A lo largo de los 4 años de vida de Diálogos hemos insitido en lo excecrables que nos resultan Donald Trump y sus ínfulas supremacistas, y en nuestra incredulidad respecto a que personajes como Joe Biden o Kamala Harris representen una alternativa necesariamente superadora. Pertenecen a diferentes categorías. No son más, pero tampoco menos peligrosos cuando se los mira desde nuestro lugar.
A pocos días de las elecciones que determinarán si los EEUU se inclinan hacia uno de esos peligros o hacia el otro, y aceptando el supuesto de que el resultado, cualquiera sea, será reconocido sin violencia, sólo nos resta esperar y cruzar los dedos.
Donald Trump continará prometiendo volver atrás en el tiempo hacia un estado de «grandeza americana» con el dólar y el mal gusto como fetiches universales, sin dar señales de comprender que el mundo ha cambiado. Kamala Harris, incapaz de ir más allá de lo que Biden le legó como herencia cognitiva, insistirá en asegurarle a sus votantes que durante su mandato el ejército estadounidense seguirá siendo la fuerza con mayor letalidad en la historia humana, y que no resignará el lugar de lider global que su país debe tener por designio poco menos que divino.
Desde el inicio de la campaña Kamala Harris se situó en una posición decidiamente hawkish, aglutinó en su entorno apoyos como el de la familia Cheney, y aunque se dice habitualmente que la política exterior no es la que decide en los EEUU quiénes se ganan el favor del electrorado, se la nota cómoda en ese rol… o aún no se ha dado cuenta de los riesgos que conlleva.
De todos modos, ninguno de los dos candidatos parece haber notado que en Kazan los BRICS han dado otro paso hacia la conformación de un nuevo órden internacional que ya no estará basado en las reglas implantadas en 1948 en Breton Woods. Ninguno de ellos tiene muy en claro que la guerra de Ucrania ya tiene un vencedor claro y que cualquier cosa que se les ocurra para prolongarla podría conducir a que una pesadilla radioactiva se cierna sobre Europa. No saben qué hacer para que su socio más fiel deje de asesinar inocentes y cavar su propia fosa en Medio Oriente. Y saben -o deberían saber- que un agravamiento de ambos conflictos hará que China se sienta en libertad de cruzar el Estrecho de Taiwan y recuperar de una buena vez lo que es suyo.
En este contexto de propuestas huecas, amenazas altisonantes y desconcierto generalizado, con el Washington Post negándose por primera vez en décadas a oficializar a qué candidato apoya con el argumento -no carente de sentido- de que ya nadie les cree, o con Elon Musk apostando a comprar la voluntad no de un un juez o un congresista. como era de estilo, sino la de todo un gobierno, uno de los aspectos más procupantes es que el racismo que exuda el trumpismo se torna cada día más desafiante y explícito.
No son salidas de tono o expresiones aisladas. Se percibe una tónica. Un martillear continuado quizás alentado en el rédito que se obtiene en términos de radicalización y fidelización de un público que no sólo consiente, no sólo admite, sino que se regodea en la ignorancia y en el odio.
En ese marco, la perspectiva de que la xenofobia siga siendo el eje de las políticas hacia el exterior y que se incremente el maltrato y la exclusión que la población no-blanca sufre dentro de fronteras, es mayor y debería preocuparnos más.
Hace pocos días la prensa del mundo se hizo eco de las expresiones racistas que jalonaron el aquelarre trumpista celebrado en el Madison Square Garden, y entre ellas destacaron las del comediante (de algún modo hay que llamarlo) Tony Hinchcliffe, que se refirió a Puerto Rico como una “floating island of garbage”.
Por esa razón, porque cuando se utiliza una expresión como esa todos debemos sentirnos aludidos e insultados, y para no olvidar que desde esa nación latinoamericana -impedida de ser independiente y atada desde 1917 a un estatus colonial- también se piensa al imperio y se lo piensa «desde las entrañas», nos ha parecido interesante publicar en esta edición el último editorial del portal independentista puertorriqueño Claridad.
En él, Domingo Marques Reyes, profesor de psicología e investigador de la Universidad Albizu, analiza el fascismo y el narcisismo patológico de quien a partir de enero podría ser, por segunda vez, el presidente de los EEUU.
