«El gobierno de los EEUU se financia imprimiendo dinero de la nada, y si puede hacerlo ¿por qué cobra impuestos? Ustedes pagan altos impuestos para mantener la ilusión de que financian a su gobierno. Y esa es una burbuja que tarde o temprano estallará. Ese día, cuando aquí y en el resto del mundo todos se den cuenta del engaño, el dólar caerá. Y con él la civilización occidental.»
Nayib Bukele – Discurso ante el CPAC – Whashington, febrero de 2024
Nay.
El silogismo es una noción central de la lógica y pilar fundamental del pensamiento científico y filosófico desde que hace más de dos milenios su estructura fue estudiada por Aristóteles. Esa estructura consta de dos premisas, aceptadas como verdaderas, a partir de las cuales -y bajo determinados criterios- es posible deducir una conclusión cierta.
Y es tal el encanto que esa estructura argumental tiene para todos nosotros que, enfrentados a un silogismo, por burdamente reduccionista o falaz que sea -y el anterior de Nayib Bukele en su discurso ante el CPAC el 24 de febrero ciertamente lo fue- tendemos a dar por válidas tanto la conclusión a la que se llega como las premisas de las que se parte.
Y bien mirado, ese es también el encanto de las profecías y el placer oscuro que sentimos cuando un profeta nos explica que estamos encaminándonos al abismo. Es tranquilizador. Nos anuncian un futuro terrible pero al mismo tiempo nos indican el camino para evitarlo y nos dicen que aunque nos queda poco tiempo para eludir el castigo, todavía podemos hacerlo.
Por supuesto, nada de todo eso parecía importarle el público asistente al show ultraconservador, que presenciaba con entusiasmo y quizás también con estupefacción cómo el presidente de un insignificante país latinoamericano se dirigía a ellos en un fluído y correctísimo inglés, y les anunciaba con una equilibrada dosis de humor salpicado con anuncios apocalítpticos que la decadencia del imperio está a aun paso, o les advertía que si quienquiera sea el próximo presidente de su país no lucha -como él lo hizo- contra las fuerzas del mal, lo que se les avecina puede ser tan amargo como cruel.
Dos profetas en su salsa
Nayib Bukele, sonriente y cool, y su discurso ante el público más inocentemente conservador y más ávidamente reaccionario de los EEUU, fueron, si se los compara con el sopor incongruente y tosco de la presentación de Javier Milei al día siguiente, lo que Don Diego de la Vega era cuando se lo comparaba con el Sargento García en la saga justiciera del Zorro.
Sin embargo, cuando contraponemos lo que el presidente salvadoreño expuso en 25 minutos con inteligencia y don de gentes a lo que intentó transmitir en 70 minutos de ultraliberalismo rudimentario su par argentino, las diferencias no son tantas y las similitudes no son pocas, por lo que vale la pena que nos detengamos en algunas de ellas, en particular las que vinculan lo político con lo que ambos aseguran tener: una relación directa y privilegiada con la divinidad.
Desde un cristianismo relativamente tradicional Nayib Bukele, o desde un neo-judaismo sectario Javier Milei, ambos se presentan a sí mismos como cumpliendo una misión que va mucho más allá de sus mandatos constitucionales: guiar al mundo hacia un nuevo despertar.
Bukele, en su discurso ante el CPAC, se mostró como un hombre providencial y comparó sus logros «extraordinarios» con «un milagro» (a lo que una joven del público respondió oportunamente «el milagro eres tú«). Aseguró estar en lucha contra las «fuerzas oscuras«, y alentó al próximo presidente de los EEUU a seguir sus pasos. «Deberá -dijo- ser capaz de identificar esas fuerzas oscuras y atreverse a derrotarlas porque ya se están apoderando de su país«.
Milei, por su parte, repitió el mantra que le ha dado fama: terminará con un siglo de decadencia moral, económica y social -y de paso con el comunismo, la socialdemocracia, el terrorismo de la Agenda 2030 y el feminismo- con el auxilio de las «fuerzas del cielo«, que le han permitido no sólo llegar a la presidencia de su país, sino sobre todo «despertar al mundo«.
