La vida no es más que una sombra errante, un miserable actor
que se vanagloria durante su aparición en escena,
e inmediatamente después desaparece. Es un cuento
narrado por un idiota, lleno de ruido y de furia. Sin significado alguno.
Macbeth, Escena 5ª – 5º Acto .
La estupidez, la locura y la guerra
¡Alejen de mi esta horrible mancha» ruega Lady Macbeth, al inicio del 5º Acto, caminando sonámbula y asqueada de sí misma, sin que nadie se atreva a despertarla.
«Pero, ¿por qué no quedan limpias nunca mis manos? (…) Todavía siento el olor de la sangre. Todos los aromas de Oriente no bastarían a quitar de esta pequeña mano mía el olor de la sangre», se lamenta, rodeada por sus damas de compañía, que la miran con horror.
Mientras tanto, envalentonado por las engañosas profecías de las brujas y cegado por su ambición de poder, Macbeth se prepara para librar su última batalla, y cuando sus sirvientes le advierten que los gritos que llegan desde el interior del castillo anuncian la muerte de su esposa, sin el menor asomo de pesadumbre, se pregunta por el sentido de la vida y se responde: «It is a tale, told by an idiot, full of sound and fury, signifying nothing».
No sabemos si aquel hombre piensa eso de su propia vida, pero podríamos jurar que para él, las vidas de todos quienes lo rodean, incluyendo la de Lady Macbeth, ya no significan nada, y poco después llega el desenlace. El destino anunciado por las brujas cierra sobre Macbeth y su ambición de dominio, la red inevitable.
Se ha dicho que después de la Orestíada de Esquilo, «la poesía trágica no había producido nada más grandioso ni más terrible» que Macbeth, y quizás sea cierto.
Sin embargo, lo que nos importa acá es destacar la carencia de escrúpulos y la falta de sentido como acompañantes inseparables de la ambición, el poder y la guerra. Y nos importa también retomar esas palabras «el ruido y la furia», que han hecho, desde que Shakespeare estrenara su obra en 1605, un largo recorrido hacia nosotros.
La decadencia y la falta de sentido
The sound and the fury, fue en 1929 la imagen potentísima con la que William Faulkner tituló una novela con la que revolucionó la narrativa de lengua inglesa. En ella se nos sumerge en la decadencia, la ambición, y las miserias de una familia del Sur de los EEUU, y el relato se estructura a partir de lo que alcanza a percibir y entender Benjy, uno de los hijos de la pareja principal, que debido a su retraso mental, es el único capaz de tener una mirada alejada, que sólo registra acontecimientos, sin intentar ni poder darle a nada ninguna explicación; ninguna excusa.
Benjy, a diferencia de sus hermanos que sí entienden lo que sucede y sí tienen voluntad propia es, como en el monólogo de Macbeth, el idiota que narra, con palabras que no son más que ruido y furia, una historia de decadencia inevitable, ruindad y abandono. Sin sentido alguno.
Hoy, frente al espectáculo de una America debilitada y decadente, resuelta a malgastar todas sus pulsiones en el deseo de volver atrás en el tiempo y recuperar el dominio perdido, y ante el sinsentido de los balbuceos de un hombre para quien los ruidos y la furia de la guerra que pelean otros parecen ser lo único que importa en el poco de vida que le queda, es inevitable que nos venga a la memoria aquello de «una sombra errante, un miserable actor, que se vanagloria durante su aparición en escena, e inmediatamente después desaparece».
El ruido y la furia, dos malos actores que se suceden para intentar dominar al mundo a su manera, y un guión sin demasiado sentido ocupan, ahora sí, todo el escenario.
Biden, Trump, y los misiles de la discordia
Si alguno de nosotros pensó que en el intervalo entre el triunfo de Donald Trump y el momento en que Joe Biden deba entregarle el mando, el ruido y la furia, la demencia y la soberbia, se tomarían un descanso, la esperanza fue vana.
El presidente saliente, internado en su nube y llevado de aquí para allá, trastabillando y sonriendo a la nada, anunció en el Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico celebrado en Perú que «permitirá» a Ucrania la utilización de misiles de largo alcance ATACMS, capaces de alcanzar el interior de Rusia, con el objetivo, al parecer, de demorar su avance en la línea del frente. Como si eso no bastara, tres días después lo confirmó en la Cumbre del G20 en Río de Janeiro. Y habían transcurrido sólo 24 horas cuando Volodimir Zelensky reveló en Bruselas que el estropicio ya había comenzado.
Apenas una semana antes Rusia había redefinido su nueva estrategia para el uso de su arsenal nuclear y a esta altura de los acontecimientos no puede sorprender que el nuevo escenario planteado por la decisión de la administración Biden coincidiera punto por punto con esa nueva estrategia. Pero la velocidad a la que se toman decisiones poco prudentes igualmente asombra.
Alguien podrá pensar que el objetivo real de tanta temeridad no es provocar un holocausto nuclear que haga en pocos días el planeta inhabitable. Que la Adminstración saliente sólo busca que el conflicto escale apenas un poco para dificultar que en enero la Administración entrante pueda alcanzar con Vladimir Putin algún tipo de acuerdo poco conveniente, pero ¿quién podría jurar que están todos en su sano juicio?
Mientras en esos pasos andaba el insensato que se va, el entrante, que prometía que gracias a él se alcanzaría un acuerdo de paz en 24 horas, se envuelve en un silencio impenetrable.
Quizás simplemente no sabe qué decir. Quizás esté demasiado ocupado en elegir a los integrantes del elenco que lo compañará en la nueva etapa del desastre. Sea como sea, todo parece indicar la existencia de un acuerdo beneficioso para ambos. Un quid pro quo que le dará tiempo, y con el tiempo, alguna ventaja.
