El Minotauro se sintió seguro y poderoso en el encierro inaccesible de su laberinto hasta que el tiempo hizo lo suyo y se cumplió lo que el destino había determinado: alguien vengativo y capaz de encontrar el camino de salida, se acercaba con sigilo. America is back, debe haberse dicho a sí mismo mientras Teseo levantaba la espada. .
America is back había sido un anticipo de lo que muy pronto se hizo evidente.
Aquel anuncio realizado al momento mismo de la asunción presidencial estuvo acompañado por gestos simbólicos incomprensibles y preocupantes, como la aparición del busto de Harry Truman en el salón oval. Sin embargo, al nuevo ocupante de la Casa Blanca -que reemplazaba al peor y más ridículo presidente de la historia de su país-, se le dio, en los primeros meses de mandato, una credibilidad que el paso de los meses fue desvaneciendo.
Eran aún tiempos de pandemia e incertidumbre. La sombra de Donald Trump y del asalto al Congreso estaban todavía demasiado presentes como para que el mundo y en especial los países aliados al suyo no hubieran recibido a aquel anciano, ora vacilante y enigmático, ora amenazante y áspero, con alguna esperanza.
Seis meses después, sin embargo, ya se le veían las patas a la sota. En junio de 2021, en la cumbre de un G7 que todavía no había caído en la inoperancia y el descrédito, Joe Biden seguía anunciando el «regreso de América» como un mantra. Como si la repetición de esa afirmación vaga e inconsistente bastara para solucionar los dilemas de hierro que estaban planteados y para aclarar toda duda razonable:
And over the past few weeks, the nations of the G7 have affirmed that democratic values that underpin everything we hope to achieve in our shared future, that we’re committed to put them to work: One, delivering vaccines and ending the pandemic. Two, driving substantial, inclusive economic recovery around the world. Three, in fueling infrastructure development in places that most badly need it. And, four, in fighting climate change.
The only way we’re going to meet the global threats that we’re — is by working together, and with our partners and our allies. And I conveyed to each of my G7 counterparts that the United States is going to do our part. America is back at the table. It’s — America is back at the table.
Ya en aquel momento lo que realmente sucedía se daba de bruces con las palabras altisonantes de un hombre que llevaba meses repitiendo que el mundo debía poner en él todas sus esperanzas pero no parecía atado a ninguna realidad concreta. Ni los EEUU ni sus aliados occidentales habían sido capaces de compartir eficientemente «sus» vacunas con un mundo en desarrollo que no las tuvo en ningún momento en cantidades suficientes a pesar de haberlas solicitado de mil maneras y haberlas pagado a precio de oro. No hubo iniciativas sustanciales tendientes a la recuperación económica o al desarrollo de infraestructura de los países que no integraran el bloque de los más desarrollados. Y la lucha contra el cambio climático, lo sabemos hoy pero ya se podía prever en aquel momento, no pasó de ser una ensoñación momentánea.
La realidad postpandémica mostraba en el horizonte nubarrones de tormenta, pero si se analiza el animado y risueño diálogo que el anciano presidente mantuvo con los periodistas acreditados en aquella cumbre, todo parecía estar bajo control. Las preocupaciones de la prensa occidental no iban más allá de cuántas semanas faltaban para que Putin fuera expulsado del poder y se anticipaba lo debilitada que quedaría Rusia en caso de que se atreviera a no aceptar mansamente que la OTAN instalara todas las bases militares que quisiera en Ucrania. Los cronistas de Bloomberg o del Wall Street Journal parecían no comprender por qué la declaración conjunta del G7 no había sido aún más dura y agresiva con China. La retirada de Afghanistán, que había comenzado apenas un mes antes de la cumbre y que finalizaría un mes después en medio del bochorno más absoluto, no fue mencionada ni por los periodistas ni por el presidente.
Y sobre el final, ante una tímida y tardía pregunta de la representante de un medio europeo que pretendía saber si la nueva administración sería más amigable comercialmente con sus aliados de la Unión Europea de lo que había sido la adminstración Trump, la respuesta fue breve, molesta y cortante.
«A hundred and twenty days. Give me a break! Need time!»
Así, -debe haber pensado el viejo Joe con satisfacción-, se le responde a los subalternos si molestan. Y viendo toda el agua hasta entonces estancada que desde aquel día corrió debajo del puente, no estaba demasiado equivocado.
Cuando las aguas bajan turbias
Aquellos primeros 120 días de promesas, expectativas, burlas veladas, soberbia y ocasionalmente malos modos, quedaron atrás, y los meses siguientes trajeron las zozobras por todos conocidas.
En lo inmediato, apenas un mes y medio después, fuimos testigos de la debacle afghana. Los vimos huir sin gloria y sin concierto delante de un grupo de montañeses harapientos, y a partir de entonces cada paso parece haber conducido hacia una implosión apenas controlada.
