Aquella Argentina que lo confió todo a su destino de potencia cuasi-europea, la que se miró siempre en el espejo de las metrópolis «educadas y prósperas» y se asumió blanca, mejor y diferente, ha decidido hoy condenarse a ser una versión hipertrofiada, «fané y descangayada» de Puerto Rico. ¿A quién habría que culpar? .
En la última edición de Diálogos, hurgando en esa vieja pulsión argentina por ser colonia, y faltando pocas horas para las elecciones de medio término que se celebraron el 26 de octubre, aventurábamos que:
«Otra vez millones de personas de todas los sectores sociales depositarán su confianza en un fantoche insufrible y vociferante que se viste con cuatro camperas y hace photoshopear sus fotografías para parecer un león.
Estarán sus votantes entre el 30% y el 40% del total. No serán tantos como para que Javier Milei desgobierne sólo, que es lo que hasta agosto soñaban él, su equipo y los mercados. Pero serán los suficientes como para que, acompañado por una oposición amigable, religiosamente antiperonista y servicial, sentado en la falda de Tesoro estadounidense y convenientemente medicado, continúe lo que está llamado a hacer.»
Sacrificio y redención
El margen de error que nos concedimos en nuestro augurio, «entre 30 y 40% del total» era grande, pero se justificaba en la incertidumbre generada por los acontecimientos de esos últimos días.
Por un lado, parecía claro que un gobierno que le había hecho sufrir al país dos recesiones en menos de dos años, y que debió ser rescatado dos veces en menos de 6 meses con cifras de endeudamiento poco menos que siderales, no conservaría el apoyo con el que había iniciado su mandato.
Cuando alguien hace todo tan mal, y obra con necedad y crueldad, y anuncia que su propósito es destruir al Estado y se rodea de advenedizos, truanes de segundo orden o chicas avispadas, y habla con su perro y con Dios, y asegura que es Moisés y el salvador de Occidente, y payasea en los foros internacionales, trampea, e insulta a propios y extraños, lo esperable es que no obtenga buenos resultados.
Pero por otro lado era evidente que existían algunos sectores de la población que aún le serían fieles o lo acompañarían de algún modo.
El primero de ellos, es el compuesto por el antiperonismo enconado de siempre, en el que no vale la pena detenernos ahora, porque son como el Sol: siempre están.
El segundo, es más heterogéneo y digno de atención. Es el compuesto por todos aquellos en los que permeó la idea mesiánica de una redención a través del sacrificio. Los que confían en que si hoy viven peor que ayer es porque están pagando el precio para ser mañana admitidos en cielo del dólar. Los olvidados y dejados a un lado antes, durante y después de la pandemia. Los varones jóvenes y bobalicones que añoran chicas rubias, bonitas y de su casa y sienten necesidad de golpear a alguien. Los que no están dispuestos a defender derechos que hace muchísimo tiempo saben que no tienen. Los que llenan el vacío de la deseperanza con rencor.
El tercero de esos grupos, era hace 15 días indescifrable, porque aún no estaba claro cual sería el efecto que tendría en el electorado que se le asegurara, de todos los modos posibles y a todas las horas, que si el resultado electoral era adverso al gobierno ese domingo, la ayuda extraordinaria prometida por Donald Trump se retiraría como las aguas inmeditamente antes del tsunami, y el país amanecería el lunes sumido en un caos cambiario y una debacle económica y geopolítica sin precedentes.
Hoy sabemos que entre quienes le dijeron que si a Milei y entre quienes optaron por no decirle que no (y a ellos llegaremos después) estaban aquellos que con algo de razón, sintieron miedo al desastre.
Si no votan bien «we are out«, les había dicho el aspirante a dueño del mundo desde el norte. Y aquello fue definitivo. ¿Qué será de mi trabajo? ¿Cómo pagaré las cuotas del auto o el colegio de los chicos si el dólar se dispara? ¿Qué pasará si ahora nos reclaman todo lo que ya nos dieron?
Con esa suma del encono y el desprecio que les ocupa el alma desde 1945 de unos, la búsqueda mesiánica de redención a través del sufrimiento de otros, y el miedo a lo que podría pasar el lunes, se conformó ese 40%. Javier Milei y los suyos festejaron esa noche en Buenos Aires un triunfo que ni ellos mismos habían creído posible mientras en el resto de la ciudad descendía la pesadumbre, la culpa y el silencio.
Cifras, porcentajes, y un tiempo que no para
«Veo el futuro repetir el pasado, veo un museo de grandes novedades, y el tiempo no para», cantaba hace cuatro décadas Cazuza, refiriéndose al Brasil que trataba de dejar atrás los 20 años de dictadura militar, y es imposible no pensar la Argentina de nuestros días como ese museo absurdo, en el que la resaca del pasado se nos presenta una y otra vez como la gran novedad de nuestro tiempo.
Nos será imposible detenernos aquí en el significado de cada cifra o cada porcentaje de esta elección, pero vale la pena enfocar dos de ellas. Ese 40% del apoyo al gobierno que ya vimos… y el porcentaje de quienes -por alguna razón- prefirieron no votar.