Quizás confía en que si la extrema torpeza de Joe Biden lleva ahora la guerra a un límite intolerable, él tendrá en enero frente a si a una Rusia ansiosa por permitir que sea él quien fije el precio. Porque la paz lo tendrá, por supuesto. Y llegado ese momento Ucrania deberá pagarlo con todo lo que aún le quede (territorio, recursos, soberanía y quizás gente).
Mientras uno se retira balbuceando, envuelto en rayos y centellas, y el otro acecha en bambalinas con prudencia, Francia y el Reino Unido, las dos potencias nucleares de Europa, suman sus propios misiles de largo alcance (Storm Shadow y SCALP) al arsenal de la discorrdia. Se acerca el invierno y no hay más tiempo que perder.
Starmer y Macron quizás calculan que si juegan bien sus fichas, cuando Donald Trump decida que no seguirá gastando dinero americano en una guerra europea, serán ellos quienes manejen el negocio. Si Polonia ya aumentó del 2 al 4% de su PBI su gasto militar, ¿qué les podría impedir a ellos vaciar las arcas de sus respectivos Estados para hacer lo mismo?
Nunca hubo un momento como éste en la historia moderna. Un momento en el que los gobiernos hagan y deshagan sin que haya oposiciones dignas o pueblos enfurecidos que lo impidan. Y no sería de hombres inteligentes no aprovecharlo.
Para dudas basta con las de Scholz, que dejó que le volaran dos gasoductos y aún así sólo gobernará hasta febrero. Para remilgos sobran los de Justin Trudeau, que al parecer ya no profesa por Ucrania el amor incondicional que le había jurado, y que quizás haya decidio pasar sus últimos meses de gobierno incordiando a Claudia Sheimbaum porque México ha sacado demasiado provecho de lo que Canadá imaginó que sería sólo suyo.
La avellana inesperada y la piel de gallina
Si los misiles de la OTAN con nomencaltura sombría e intimidante (StormShadow o Dark Eagle, por ejemplo) acapararon los titulares desde que Joe Biden anunció que les daba rienda suelta, la aparición en escena de Oreshnik (Avellana), el nuevo misil balístico de alcance intermedio hipersónico que Rusia dejó caer el 20 de noviembre sobre una instalación militar en las cercanías de Dnipro, Ucrania, no pudo causar mayor sorpresa.
No sólo por su nombre, Avellana, que recuerda las flores o los frutos del bosque con los que los soviéticos bautizaban a los suyos, sino porque no estaba muy claro si en realidad algo así ya existía.
No es Diálogos un buen lugar para adentrarnos en las especificidades técnicas de un misil balístico (nos enamoran otros temas), pero su alcance, de más de 5000 kilómetros, su velocidad, que supera en 10 veces la velocidad del sonido, el tipo de trayectoria que sigue a partir de su lanzamiento, que lo vuelve imposible de ser interceptado, y su capacidad para transportar hasta 6 ojivas nucleares, consiguió que saltaran en Occidente todas las alarmas.
Para todos se hizo evidente que Rusia pudo haber alcanzado su objetivo en Dnipro utilizando misiles convencionales. No quedó nadie sin entender que si se empleó esa Avellana, y si 45 minutos antes se le avisó a los EEUU que sería lanzada, fue con la intención expresa de que se conociera su existencia. Y que se supiera que no hay ninguna capital europea que no pueda ser alcanzada en un lapso que va desde unos 3 minutos si se trata de Varsovia hasta aproximadamente 12 minutos si se tratara de Paris o Londres.
Y este es el momento en que, si no nos sucedió antes, se nos debería poner la piel de gallina.
Dr. Strangelove or: How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb
Stanley Kubrick la dirigió en 1964 pero desechó el color y eligió filmarla en blanco y negro para resaltar lo sombrío del mensaje que trasmite. Peter Sellers interpretó en ella 3 papeles diferentes. Fue nominada a varios Oscars pero no obtuvo ninguno. Es de un humor ácido apabullante. Termina mal.
Quienes la vimos en algún país de habla hispana la recordamos como Dr. Insólito. Verla hoy depara algunas sorpresas porque 60 años no han pasado sobre nosotros en vano y las computadoras, los aviones y los roles de género han cambiado mucho desde entonces.
Pero la actualidad que tienen la trama, la sensación de que hoy sería imposible filmarla, los diálogos, el fanatismo hueco y canalla de algunos de los personajes que se empeñan en desatar una guerra nuclear en contra de la URSS, o no se atreven a detenerla cuando ya está en marcha, la obediencia ciega de los que siguen órdenes de idiotas, la vacuidad de los planes para sobrevivir bajo tierra con 10 mujeres por cada hombre los 100 años que la radición seguirá emponzoñando el planeta, la influencia del nazifascismo en los EEUU veinte años después de su derrota, y sobre todo la falta de sentido y la inevitablidad del desenlace, hacen que esta comedia, precisamente por serlo, sea imprescindible para entender que la gente en cuyas manos estamos, no necesariamente está cuerda.
En el film, un general -tan fanatizado y tan obnubilado por el ruido y la furia como todo el resto- pierde el juicio y decide que es el momento de atacar a los comunistas para defender America. Y entre ese momento y el fin del mundo tal como lo conocemos, pasan apenas unas pocas horas en las que unas decisiones absurdas y malévolas van dando paso, casi con naturalidad, a otras peores.
Como en Macbeth, la irracionalidad y la soberbia triunfan. Como en The Sound and the Fury, sólo un idiota sería capaz de darle las palabras precisas a tanto sinsentido. En nuestra realidad, vale tenerlo en cuenta, podría estar sucediendo lo mismo.