Ambos, entonces, utilizan pasajes biblicos que los justifican y que utilizan a modo de amenaza. Ambos se comparan a sí mismos con «muros» que contienen lo dañino e impiden que contamine al resto de la sociedad. Ambos identifican aquello que se les opone como suciedad, como basura, como monstruos o como enfermedades casi incurables que sólo pueden empeorar si no son tratadas con el rigor debido: amputando y haciendo a un lado lo maldito de lo sano.
Ambos destacan que lo que han hecho y lo que quieren hacer (a lo largo de varios años uno y en el lapso de tres meses el otro) había sido calificado como imposible por «los expertos», con lo que logran colocarse por encima de la política, la ciencia y lo jurídico, rémoras de un pasado ineficaz, inútil y contraproducente. Ambos identifican a la prensa que no los aplaude, a quienes arguyen que las instituciones podrían estar siendo avasalladas, o a quienes denuncian violaciones a los DDHH como hipócritas dignos del escarnio público a los que es necesario combatir.
Uno advierte a los estadounidenses, no enteramente sin razón, en contra de los gobiernos de ese país que alientan y favorecen la delincuencia y las adicciones (aunque cuidándose muy bien de explicar cómo lo hacen), mientras que el otro, decididamente más obcecado, más elemental y más extremo, les asegura que el Estado mismo (y es de entender que por lo tanto también el suyo) es una asociación criminal.
Y además de profetizar ¿qué?
Nayib Bukele no es Javier Milei. Es inevitable reconocer que en su aparición ante el CPAC logró una apariencia de solidez y serenidad, haciendo valer el 85% de apoyos que recogió en las últimas elecciones de su país. Y aunque habitualmente utilice silogismos falaces, oculte todo lo que en su gestión no funciona como él anuncia, y ceda a la tentación mesiánica, no hace, en ese sentido, nada que no hagan otros muchos líderes políticos si se les da la oportunidad.
Su política de represión de la delincuencia organizada tiene una arista de «des-dignificación» de las personas más que procupante y podría no ser sostenible en el tiempo, está permeando de represión y autoritarismo todo el tejido social de su país y, lo que es peor, su accionar está resultando «inspirador» para personajes de toda América que a todas luces son peores que él.
Pero es imposible no notar que a pesar de todo lo que puede diferenciarlo de un personaje antipático y ¿fugaz? como Milei (de quien quizás es la crueldad en contra de su propia gente la característica más notable) los discursos de ambos en el CPAC tuvieron otra arista común.
De lo que ninguno de los dos parecía estar excesivamente preocupado ese día, fue del mundo.
Ni la guerra en Ucrania que amenaza por extenderse por Europa y desde allí a todo el planeta, como ya ha sucedido dos veces en el Siglo XX, ni el genocidio brutal en Gaza, ni las tensiones geopolíticas entre el Occidente y el Sur Global, ni la crisis climática, ni los desafíos que la IA presenta para sociedades crecientemente acríticas y manipulables estuvieron presentes en sus preocupaciones y profecías.
Y en esa ausencia radica quizás lo más importante que estos dos sujetos evidenciaron por detrás de un mesianismo barato e intracendente. Fueron a la meca del conservadurismo mundial con el exclusivo fin de mostrar y hacer gala de su adhesión a una agenda ajena. Aceptando el lugar de comparsas en que el jefe los pone.
Aparecieron en la pista de circo montada por Donald Trump (payaseando uno, columpiándose graciosamente en el vacío conceptual el otro) para dejar allí lo mejor que tenían. Ansiosos por caer en el caldero.
Uno en un correcto inglés, el otro con dificultades para expresarse en su propio idioma. Uno sometiéndose, el otro aconsejando. Uno visible y ñoñamente alucinado, el otro demostrando o fingiendo escepticismo. Uno ofreciéndose, el otro validando.
Uno (ya tuvimos ocasión de verlo en la nota anterior de esta serie), en una actitud aduladora y faldera. El otro, mostrando una suerte de hidalguía, un algo de superioridad intelectual palpable. Que bien podría usar en escenarios más humanos y más dignos.