Trump: narcisismo y fascismo del Siglo XXI
Cuando miramos el fenómeno Donald Trump a través del lente de la psicología, la política y la historia, surge una pregunta inevitable: ¿qué está pasando realmente con este hombre y con el movimiento que lo sigue con una devoción casi religiosa? Entre acusaciones legales, retórica incendiaria y una capacidad asombrosa para reescribir los hechos a su favor, Trump representa algo más que un político tradicional. Para entender su impacto y su capacidad para movilizar masas, es necesario adentrarnos en la naturaleza de su personalidad, específicamente su narcisismo patológico, y cómo su movimiento ha evolucionado hasta encajar peligrosamente en definiciones clásicas de fascismo.
El narcisismo de Donald Trump ha sido extensamente discutido por psicólogos y observadores políticos. El narcisismo, como trastorno, se caracteriza por un sentido inflado de la propia importancia, una necesidad excesiva de admiración y una falta de empatía hacia los demás. Además, por heridas sociales que no sanan fácilmente, es un ego de papel que no perdona y no olvida.
Estas características se han manifestado a lo largo de su carrera: desde sus días en The Apprentice, hasta su etapa como presidente, Trump ha mostrado un profundo desprecio por cualquier crítica y una tendencia a exagerar sus logros, mientras demoniza a sus oponentes. Donald Trump es famoso por su uso frecuente de frases como «nadie sabe más que yo» o «soy el único en la historia«, con una valentía anacrónica que refuerzan su imagen de superioridad y singularidad.
Es irónico, y casi tragicómico, que Donald Trump se atreva a afirmar que sabe más de guerra que los generales y más sobre COVID-19 que los científicos. Estas declaraciones no sólo reflejan su inseguridad sino que también subestiman el conocimiento especializado y la experiencia de personas dedicadas toda su vida a estos campos. En lugar de confiar en expertos, Trump ha recurrido a la hipérbole y la desinformación, lo que ha tenido consecuencias graves, especialmente durante la pandemia, donde su rechazo a la ciencia exacerbó la crisis sanitaria.
Estas afirmaciones hiperbólicas no sólo refuerzan su narcisismo, sino que también alimentan una narrativa de excepcionalismo personal. Al presentarse como una autoridad máxima en cualquier tema, desde economía hasta política exterior, Trump minimiza el conocimiento de expertos y desacredita a instituciones tradicionales.
Según el Washington Post, durante su mandato, Trump emitió más de 30,000 afirmaciones falsas o engañosas, un promedio de más de 20 mentiras por día. Promedio diario de paquetes que haría sonrojar a un cartero. Incluyendo el indicar que los niños regresan de la escuela con operaciones de cambio de género. Esta predisposición a la distorsión de la verdad ha sido una herramienta clave para mantener y movilizar a su base, que muchas veces acepta estas falsedades como hechos innegables, contribuyendo a la polarización y la desconfianza en los medios y las instituciones.
Lo interesante, y preocupante, del narcisismo de Trump es que no se limita a un simple ego inflado. Expertos como el Dr. John Gartner, un psicólogo clínico, han sugerido que el comportamiento de Trump es indicativo de lo que se conoce como narcisismo maligno, una combinación peligrosa de narcisismo, agresión y paranoia.
En este contexto, Trump no sólo busca la admiración; está dispuesto a destruir a cualquier persona o institución que amenace su imagen de grandeza. Grandeza que parece guardar para una situación de emergencia pues su elocuencia es la de un niño de escuela elemental. El estilo de comunicación de Donald ha sido objeto de estudio por su simplicidad, siendo el nivel del lenguaje más bajo (cuarto grado) de cualquier presidente estadounidense desde Herbert Hoover.
Esta simplicidad, caracterizada por frases cortas, palabras comunes y un vocabulario limitado, le ha permitido conectarse con un público más amplio, aunque al mismo tiempo reduce la complejidad de los temas que aborda, facilitando la propagación de ideas simplistas y polarizantes. Sus discursos están llenos de lo que la psiquiatría llama pensamiento circunstancial (dar vueltas por temas no relacionados entre sí hasta regresar el original).
Este tipo de personalidad es especialmente peligrosa en el ámbito político, porque crea una dinámica de «nosotros contra ellos» que divide a las sociedades. Trump no se ve simplemente como el líder de un partido político, sino como el líder de una cruzada, un movimiento destinado a salvar (o «Make America Great Again«) lo que él percibe como la verdadera esencia de EEUU. En este sentido, el narcisismo de Trump está intrínsecamente ligado a su capacidad de movilizar a sus seguidores más fervientes. Es una relación simbiótica: su movimiento le proporciona la admiración que necesita, y a cambio, él les da una causa a la que aferrarse con fervor casi religioso.
