras los 7 disparos que el 13 de julio no dieron en el blanco, no pudo ser más elocuente.
Grandeur y decadencia
Por un lado, se nos presentaba la fiera templanza de un hombre que después de haber sido herido en una oreja y haberse tirado al piso, escondiéndos detrás del atril de inmediato, emergía menos de un minuto después de entre los agentes secretos que lo rodean, con la bandera de las franjas y las estrellas detrás, el puño en alto y gritando tres veces ¡fight!, en lo que recordó de inmediato uno de los íconos bélico-patrióticos mejor logrados de la historia, la foto de los soldados norteamericanos tras la batalla de Iwo Jima, en febrero de 1945.
Aquella batalla y sobre todo aquella fotografía de Joe Rosenthal marcaron el punto de partida de lo que se llamó First American Century. Los 80 años -ya que se trató de una ceenturia corta- en que la prosperidad creciente y el dominio del mundo a toda costa, fueron el norte espiritual de una nación que había creído siempre estar bendecida por Dios.
Para una campaña electoral como la que encara el equipo de Donald Trump, con eje en el Make America Great Again, es decir en la recuperación de la grandeza y el poder perdidos, la similitud entre ambas imágenes era una carta de triunfo casi inapelable.
Porque en oposición a todo ese despliegue de fatuidad y grandeur, en un contraste que estremece, sólo aparecía la imagen de un pobre hombre desnorteado, que en ocasiones no sabe con quién habla, o tropieza hasta con su sombra. Una sombra que sólo parece entusiasmarse y recuperar el sentido cuando habla de sí mismo, o se refiere a las guerras y las matanzas en las que su país y sus aliados se han enredado durante su mandato.
Un hombre que, para colmo, puso en jaque a su propio partido negándose, con la necedad de quien ya no entiende nada, a escuchar las voces que durante las últimas semanas, con creciente angustia, le rogaban que admitiera que sus problemas cognitivos no hacían otra cosa que poner en evidencia la decadencia insostenible de su propia nación.
Los efectos secundarios de una bala
Algún día quedará en claro cuánto de todo lo sucedido el 13 de julio fue real -probablemente casi todo-. Conoceremos qué hechos pudieron haber sido deformados u ocultados -porque eso siempe ocurre-. Y quizás sabremos cuáles eran las intenciones -si eso importara- del joven de 20 años que posiblemente creyó que la vida era un videojuego, y apretó el gatillo.
Pero vale la pena volver a la bala, que es la involuntaria estrella de esta historia.
No está escrito en ningún Manual del Francotirador (si tal cosa existiera), pero la Historia nos lo enseña, que los efectos secundarios de cualquier magnicidio, con independencia de que llegue o no a buen término, van mucho más allá de lo que el asesino o sus eventuales instigadores hubieran imaginado.
El caso paradigmático es el de la muerte del Archiduque Francisco Fernando de Austria, en Sarajevo, el 28 de junio de 1914.
Francisco Fernando había sido, hasta aquel día, un sujeto bastante odioso pero relativamente insignificante en términos históricos. Un bueno para nada, como se dice habitualmente. Sin embargo, el atentado que le costó la vida ocasionó una serie de reacciones en cadena que dieron inicio a la Primera Guerrra Mundial, que finalizó con la muerte de 40.000.000 de personas, entre bajas civiles (las más) y militares (las menos).
Como dato anecdótico vale recordar que en 2014, al cumplirse 100 años de aquel infierno, la comunidad serbia inauguró en Sarajevo un monumento en memoria de Gavrilo Princip, ejecutor principal del atentado. Porque siempre hay múltiples miradas sobre un mismo hecho.
En el caso que nos ocupa, el disparo en cuestión se transformó, contra todo lo que se pudo haber previsto, en un elemento ordenador de la campaña electoral estadounidense. Lo que no implica, por supuesto, que se vaya a ordenar la vida política de los EEUU, porque esa es otra historia y les llevará seguramente más tiempo y merecerá mayores sacrificios.
En ese reordenamiento, Donald Trump, víctima primera del atentado, fue también el primero en mover sus fichas, eligiendo como compañero de fórmula a un hombre joven y ávido de poder, que no estaba entre los mejor ubicados para alcanzar el favor. JD Vance, si bien es senador desde hace dos años, carece de experiencia de gobierno y de raigambre en su partido, pero se muestra deseoso de llevar a nuevos extremos lo que el ex-presidente hizo y deshizo en sus cuatro años de gobierno. Es un desmesurado en todos los sentidos del término.
Por su parte el Partido Demócrata, que llevaba varias semanas enfrentado a la imposibilidad de convencer a Joe Biden de que era ya una carga, se deshizo del peso muerto en menos de una semana anunciándole que si no se iba no habría más dinero para su campaña. Y ese parece haber sido el argumento determinante para que quienes lo sostenían a capa y espada lo dejaran caer.