Comenzaron las bravatas y los desaires que condujeron en menos de un año a una guerra en Ucrania tan previsible como evitable. Se desató el diluvio de armas y dólares que sembró cientos de miles de muertos y mutilados en un país hoy hecho añicos. La Unión Europea pasó casi sin notarlo de ser aliada a sierva, y hoy sólo piensa en aumentar sus defensas sin que importe de quién se estarian defendiendo. Se sancionó a diestra y siniestra, utilizando al dólar como un arma de guerra económica, fragilizando aún más una ya maltrecha hegemonía. Rusia creció y afirmó sus lazos económicos y diplomáticos con el Sur Global. China se afianzó internacionalmente y un sólo error más de Antony Blinken o de Nancy Pelosi podrían incendiar la pradera. Se reabrieron focos de tensión y conflicto en el Africa subsahariana, el Este y el Sudeste asiático y todo el Medio Oriente. El calentamiento global ha dejado de parecernos importante o al menos eso se deduce de la poca importancia que le dan ministras ayer verdes pero hoy obsesionadas con los cazas de combate, como la alemana Annalena Baerbock o la canadiense Anita Anand. Y el anciano que se vanagloria de ser la cabeza de la potencia miltar más poderosa de la historia de la humanidad simula querer impedir un genocidio atroz perpetrado por su aliado más fiel -Israel- sin nigún éxito.
Para peor ahora, casi sobre el final, un Donald Trump de tristísima memoria parece tener asegurado su segundo período presidencial y el Minotauro moderno (¿habrá mejor metáfora que esa?), investigado por los documentos clasificados que aparecieron en los garages de sus casas, es declarado inimputable con la excusa de sus muchos años, pero sobre todo debido a la extrema fragilidad de su memoria.
Si algo no nos tomó por sorpresa fue saber que Joe Biden no está en completo control de sus actos, pero que la afirmación haya surgido de una investigación penal y el bochorno institucionmal que eso implica, colocó a su partido -y a él mismo-, al borde de un ataque de nervios.
Si al filo del comienzo de una nueva campaña electoral en los EEUU se pasa raya, se suma y se resta, aquel America is back pudo haber traído algún beneficio para los suyos, en términos de reactivación económica y baja de los índices de inflación y desempleo, pero no pudo poner en vereda la soberbia republicana, enfrenta a duras penas los conatos secesionistas en Texas, y en el plano internacional le dejó al mundo un saldo que difícilmente podría ser peor.
Y tan es así que medios de prensa de los que no se pueden sospechar infidelides para con el «establishment», como el Financial Times, buscan ya con indisimulada urgencia un sustituto/sustituta sin que importe demasiado su experiencia o trayectoria. Al parecer alcanzaría con que luzca bien, que sea visualmente diferente al anciano caído en desgracia, y que carezca de poder propio o cualidades destacadas.
El final cercano
Sin embargo sería injusto decir, aunque ahora esté de moda, e incluso aunque sea cierto, que una vez pasada cierta edad no es conveniente darle a las personas el poder de gobernar a otras. Y es aún más injusto vincular los -evidentes- problemas cognitivos de Joe Biden con su pretensión de ser el gobernante excepcional de una nación excepcional y elegida por Dios para ser el faro del mundo libre. Lo creyeron y actuaron en consecuencia la casi totalidad de quienes lo antecedieron en el cargo.
Ni esas creencias, ni ese apetito por el poder, ni esa facilidad para meter a propios y extraños en guerras de las que se lavará las manos en cuanto vea la oportunidad de iniciar otras, comenzaron ayer para Joe Biden. Esos juegos con la crueldad, la prepotencia institucionalizada y con la muerte ajena han formado parte sustancial de la médula de toda su vida pública, desde 1975 hasta la fecha, como se lo recordaron oportunamente sus contendores durante la campaña presidencial de 2020.
Joe Biden está cerrándose sobre si mismo en su propio laberinto de soledad y desmemoria, pero que haya resultado ser tan mal presidente posiblemente tenga más que ver con su calidad como persona -y con los gajes de su oficio- que con los achaques propios de su edad.
Quien llegue a tiempo para enviarlo de regreso a casa, se llame Michelle, Kamala o Donald, tendrán, con leves matices, su mismo credo. Y podrían ser, si cabe, aún más torpes.
Como ha dicho la periodista inglesa Laura K en su blog satírico Normal Island:
«After replacing the worst president ever with the worst president ever, the world’s greatest nation is confident it can replace the worst president ever with the worst president ever. This is because the return of the legendary Donald Trump seems increasingly likely. This gives me hope the UK might one day see the return of Liz Truss.»
Please, please, please.