El que sigue a otro, no llega primero…
No se puede hablar de Donald Trump sin hablar de su movimiento. La base de seguidores de Trump no sólo lo apoya políticamente; lo veneran casi como a un mesías. Aquí es donde entran en juego no sólo los factores psicológicos de su personalidad, sino los de sus seguidores. El psicólogo Eric Fromm, al estudiar los movimientos totalitarios del siglo XX, identificó lo que llamó el «escapismo autoritario», una tendencia humana a ceder la libertad personal a cambio de la seguridad de pertenecer a un grupo fuerte, liderado por una figura autoritaria. La sociedad estadounidense, fragmentada por la creciente desigualdad, la globalización y el rápido cambio cultural, ha creado las condiciones ideales para que este tipo de movimientos florezcan.
El fenómeno Trump refleja esto perfectamente. La promesa de un regreso a una época gloriosa no sólo es un llamado al nacionalismo, sino también una oferta de identidad y seguridad en un mundo cada vez más incierto. Para sus seguidores, Trump no es sólo un político; es un salvador que lucha contra las élites globales, los inmigrantes, los medios de comunicación y todo aquello que consideran una amenaza para su estilo de vida debido a la ignorancia y al odio.
La base de seguidores de Trump comparte una narrativa que está profundamente anclada en el victimismo. Desde las constantes referencias a las elecciones «robadas» de 2020 hasta la insistencia en que él está siendo perseguido injustamente por las instituciones del «Estado profundo», Trump ha creado una visión en la que sus seguidores son los verdaderos patriotas, luchando contra fuerzas oscuras que quieren destruirlos.
Este tipo de narrativa es poderosa porque apela a emociones primarias: miedo, rabia y una profunda necesidad de pertenencia. No es coincidencia que muchos de los que participaron en el asalto al Capitolio en enero de 2021 vieran sus acciones como un acto de patriotismo.
Ahora bien, llegamos al punto crucial: ¿es el movimiento de Donald Trump fascista?
El término «fascismo» se ha utilizado de manera tan extensa y vaga en los últimos años que a menudo pierde su significado. Sin embargo, si volvemos a las características claves del fascismo que definieron movimientos como los de Mussolini en Italia, Franco en España, o Hitler en Alemania, encontramos paralelismos preocupantes.
El politólogo Umberto Eco, en su ensayo «Ur-Fascismo», identificó varios elementos que son fundamentales para los movimientos fascistas: un culto al líder, una narrativa de victimismo y decadencia, un rechazo a la modernidad y la diversidad, y una exaltación de la violencia como herramienta política.
Es difícil negar que el movimiento de Trump cumple con varias de estas características. Desde el culto a su figura como un líder fuerte e infalible, hasta la retórica violenta contra sus oponentes y la constante demonización de las minorías y los inmigrantes (“se están comiendo los perros”), el trumpismo encaja en este molde. Es revelador que Donald Trump haya expresado admiración por el presidente de Corea del Norte, Kim Jong-un, simplemente porque «se ponen de pie cuando entra». Además, manifestó su deseo de tener generales que lo obedecieran como lo hacían los de Hitler, lo que deja entrever una fascinación por el poder absoluto y una inclinación hacia el liderazgo autoritario, que evoca rasgos del fascismo clásico
Un elemento clave del fascismo es su rechazo a las instituciones democráticas cuando ya no sirven a los intereses del movimiento. El intento de Trump de anular las elecciones de 2020 es un ejemplo claro de cómo está dispuesto a socavar la democracia misma si ésta no se ajusta a sus deseos. Además, combinado con su retórica contra los medios de comunicación, su ataque a las ciencias, las cortes y el Congreso, sugiere una peligrosa tendencia autoritaria. En lugar de ver a estas instituciones como parte del sistema de controles y equilibrios que define a una democracia, Trump y su movimiento las perciben como obstáculos a superar, cuando no como enemigos directos.
Yo te conozco bacalao…
La pregunta ahora es: ¿a dónde va todo esto? Donald Trump ya no es presidente, pero sigue siendo una figura central en la política estadounidense. Las múltiples condenas legales en su contra, que incluyen desde abuso sexual e intentos de fraude electoral hasta mal manejo de documentos clasificados, no han hecho mella en su base de seguidores, y muchos de ellos creen que estas investigaciones son simplemente una continuación de la caza de brujas que, según Trump, ha estado enfrentando desde el día en que anunció su candidatura en 2015 y en su contienda presente del 2024 en la que ha sido víctima de intentos de asesinato.
Este fenómeno es preocupante porque sugiere que el movimiento de Trump no depende únicamente de su éxito político. Incluso si pierde estas elecciones, su influencia sigue siendo enorme, y su retórica ha dejado una marca indeleble en la política estadounidense.