Ocupa su lugar Kamala Harris, que si bien no era vista con buenos ojos por el staff del renunciante, amenaza ser el mayor peligro al que se deberá enfrentar Donald Trump a partir de ahora. Como ella misma ha dicho, fue fiscal, y algo sabe acerca de cómo tratar a personajes como él.
JD Vance y la Apalachia vengadora
Apenas 24 después del disparo, con su puño en alto viajando a la velocidad de la luz de red en red y de pantalla en pantalla, y cuando todavía la pequeña herida no había cicatrizado, Donald Trump estaba ya tan seguro de sí mismo y de su suerte, que dobló la apuesta, eligiendo como candidato a Vicepresidente a un sujeto que hasta ese momento no estaba en los cálculos realistas de nadie.
De JD Vance será inevitable hablar en próximas ediciones, porque no siempre nos damos de bruces con especímenes de ese tipo y no es sencillo describirlo. Al anunciar su decisión en la Convnción Nacional de su partido, Donald Trump lo definió como un «warrior», pero como ese lugar común quizás no daba la dimensión real de su personalidad, se refirió a él repetidamente como un «handsome son of a bitch».
Por ahora y a cuenta de más, vale recordar que dos días antes de haber sido elegido, dijo que con su nuevo gobierno Inglaterra va camino a ser el primer país islamista que cuenta con arsenal atómico, propuso bombardear los lugares de México donde la DEA presuma que se esconden narcotraficantes -lo que incluye ciudades-, se opuso a la interrupción del embarazo aún en casos de incesto o cuando esté en riesgo la vida de la madre, y coquetea públicamente con la idea de que en los EEUU se sustituya la democracia con una dictadura o una monarquía tecnocrática.
JD Vance, superando a su jefe, escribió su autobiografía antes aún de ser famoso. En Hillbill Elegy, llevada al cine en un film que el crítico de The New Yorker definió como un muestrario de egoísmo y autopromoción barata, y como una «fantasía libertaria» (¿recuerdan a Milei?), Vance se ufana de sus orígenes como un chico pobre, hijo de una madre adicta a los opiáceos y criado por su abuela en la Apalachia de los blancos sin trabajo y sin esperanzas… sólo para explicarnos después que desprecia a quienes son pobres como él fue, por no haber sido capaces de llegar a donde él llegó.
Si Trump parece deseoso de vengarse por haber sido despreciado por el establishment, haber perdido la presidencia hace 4 años, y haber sido perseguido por la justicia, el elegido para sucederlo si algo le pasa -a partir de un nacionalismo católico mezclado con libertarianismo, una lectura milennial de El Señor de los Anillos, y muchos millones de dólares acumulados por él y sus amgos en cortísimo tiempo-, extiende ese deseo a todo aquel que no sea capaz de ascender y brillar.
El regreso del charme y de una incógnita
Decíamos en la primera edición de Diálogos, el 22 de agosto de 2020, cuando se supo que Kamala Harris acompañaría a Joe Biden en su camino hacia la presidencia:
«El problema que enfrentará Kamala Harris si el Partido Demócrata triunfa y ella, como es previsible, resulta ser una co-presidenta en funciones, será que así como a nivel global los 6 meses de pandemia han hecho visibles problemas que solían estar silenciados, los 4 años de “pandemia Trump” dejan un país en el que es inocultable la necesidad de reformas estructurales en las que el Partido Demócrata con seguridad no cree. Y ella tampoco.
Sería verdaderdaderamente frustrante si pasada la primera efervescencia que aportan su color de piel, su solvencia académica, su historia familiar, su charme, y su género, se dijera de ella “All in all you’re just another brick in the wall”.
No fue Kamala una «co-presidenta en funciones» como inocentemente preveíamos, porque no supo, no quiso o no le permitieron hacerse de un papel relevante en ningún terreno. Pero sí resultó ser, como sospechábamos, «another brick in the wall».
Tiene a su favor que no se hizo odiar. Pasó por su función sin que se la notara demasiado. No es progresista pero simula serlo con soltura. Demostró ser todo lo ineficaz que se pueda ser cuando no se tienen responsabilidades de peso -pensemos en la guerra y en el estigma que eso conlleva, por ejemplo-.
Sin desobedecer al aparato de su partido (que jamás lo haría) podría tener una mirada algo diferente a la mirada dura, fría, y carente de empatía del viejo Joe. Y será firme -o eso cabe esperar- con Trump.
Quizás por eso ahora ha bastado con que cayera del escenario el hombre blanco que la usó pero no le dio nunca la oportunidad de sobresalir, para que los demócratas respiraran alviados y se encolumnaran, uno tras otro, detrás suyo… y de su charme. Que lo tiene, sin dudas.
No huele a viejo. Que en estas circunstancias puede ser fundamental.
No hay, por el momento, nadie más.