Bipartidismo al desnudo, «never, never, never», y pérdida de soberanía e identidad

El resultado de las elecciones del 28 de abril en Canadá es inseparable del súbito descubrimiento de su vulnerabilidad como nación, unido al desasosiego de quien ve expuesta ante el público su propia desnudez cuando no lo esperaba. Pero ese «terremoto silencioso» del que ha surgido un gobierno posiblemente breve, abre una nueva interrogante. ¿Está el país preparado para enfrentar con éxito los desafíos que tiene por delante? . La respuesta, podría ser: NO.

 

Fue un proceso electoral salpimentado por circunstancias anormales y de cada una de ellas hemos tratado de ocuparnos en su momento, por lo que sería ocioso y penoso recordarlas todas. Decir Trump, Mar-a-Lago, gobernador, Estado 51, aranceles, o recordar la sonrisa helada de Christya Freeland al momento de entregarle su renuncia a un Justin Trudeau hundido en la anomia, alcanza para recrear el clima de irresponsabilidad, vendetta y zozobra que nos trajo hasta aquí.

Y fue por la incidencia de todas esas circunstancias que las predicciones de las empresas encuestadoras, a finales de enero, dejaron de anunciarnos una fácil y holgada victoria del amenazante Pierre Polievere, y comenzaron a asegurarnos el triunfo contundente de un recién aparecido en el escenenario político, el hasta ayer banquero y hoy Primer Ministro Mark Carney.

Esas predicciones auguraban resultados históricos -en uno u otro sentido-, pero no daban cuenta de la magnitud del cambio que se avecinaba. Una tormenta envuelta en un manto de aparente y peligrosa calma.

Ninguno de los dos contendientes principales alcanzó las mayorías parlamentarias que las encuestas les aseguraron en algún momento, y el proceso ha concluido con un parlamento bastante parecido al de la legislatura anterior: tendremos un gobierno del Partido Liberal en minoría, con un NDP que ha mantenido los escaños necesarios como para habilitarle el ejercicio del poder, lo que sin duda hará.

Viéndolo con la autocomplacencia con la que suele manejarse la prensa canadiense, se podría decir que muy poco ha cambiado. Podemos estar tranquilos.

Sin embargo un análisis más detallado de lo ocurrido muestra que el 28 de abril se produjo un tsunami silencioso en el país. Y eso sí es no solamente histórico, sino que nos coloca en un escenario en el que nada parece ser lo que verdaderamente es.

El Partido Liberal había quedado en marzo bajo el liderazgo de alguien ajeno a la actividad política -lo que no suele ser buen augurio de nada-, que finalmente fue confirmado como Primer Ministro. Pero además las primeras figuras de los dos partidos principales perdieron sus propios escaños, lo que parece ser un signo evidente de poca confianza en ellos, y un llamado a la inoperancia de sus partidos.

Aunque Pierre Poilievre ya se ha asegurado un retorno poco elegante a la actividad parlamentaria, a la oposición conservadora de la «common sense politics» y el antiwokismo como bandera, le llevará quizás meses asumir con responsabilidad que no serán ellos quienes gobiernen. Y la renuncia de Jagmeet Singh ha dejado un NDP demasiado reducido, maltrecho y lamiéndose las heridas como para que les sea posible cumplir con alguna eficacia su rol de sostén/crítico de un gobierno de por sí débil y con un evidente corrimiento hacia la derecha.

Sin embargo, la crisis en los liderazgos partidarios no es el único tema a resolver, porque mientras el nuevo Primer Ministro estrena su mandato tratando con poco éxito de mostrarse firme frente a Donald Trump, detrás suyo no está el Canadá que conocimos, sino un país que, silenciosamente, esta mutando y transformándose en aquello que aparentemente no quiere.

El fin del bipartidismo oculto

Es la primera vez en casi 100 años que tanto los liberales como los conservadores obtienen cada uno más del 40% del voto popular. Regiones tradicionalmente «seguras», como el Atlántico para los liberales o el sur industrial de Ontario para el NDP, estuvieron repentinamente en disputa y se perdieron.

El porcentaje de votos de terceros partidos se desplomó, y esto fue especialmente dramático para el NDP que obtuvo el peor resultado de su historia, con poco más del seis por ciento del voto popular y solo siete escaños, con lo que perdió su estatus oficial como partido por primera vez desde 1993.

Esa catástofe parece haberse debido no solamente al «voto estratégico» que en momentos críticos como éste trasiega votantes de la izquierda hacia el Partido Liberal, sino que en esta oportunidad se puede sospechar que un porcentaje (¿significativo?) de quienes abandonaron (¿circunstancialmente?) al NDP, optó por apoyar al Partido Conservador. Y ese fenómeno -de haberse producido- sí es nuevo. Y es mucho más preocupante.

Se puede decir, y hemos insistido en ello, que la práctica política y sobre todo el diseño de su sistema electoral han hecho de Canadá un bipartidismo oculto, pero el resultado de las elecciones del 28 de abril nos permite ver otra cosa: el bipartidismo parece haberse hecho -al menos por el momento- realidad.

Y hagamos un alto aquí, no para hacer leña del árbol caído, sin para que las desgracias no caigan en saco roto: cuando el Partido Liberal necesitó con desesperación el apoyo del NDP para formar gobierno después del último intento de Trudeau por hacerse de una mayoría propia, los seguidores de Singh pudieron haber colocado sobre la mesa de negociación la necesidad impostergable de la reforma electoral. No lo hicieron y lo pagan ahora. Lo pagan muy caro, pero no lo pagan sólos.

Bipartidismo y pérdida de soberanía

El país que surge de las elecciones del 28 de abril nos muestra entonces un sistema bipartidista que, como veíamos, ha dejado de estar oculto. Y aunque seguramente no es lo que los canadienses querríamos si lo pensáramos dos veces, es el reflejo fiel de una sociedad que no se tomó el trabajo de evitarlo. Porque no tuvo ganas, porque no tuvo fuerzas, o porque el mal ejemplo y esa mezcla tóxica de desinformación y dinero que llegan desde el sur de la frontera, ya han hecho su trabajo.

El bipartidismo, vale no olvidarlo, trae consigo el riesgo de la polarización como herramienta. Implica provincias demasiado teñidas de un color o del otro y por lo tanto desentendimiento y riesgos de fragmentación. Lleva a la esclerosis interna de los partidos y al silenciamiento de las posturas alternativas. Y conduce a situaciones en las que el desencanto, la falta de confianza en el sistema y su correlato, el abstencionismo, corroen a la democracia de modo inevitable.

Pero además, si tanto preocupan los devaneos de Donald Trump con la incorporación de Canadá a la Unión, vale que nos preguntemos si acercarnos políticamente a esa realidad nos aleja del peligro. Si parecernos cada día más a quien nos quiere dentro de su organismo no será sentar las bases para caer con más facilidad en la trampa.

No parece que repetir «never, never, never» como un mantra, alcance. Pero no está claro si Mark Carney podrá ir mucho más allá.

HORACIO TEJERA
HORACIO TEJERA
Comunicador preocupado por los derechos humanos, la justicia social y el desarrollo sostenible. Diseñador gráfico - Editor de Diálogos.online