Con Franco vivíamos mejor: El Fascismo del Siglo XXI
Es importante señalar que el fascismo del siglo XXI no se parece exactamente al de los años 30. El fascismo clásico estaba profundamente ligado a la creación de un Estado totalitario, con una vigilancia constante y una represión directa de la disidencia. En el siglo XXI, el control no necesariamente viene de un Estado totalitario, sino de una manipulación sutil a través de las redes sociales y los medios de comunicación. Trump ha demostrado ser un maestro en el uso de estas herramientas, utilizando Twitter y otros medios para movilizar a sus seguidores y difundir su mensaje sin necesidad de recurrir a medios de comunicación tradicionales.
Esta versión moderna del fascismo es, en muchos sentidos, más peligrosa porque es menos visible y más insidiosa. Mientras que las dictaduras del siglo XX dependían de la represión física y la censura para mantener el control, el fascismo del siglo XXI se apoya en la desinformación (“fake news”), la manipulación emocional y la creación de realidades alternativas en las que los seguidores del movimiento viven aislados del mundo exterior.
Conclusión: Un Hombre, Un Movimiento, Un Peligro
El narcisismo de Donald Trump, combinado con el fervor de sus seguidores y su retórica autoritaria, ha creado un movimiento que desafía los pilares básicos de la democracia. Su capacidad para reescribir la realidad, dividir a la sociedad y demonizar a sus oponentes lo coloca en una categoría política que resuena con los peores aspectos del fascismo histórico.
Trump parece tener una biblioteca especial para su discurso, una que contiene fragmentos muy similares a los de los años 30. Como si fuera un capítulo del manual de propaganda, se ha referido a la prensa como «enemigos del pueblo» y ha prometido devolver a Estados Unidos a su “era dorada”, como aquel sueño de la “Gran Alemania” que Hitler pintaba. Lo irónico —o tal vez trágico— es que estos ecos no son casualidad. Se trata de un reciclaje retórico, donde la historia se repite, ahora en Technicolor y con WiFi.
El peligro real no reside únicamente en lo que Trump pueda hacer, sino en lo que su movimiento representa. Es una advertencia de cómo las democracias pueden ser erosionadas desde adentro, no a través de golpes militares o revoluciones violentas, sino mediante la manipulación de las emociones, el miedo y el resentimiento.
En Puerto Rico, mientras Trump negó nuestros muertos del María y nos tiró papel toalla, algunos políticos han adoptado un estilo similar al de Donald Trump, caracterizado por una retórica populista, confrontativa y despectiva hacia los medios y opositores. Este enfoque, que prioriza el ataque personal sobre el debate sustantivo, se ve reflejado en la forma en que manejan las críticas y en su tendencia a promover teorías de conspiración o polarizar a la población, al igual que lo hace Trump.
El reciente rally en el Madison Square Garden, donde seguidores de Trump se refirieron a Puerto Rico como «la isla flotante de basura», no es un comediante insolente o rebelde metiendo la pata, es una expresión más del desprecio y la xenofobia que alimentan los movimientos autoritarios. Es su campaña, su esfuerzo en “limpiar’ su movimiento. Este tipo de lenguaje despectivo hacia territorios y comunidades enteras no sólo sirve para movilizar a una base nacionalista, sino que también intenta reducir a Puerto Rico y su gente a una imagen negativa y deshumanizante.
El fascismo se nutre del miedo a «lo otro» y fomenta la hostilidad hacia quienes son percibidos como diferentes o inferiores. Estas manifestaciones, cargadas de odio y desprecio, no son incidentes aislados, sino reflejo de una ideología que ve a ciertos grupos como amenazas a la «pureza» o a la «grandeza» nacional. Si Trump lograra recuperar el poder, estas actitudes no sólo se normalizarían, sino que podrían dar pie a políticas que legitimen y refuercen la discriminación y el abuso hacia comunidades vulnerables, tanto dentro como fuera de Estados Unidos. Trump nos está diciendo claramente su plan, alimentar el odio y la división para vender su intervención heróica de rescate de EEUU. Debemos escucharlo y entenderlo.
La retórica de odio que se expresó en el rally es un recordatorio de los riesgos y las implicaciones de permitir que ideologías de corte fascista ganen terreno en la política moderna. Más allá de la ofensa, estos insultos reflejan un peligro real: la erosión de la empatía y la solidaridad en la sociedad, en favor de una visión autoritaria que subyuga y descarta a aquellos que no encajan en la narrativa dominante.
Publicado originalmente en CLARIDAD