Es octubre. Y los personajes de esta crónica son la primera presidenta mujer de México -y de Norteamérica-, la doctora Claudia Sheinbaum, elegida recientemente con una votación del 58%, y Felipe VI, un rey de España tan ajeno a la realidad contemporánea, que a pesar de sus 54 años, mantiene el look de un príncipe. .
Es octubre. Y que hayamos elegido realizar un repaso de este tema aparentemente menor (en especial si uno lo compara con el marasmo geopolítico que conmueve al mundo), no es ajeno a que octubre sea en Canadá el «Mes de la herencia hispano-latinoamericana«.
Ya hemos dicho en oportunidades anteriores qué opinión nos merece la elección de esa fecha tan ligada a la conquista y a la colonización, y no vale la pena repetirlo. Pero hay en el trasfondo del desencuentro diplomático entre México y España ocurrido hace pocos días algo tan íntimamente ligado a nuestra identidades y a nuestras historias, que hubiera sido una equivocación no darle la entidad debida.
Nos tomaremos en esta crónica la libertad de decirle príncipe al Rey de España Felipe VI, porque su padre, el Reý emérito Juan Carlos I, que debió abdicar en 2014 perseguido por sus escándalos amorosos y financieros, aún no ha muerto y sigue haciendo de las suyas. Pero además, porque en el episodio que lo ha tenido como protagonista involuntario, Felipe no parece haber tenido el comportamiento que podría esperarse de un soberano. Lo suyo amalgamó una cultura de la negación muy presente en su país y un silencio hosco y resentido, con una serie de desplantes propia de un «joven de buena familia» acostumbrado a eludir responsabilidades.
A la presidenta Claudia Sheinbaum, que tuvo la firme delicadeza de anunciarle al gobierno español que Felipe VI no estaba invitado a las ceremonias que marcarían el inicio de su presidencia, la llamaremos Presidenta Claudia Sheinbaum, con toda la simpatía y la admiración posibles. «Recibió una carta dirigida a él personalmente y nunca la respondió. Eso implica, en términos diplomáticos, un desdén poco frecuente, y no nos sentiremos cómodos en su presencia», dicen que dijo.
Pero volvamos a nuestra crónica…
Todo comienza en junio de 2019, con una carta que cruza el Atlántico en dirección a España.
El 21 de abril de ese año se habían cumplido 500 años de la tercera expedición española a la Tierra Firme, capitaneada por Hernán Cortés, que habiendo zarpado de Cuba atracó frente a la costa de Chalchicueyecan, en la actual Veracruz. Aquel día se iniciaba un proceso político-militar que culminaría trágicamente en junio de 1521 con la caída y destrucción total de Tenochtitlán, y que se continuaría luego con la conquista y colonización del resto de México y de todo el continente.
Para los pueblos originarios de nuestra América, cuya población se redujo en un 80%, y para los más de 10 millones de seres humanos que fueron secuestrados en África para ser esclavizados en las tierras arrebatadas a quienes las habitaban, aquella fue una fecha aciaga, si las hay.
En aquella carta, faltando dos años para que se cumpliera ese aniversario, Andrés Manuel López Obrador, que había comenzado hacía pocos meses su período de seis años como Jefe de Estado, le enviaba a su par español, una propuesta que, a su entender, podría alentar un proceso de reflexión y re-conocimiento mutuo que acercara a las dos naciones y a los dos pueblos.
Es propuesta consistía, en breve síntesis, en establecer una comisión de trabajo bilateral que llevara adelante un proceso de análisis y reflexión para que en 2021, al cumplirse los 500 años de la tragedia de Tenotchitlán y los 200 años de la declaración de la Independencia de México, ambos, y de forma conjunta, en nombre de sus dos países- le pidieran disculpas a los pueblos originarios y a la población de origen africano de toda la región, por los sufirimientos padecidos. Durante los 300 años del período colonial y durante los 200 años de México como país independiente.
La propuesta pudo haber sido ingenua. Y viendo el resultado obtenido por López Obrador con la misma, en realidad lo fue. Y quizás haya sido demasiado honesta o demasiado franca, dos características infrecuentes cuando de diplomacia se trata. Lo cierto es que no tuvo respuesta. Y tampoco hubo respuesta cuando fue reiterada tras la pandemia.
(Se puede leer la carta completa aquí.)
El escaso atractivo de la reparación
Cuando se inicia un proceso de reparación, sea a nivel individual, sea a nivel colectivo, los pedidos de disculpas son imprescindibles, porque sin arrepentimiento es muy difícil que existan reflexión reparadora y encuentro.
Fuimos testigos de un pedido de disculpas en muchos aspectos ejemplar cuando el Papa Francisco visitó Canadá para pedir perdón a los pueblos originarios por los maltratos sufridos por sus niños, internados por el Estado a la fuerza en instituciones administradas por diferentes iglesias, entre ellas la católica.
En este caso, el error de López Obrador pudo haber consistido en imaginar que el destinatario de su carta, el príncipe Felipe VI, estaría interesado en algo parecido a un «proceso de reparación», o que entraría en su cabeza algo semejante a la posibilidad de pedir disculpas. No puede haber diálogo cuando el interlocutor no es capaz de entender las razones del otro ni le da ninguna importancia a la posibilidad de que las tenga.
Que el 11 de octubre, y sin referirse al desencuentro diplomático provocado días antes por su silencio, Felipe haya dicho que su país «estaba orgulloso del legado histórico y cultural que ha construido no sólo para si mismo sino también como gran aportación al mundo», deja en evidencia la visión escolar que el príncipe tiene de la historia.
