Comienza un nuevo año y la Historia ha decidido correr, desbocada, no sabemos hacia dónde. De no ser por eso, podríamos haber despedido a Justin Trudeau como se estila, haciendo un repaso pormenorizado de estos nueve años en los que su buena estrella se fue apagando sin remedio. Sin embargo, haremos algo diferente. Enfrentarlo a su némesis en el momento preciso en que comenzó a caer. .
Parece que fue ayer
Un repaso de la gestión del Primer Ministro -que ha renunciado demasiado tarde y precisamente cuando no debía-, pudo haber comenzado recordando aquellos felices días de finales de 2015, cuando la confianza de quien se sabe tocado por la vara mágica de la fortuna, llevó a Justin Trudeau a desarrollar conductas que lindaban con lo frívolo o lo impertinente.
Mostrarle al mundo, en cada ocasión en que le era posible, el diseño colorido y un poco infantil de sus calcetines, en lo que el NYT llamó, con un dejo de impaciencia, Sock Diplomacy, es apenas un ejemplo. El escándalo conocido como Aga Khan affair fue otro. Que el gobierno subvencionara con millones de dólares al dueño de una fortuna inestimable para que éste luego le hiciera regalos caros al Primer Ministro, no parecía algo propio de un país decente, pero cosas peores se han visto.
Aquellos tiempos eran a nivel global, aunque no lo supiéramos, el fin de una era. Y cierta liviandad cool y autocomplaciente parecía justificada. Pensemos, por ejemplo, en Obama, y lo que por entonces parecía representar. Recordemos lo que por aquellos años eran las casi festivas reuniones del G7 en las que se repartían sanciones y premios en nombre de la rule of law.
Hace diez años todo parecía más fácil. Occidente y sus valores eran conceptos tangibles. Y en Canadá, después de los años plomizos de Stephen Harper, aquellos sunny ways sumados al desenfado un poco irresponsable del joven Trudeau, coincidían -o parecían coincidir- con lo que el público necesitaba.
No todo fueron rosas en aquellos primeros años de gobierno, pero nada anticipaba un mal paso. El Primer Ministro comenzaba a evidenciar una molesta propensión a posponer o directamente no cumplir con lo prometido (el caso de la reforma del sistema electoral fue en este sentido paradigmático) pero nada parecía demasiado apremiante.
Faltaba menos de un año para que en septiembre de 2019 se celebraran nuevas elecciones, las encuestas preveían un nuevo triunfo del Partido Liberal, y todo aparentaba estar bajo control, cuando súbitamente algo se sacudió y salió a luz lo que hasta ese momento permanecía oculto.
Y en aquel momento -como hoy- fue precisamente una mujer la que pegó el portazo.
Un escándalo y sus consecuencias
Cuando el 6 de enero, desde la puerta de Rideau Cottage, Justin Trudeau anunciaba con rostro compungido su decisión de hacerse a un lado, la imagen espectral y casi feroz de Christya Freeland, que con su propia renuncia anticipó y forzó la suya, parecía estar presente. Era imposible no sentirla.
Pero seguramente también haya pasado por la mente del renunciante otra mujer: Jody Wilson-Raybould, conocida también como Puglass, que en la lengua Kwak’wala de la nación We Wai Kai significa «mujer nacida de gente noble».
Jody Wilson (vale recordarla) es licenciada en Ciencias Políticas y abogada. Había sido elegida como Regional Chief de la Assembly of First Nations de la Columbia Británica en 2009, había redactado una nueva guía para la gobernanza de los pueblos indígenas de Canadá «Navigating Our Way Beyond the Post-Colonial Door», había sido elegida como Miembro del Parlamento en 2015, y fue desde ese momento y hasta 2019 Ministra de Justicia y Fiscal General de la nación.
Era la tercera mujer y la primera indígena en ocupar ese cargo. Y una de las figuras que le dieron a Justin Trudeau y a su primer gobierno la confiabilidad, la solvencia y el brillo que naturalmente les faltaba.
How Justin Trudeau lost his grip se preguntaba el portal Politico en el pasado mes de octubre, cuando la popularidad de Justin Trudeau había descendido 20 puntos por debajo de los que había alcanzado durante aquel primer año de su mandato, y se respondía:
«The anatomy of Trudeau’s slide actually begins in 2019 when Canada’s first Indigenous justice minister quit Cabinet over the ethics scandal now known as the SNC-Lavalin Affair. Jody Wilson-Raybould revealed that she felt pressured by Trudeau’s inner circle to go easy on a criminal case involving a Quebec-based engineering company».
La anterior es una síntesis aséptica de lo sucedido y nos exime de recordar detalles escabrosos.
