En algún momento de la noche, cerca ya de la madrugada, los astros se alinearon. Una endiablada aritmética electoral arrojaba un resultado idéntico pero muy distinto al anunciado pocas horas antes. Un triunfo que por la noche había sido claro y previsible pero al mismo tiempo lucía decepcionante y entristecedor, comenzaba a mostrarse, a la luz del día, con un brillo inesperado. .
Había quienes desayunaban meneando la cabeza con incredulidad; otros salían a la calle sonriendo aunque todavía no del todo convencidos de que aquello fuera cierto. En los medios de comunicación, periodistas todavía faltos de sueño consultaban a expertos y analistas para saborear las novedades, entender qué había sucedido y no perder detalle de las reacciones de unos y otros ante la sorpresa… Pero a mediodía ya no cabían dudas. Lo habíamos hecho otra vez.
Lo sucedido en las elecciones de primera vuelta en Uruguay el 27 de octubre (soleadas, calmas, desapasionadas y sin incidentes) es difícil de explicar para quien no esté familiarizado con las complejidades de la política de este pequeño país de poco más de 3.4 millones de habitantes, que año tras año aparece en el Índice de Desarrollo Democrático de The Economist (sesgado como es), como la única Democracia Plena de América del Sur -una de las tres del hemisferio, junto a Australia y Nueva Zelanda-.
Es difícil de explicar y no lo haremos, pero tratemos de observar, a vuelo de pájaro, lo que sucedió esa noche después de conocidos los primeros resultados, que la derecha quiso interpretar como un triunfo y que la izquierda pecibió, erróneamentee, como una casi-derrota.
La arquitectura y el equilibrio
Con un 44% del total de votos emitidos en la primera vuelta de las elecciones celebradas el pasado domingo, el bloque de izquierda y centro-izquierda de Uruguay, el Frente Amplio -la fuerza más votada del país a lo largo de los últimos 25 años-, había aumentado su caudal de votos significativaamente respecto a las elecciones de 2019, había triunfado en 12 de las 19 circunscripciones electorales, se aseguraba una mayoría propia en el Senado, y quedaba a sólo dos escaños de la mayoría absoluta en la Cámara de Diputados.
Los 5 partidos que conforman la coalición de derecha y centro-derecha, mientras tanto, sumaron 47%, pero esos 3 puntos de ventaja obtenidos en la primera vuelta, no le fueron suficientes para tener una mayoría propia en ninguna de las dos cámaras del Parlamento, lo que conlleva una doble desventaja que sólo se pudo percibir con claridad a medida que transcurrían las primeras horas de la mañana de ese esperanzador «día después».
En primer lugar, debido a una arquitectura electoral y a una cultura política que tiende a privilegiar los equilibrios, y dados los antecedentes de todas las elecciones anteriores, a la derecha le será más difícil llegar al 50% de los voto en el balotage previsto para el 24 de noviembre, que a la izquierda.
En ese universo de casi 9% de votantes que se volcaron hacia diferentes opciones, podría haber -y habitualmente la hay-, más cercanía emocional con unos que con otros. Para «pescar en esa pecera» como se dice habitualmentee, el Frente Amplio tiene una propuesta electoral más adecuada y herramientas movilizadoras más importantes. Se trata de un electorado muy heterogéneo, con un desencanto pronunciado con el sistema político en su conjunto, pero que tiene mayores coincidencias con lo que podríamos definir como una «sensibilidad contestataria» propia de las izquierdas.
Pero en segundo lugar, si bien el sistema político uruguayo es presidencialista, como todos los de la región, el Poder Ejecutivo no concentra facultades que le permitan aprobar leyes o administrar las instituciones públicas sin contar con mayorías parlamentarias estables y sólidas, por lo que, aún en el caso de resultar triunfadora, la coalición que agrupa a la derecha no podría gobernar sin alcanzar acuerdos programáticos significativos con el Frente Amplio. No estarán solos ni harán lo que les plazca.
Ese es el panorama hoy, faltando apenas 3 semanas para que el enigma se resuelva y mientras esperamos quizás sea interesante hacer foco en un aspecto quizás menor de lo sucedido aquella noche, mientras los unos festejaban -sin demasiada euforia ni convencimiento- y los otros apenas contenían la emoción, la desilusión y el llanto.