Y no hay que olvidarlo… Es un Borbón. La sociedad española en 1978 decidió -vaya a saber Dios por qué- dejarlos permanecer en el trono y lavarles la cara para que lucieran amables, pero son lo que siempre fueron. No tienen ningún interes en mirar hacia atrás, en donde con demasiada frecuencia se los puede encontrar en papeles de tránsfugas o de villanos.
En el momento en que aquella carta llegó a España, Felipe VI, la Casa Real y/o el Partido Socialista Obrero Español -que acababa de recuperar el gobierno-, decidieron que debía permanecer guardada en un cajón y sin repuesta, aunque sin embargo filtraron a la prensa algunos párrafos escogidos para que un periodismo que sólo se ocupa del pasado cuando de ensalzar a la corona se trata, se dedicaran por algunos meses a tratar de ridiculizar la propuesta y a su autor, de todas las formas imaginables.
Felipe y la Historia
Hubo en 2019, hubo en 2021 y hay ahora, porque el tema volvió a tomar estado público, voces que aducen, quizás con buena intención, que los horrores de la colonización y la conquista no deben ser juzgados de acuerdo a criterios vigentes hoy pero que no existían cinco siglos atrás.
Suena sensato y de hecho es uno de los argumentos preferidos de quienes sin negar lo sucedido prefieren que no se hable de ello, pero aceptarlo equivale a renunciar a todo juicio o valoración del pasado. Que una práctica, por ejemplo la esclavización de seres humanos, estuviera alguna vez bien considerada y fuera lícita, no la hace menos lamentable. Pero además, López Obrador tuvo el cuidado de mencionar en su carta prácticas habituales durante la conquista y la colonización, que ya estaban consideradas como crímenes en el Siglo XV.
Otro de los argumentos esgrimidos con mayor asiduidad -y que hasta cierto punto se puede compartir- es que sería injusto reclamarle un pedido de disculpas a los españoles de hoy por hechos ocurridos hace 500 años, en los que no han tenido responsablidad alguna.
Pero no es a ellos a quienes Andrés Manuel López Obrador les propuso un acto de contricción. Ni siquiera le envió esa carta a Pedro Sánchez, como Jefe de Gobierno circunstancial. La propuesta se le realizó a un rey (aunque para nuestro gusto siga siendo un príncipe) en su calidad de Jefe de Estado. Porque ese Estado que Felipe VI representa por herencia, es una continuidad directa del Estado responsable de los crímenes cometidos a su amparo, bajo su dirección y en su beneficio.
Como argumenta con claridad el filósofo Santiago Alba Rico en una extensa nota aparecida en el portal Público, Quién tiene que pedir disculpas:
«No tengo por qué pedir perdón, lo he dicho, por los delitos de mis padres ni tampoco por qué vanagloriarme de sus triunfos.
Ahora bien, el caso de los reyes es diferente. Un Rey ha recibido el poder de la historia misma (…) y por lo tanto, al igual que el Papa, solo existe en calidad de miembro de una comunidad simbólica de la que es una mera manifestación provisional. El Rey, porque es un símbolo heredado y no una persona viva, representa de manera inmediata, y hereda sin residuos, todos los actos, buenos y malos, de sus antepasados. Es la historia completa de su dinastía; es directamente Historia.
Creo que el papa Francisco entendió muy bien el carácter de la Iglesia cuando pidió disculpas por acciones ocurridas hace siglos y en las que no estuvo personalmente involucrado. Creo que el rey Felipe VI, en cambio, demuestra no entender la naturaleza del poder monárquico cuando descarta pedir disculpas por las tropelías de la conquista de América: pretende ser un individuo, sin vínculos con el pasado de los Borbones y los Austria, cuando en realidad no posee ninguna existencia, en términos institucionales, fuera de los dos linajes de los que es descendiente.»
Claudia y los dos desencuentros
Felipe está aquejado por una ceguera que no se le puede adjudicar únicamente a él. Su silencio obcecado y desdeñoso refleja seguramente a un sector importante de la sociedad española (a derecha e izquierda) que quiere seguir creyendo en los cuentos de hadas de la reina que vendió sus joyas para posibilitar que Colón «descubriera y civilizara» un mundo nuevo.
E incluso podemos decir que representa también la visión de algunos sectores de la sociedades americanas que quisieran volver a transformar nuestra historia en una fábula escolar. Un buen ejemplo de ello es este video que el actual gobierno argentino divulgó en celebración de un «día de la Raza» que oficialmente ya no existía en su país.
Pero aún considerando que Felipe no está solo en ese intento de perpetuar una visión de nuestro pasado que nada tiene que ver con la realidad, perdió la oportunidad de su vida. Pudo haber protagonizado un encuentro memorable, pero debe haber imaginado que su grandeza se afirmaba desdeñando lo que se le ofrecía.
Era la oportunidad invalorable de sentar las bases emocionales de una nueva identidad común enttre España y América, que le llegaba ofrecida -generosamente- por el gobernante del país que hoy tiene la mayor población hispanohablante del mundo, y es además la segunda economía de América Latina. Mayor, por cierto, que la española.
Esa oportunidad la desperdició él y la perdimos todos. Seguramente si España fuera una república, este desencuentro no hubiera sido posible o sería mucho más fácil de reparar.
El otro desencuentro, el personal entre la Presidenta de México y el príncipe, afortunadamente, es menor.
Cuando Felipe se permitió la grosería de ser el único invitado a la ceremonia de investidura de Gustavo Petro que no se puso de pie al paso de la espada de Simón Bolívar, ya había mostrado su madera, y cuando Gabriel Boric tuvo que aplazar la suya por casi una hora porque el invitado real estaba retrasado, el resto de los asistentes simplemente se lo tomó a broma.
España deberá replantearse si sigue teniendo sentido enviar a su prícipe a cumplir tareas protocolares cuando, fiel a su estirpe, se empeña en cumplirlas tan mal.