Alfredo Serrano Mansilla, Doctor en Economía Aplicada y Director del CELAG (Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica), en su artículo La fidelidad del 40% en Argentina, opta por explicar lo ocurrido sin romperse mucho la cabeza:
«En las elecciones presidenciales del año 2003, en primera vuelta, la suma de votos de Carlos Menem y Ricardo López Murphy fue del 40,8%. Es decir que después de la debacle neoliberal, hubo un sector de la ciudadanía argentina que siguó optando por esta vía conservadora. En el año 2019, en el peor momento del macrismo, luego de cuatro años de un muy mal gobierno, en primera vuelta, Juntos por el Cambio obtuvo el 40,2%. Y, ahora, en las legislativas intermedias, el mileísmo obtiene el 40,8% a nivel nacional a pesar de los múltiples escándalos de corrupción y una economía intervenida desde Estados Unidos e insostenible financieramente. Este 40% no falla. Siempre vota igual. Siempre elige la misma opción política. Siempre hay 4 de cada 10 argentinos que prioriza la alternativa conservadora más allá de toda realidad».
Es interesante este análisis, en primer lugar porque es inobjetablemente cierto, y en segundo lugar porque está radicalmente equivocado. No es cierto que en los anaqueles polvorientos de este museo de grandes novedades el futuro repita puntualmente el pasado y no haya «novedades nuevas».
Y esa nueva novedad se nos hace visible si por un segundo dejamos de estar encandilados por lo obvio y desplazamos la mirada hacia lo que parece ser marginal: el abstencionismo en las elecciones argentinas viene creciendo a pesar de que nominalmente el voto es obigatorio y en esta oportunidad -que fue catalogada por todos los bandos en pugna como histórica- ha sido del 30%.
Así vistas las cosas el panorama cambia… Quienes expresaron su apoyo a la gestión de Javier Milei no constituyen el 40% como quiere creer Serrano Mansilla sino el 28%. Pero eso no puede llevarnos a suspirar con alivio porque lo que queda a la vista es que existe un 30% que no siente por Milei tanta simpatía como para votarlo, pero no ven como particularmente necesario detenerlo y detener la destrucción del tejido social y la entrega del país.
Esa actitud, según el tiempo y el lugar, recibe diferentes nombres: apatía, desafectación, desconfianza, incredulidad, despolitización, pero cada una de esas palabras y sus prefijos (a; des; in) implica siempre un deficit, una carencia en términos de participación democrática, y una cercanía no necesariamente buscada pero cierta con el autoritarismo.
Ese 30% de abstencionistas -inasible y enigmático como es- parece estar anímica y actitudinalmente muy cerca del 28% de los votantes de Milei y si eso fuera así, por primera vez desde la reinstalación de la democraciala Argentina estaría frente a casi un 60% del electorado escorado hacia formatos diversos de la derecha autoritaria y la ultradercha. Un panorama que muchos analistas no ven, no quieren ver o, lo que sería peor, se niegan a considerar. Y que, dicho sea de paso, se repetirá como un calco en las elecciones del 16 de este mes en Chile.
Flaca, fané y descangayada
Qué pasará ahora en una Argentina cuyo elenco de gobierno hay 7(siete) integrantes de la banca JPMorgan, dependiente de una coalición de arribistas que el presidente odia con la misma convicción con que lo odian a él, atado de pies y manos a un ególatra norteamericano que se cree todopoderoso pero está jaqueado desde dentro y desde fuera, no es algo que podamos adivinar.
Porque tampoco ayuda que la única oposición viable, el movimiento peronista, esté no sólo reducido a mínimos históricos (ha perdido 6 de las últimas siete elecciones, ha perdido más de 10 puntos de lo que fue tradicionalmente el núcleo de su electorado), sino a punto de apuñalarse a si mismo y sin nada que ilusione o convenza.
Ido está el tiempo de la promesa del «vamos a volver mejores» de 2019. Ido está aquel «abrazame hasta que vuelva Cristina», que todavía hace que a quien esto recuerda se le erice la piel. Cuando quisieron matarla nadie rompió una silla. Son apenas una sombra de lo que fueron.
Cuentan que una marugada de 1927 Enrique Santos Discépolo caminaba con un amigo por una calle céntrica, cuando vieron salir de uno de aquellos cabarets de entonces a una mujer sola, trastabillando con sus tacos en el empedrado antes de que se la tragara la noche.
¿Esa no es Laura? dicen que le preguntó Discépolo a su amigo, que le respondió: «pensar que alguna vez fue mi locura».
Así nació una de las letras de tango más recordadas y sentidas, que auna misoginia, lunfardo y piedad, en la descripción de aquella Laura que, perdida su belleza, no es más que una parodia de si misma, «fané y descangayada».
Nos ha parecido que usar esa imagen podría ser una buena forma de finalizar una nota triste sobre un país en decadencia, como forma de exorcizar un destino que se adivina cruel.