Un escudo con balanzas, bueyes y caballos
El escenario, enorme, ha estado vacío durante horas, pero varios miles de adherentes al Frente Amplio se agolpan a su alrededor desde las 6 de la tarde, y otros miles, en especial mujeres o parejas jóvenes que llegan desde la Ciudad Vieja con sus niños, se han ido sumando a medida que cae la noche y se van conociendo los primeros resultados. «Ganaron ellos», se dicen entre si los y las que esperan, con tristeza, mientras el viento ya frío que llega desde el mar agita las banderas.
A las 11 de la noche, finalmente, cuando se han escrutado más del 95% de las mesas de votación y el resultado es irreversible, Yamandú Orsi y Carolina Cosse, candidatos a la Presidencia y la Vicepresidencia por el Frente Amplio suben al escenario para admitir lo que ya todos saben. Con una votación del 44% -y con una diferencia de 18 puntos respecto al partido ubicado en segundo lugar- el esfuerzo desplegado no fue suficiente y todas las ilusiones puestas en un regreso de la izquierda al gobierno, parecen haber sido vanas.
Es entonces, después de algunas palabras necesariamente esperanzadoras -porque es lo único que se podría hacer en un momento como ese, delante de un público como aquel,- que Yamandú Orsi, un ex-profesor de historia, comienza a realizar una descripción… ¡del escudo patrio!
Quien esto escribe observa la escena por televisión, se sirve otra copa de vino y no entiende. Espera otra cosa. Espera política y pasión y convencimiento. Espera palabras encendidas.
Aquello, le parece, es como volver a la escuela y escuchar a una maestra de guardapovo blanco repetir lo que ella misma ya le ha dicho acerca de ese mismo escudo a decenas de generaciones anteriores: lo que significa el caballo, lo que significan el buey, la balanza, el cerro, el mar, el sol, los laureles, el olivo.
Pero finalmente comienza a comprender que lo que aquel hombre está diciéndole a aquella gente desilusionada pero firme que lo escucha mientras en el resto de la ciudad cunde el desánimo, es que el escudo para defender la democracia, el trabajo, la libertad, la justicia, la independencia, la igualdad, el amanecer siempre, la paz y la victoria: «son ustedes».
Somos nosotros (y son ellos)
Debajo de la calma de un proceso electoral del que se puede decir que ha sido ejemplar, en un país en el que a nadie se le pasa por la cabeza la posibilidad de un fraude, con un sistema de representación proporcional casi perfecto, donde llaman la atención el grado de concordia y amigabilidad que existe entre partidos políticos que a pesar de estar ubicados a ambos lados del espectro, parecen decir y querer casi lo mismo (con todo lo malo y lo bueno que queramos ver en esas extrañas coincidencias), late con seguridad -por ahora silenciosamente- algo muy similar a lo que se agita en todas partes.
Vive el mundo una democracia a la defensiva. Por eso nos preguntábamos en una nota anterior acerca de los peligros que enfrenta la democracia: «¿Qué quedará de todo este edificio que pensamos nos cobija, cuando los cimientos, ya resquebrajados, cedan?»
No pasa en el Uruguay lo que pasa en la Argentina: los outsiders que llegan para liberar al pueblo de la casta y atarlo a la insolaridad y la miseria, todavía no han podido hacer pie. El país está lejos de dar un espectáculo como el que este 5 de noviembre veremos cuando en EEUU más de ciento cincuenta millones de personas elijan alegremente entre lo malo y lo peor. No sucede, como en Canadá, que con poco más del 30% de la mitad de los habilitados para ejercer el voto, se pueda tener un parlamento con mayorías absolutas. Nadie tendrá que pedirle a quien se declare ganador que exhiba las actas que acrediten su triunfo. No habrá un Emmanuel Macron que le entregue las riendas del poder a los que han llegado en el tercer o el cuarto lugar.
Eso está bien. Pero nadie está libre y lo cierto es que en el mundo que nos toca vivir, la existencia misma de ese escudo del que habló Yamandú Orsi la noche en que todavía no sabíamos que el Frente Amplio había quedado a un paso del gobierno, es una precaria garantía, aunque una garantía al fin.
Que exista ese escudo que somos o deberíamos ser nosotros (y que también son ellos, mal que nos pese) es lo único sólido y tangible que nos separa de la decadencia, los autoritarismos, y la desesperanza.