Inmediatamente después de la inesperada degradación de la Ministra de Justicia a un cargo de menor relevancia, comenzaron a hacerse públicas, tras una investigación del Globe and Mail, las presiones que Jody Wilson había debido soportar para que no se investigara un caso de corrupción de proporciones bíblicas.
Ya no se trataba de un escandalete de principiantes, como el protagonizado por el propio Trudeau con su amigo el Aga Khan dos años antes, o como el que lo involucraría él -y a su familia- algunos meses después, ¡en plena pandemia!, cuando salio a luz el manejo turbio del dinero público a través de la organización «benéfica» WE Charity.
Lo de SNC-Lavalin fue diferente. Por la cuantía de los intereses en juego (que provocaron la salida de otra mujer importante en el gabinete, Jane Philpot, Presidenta del Treasury Board, que renunció en solidaridad con la ex-Ministra de Justicia y avergonzada por lo que todo aquello implicaba para el prestigio internacional del país) pero sobre todo porque desnudaba los abusos más miserables del Poder.
Jody Wilson consignó meses después, en su libro ‘Indian’ in the Cabinet: Speaking Truth to Power, que se le había advertido que toda la nueva legislación en materia de derechos indígenas y reconciliación que estaba en proceso, jamás obtendría aprobación parlamentaria si ella no accedía a cerrar las investigaciones que había ordenado. Y que si no aceptaba lo que se le exigía debería abandonar su cargo sin decir una palabra.
Por último, tras su renuncia se la expulsó de su partido y se la sometió a una campaña de desprestigio misógina y racista que no hizo más que aumentar el malestar de una ciudadanía que comenzaba a sentirse harta de todo aquello.
Desde entonces a hoy
En las elecciones de septiembre de 2019 Justin Trudeauo otuvo sólo el 33% de los votos y perdió la mayoría parlamentaria. Atravesó con altibajos la pandemia, intentó recuperar la mayoría llamando a elecciones anticipadas en 2021 sin el éxito que sus asesores le habían prometido, y se avino a formar un gobierno de coalición con el NDP que le dio el aire necesario para mantenerse en el poder llevando adelante algunas políticas progresistas a las que antes se había negado.
Se podría decir que el suyo no fue (en lo interno) un mal gobierno. Sin embargo, después de aquel escándalo (con las dosis de prepotencia y traición que le aportaron un oprobio adicional), nada fue igual.
Para los suyos fue una decepción. Para la izquierda dejó de ser un aliado confiable. Y la ultraderecha, como es sabido, no perdona.
Si el Primer Ministro en algún momento pensó que sus pujos belicistas, sus continuadas visitas a un país condenado por otros como él a la ruina, su «unwavering support for Ukraine for as long as it takes», o su aquisencia a todo lo que se le dictara desde el lado sur de la frontera le haría recuperar de algún modo el aura perdida, se equivocó. Quienes apostaron a esa carta (Joe Biden, Emanuel Macrón, Olaf Scholz, Boris Johnson -como Liz Truss, Rishi Sunak o Keir Starmer- perdieron.
Y desde el sur de la frontera ya no le llega el dictado de lo que debe hacer, sino sólo amenazas, burlas y desprecio. El trumpismo 2.0 ni lo quiere donde está, ni lo respeta.
Que su última aparición escénica en política internacional haya sido la vergonzosa cena en Mar-a-Lago lo dice todo. Para alguien tan obsesionado como él con su propia imagen, haber ido como un cordero a que se lo destratara en la boca del lobo, fue el peor de los finales posibles.
Némesis y la soberbia en su lugar
Para los antiguos griegos, Némesis era la diosa de la justicia retributiva, parida por la Noche para ser el azote de los mortales. Una deidad de la venganza por las infidelidades y los engaños.
Tenía el encargo de que a los soberbios se los retornara a su lugar, y su nombre ha venido a ser, con el paso de los siglos, la representación de alguien a quien hemos traicionado pero del que no nos libraremos nunca.
Más que la renuncia de Chrystia Freeland, que jugó junto al casi-ex-primer Ministro el papel de walkiria nórdica y guerrera -y que seguramente siempre aspiró a apuñalarlo por la espalda y a sucederlo,- la némesis de Justin Trudeau, la que lo trajo de la mano hacia el bochorno de no saber cuál será en adelante su lugar en el mundo, fue Jody Wilson-Raybould.
Aquella «indian in the cabinet«, que firmó Puglass su carta de renuncia -una carta breve, tajante, en la que ni siquiera se dignó mencionarlo-, le había clavado a Justin Trudeau una estocada de la cual no se ha podido recuperar nunca.