El espectáculo, como lupa magnificadora de lo real, tiene la virtud de develar situaciones que nos pasan usualmente desapercibidas. La espectacularización de lo que ocurre en Ecuador, si tenemos la curiosidad de atravesar el telón y mirar detrás de bambalinas, nos ayudará a comprender no sólo lo que allí ocurre, sino también lo que podría, mas tarde o más temprano, atravesar fronteras. .
No todos los días ocurre y por ello llenó de asombro momentáneo al mundo. En el pequeño y hasta hace algunos años seguro Ecuador, una banda de sujetos mal entrazados, casi todos ellos jóvenes todavía adolescentes, mayoritariamente varones, seguramente hasta ayer pobres y hoy soldadesca del narcotráfico, amenazantes y vociferantes, irrumpe en un canal de televisión (y en las pantallas de TV del país y del mundo entero) anunciando a diestra y siniestra venganza, furia y muerte.
Y si eso ocurre al mismo tiempo que en las prisiones los internos toman a sus guardias como rehenes y los filman arrodillados o arrastrándose en el piso, rogando por sus vidas ¿qué podría salir mal?
Se trata de un verdadero esperpento, para usar la palabra con que el dramaturgo español Ramón del Valle Inclán bautizó el estilo de algunas de sus propias obras, en las que primaba lo grotesco, lo desmesurado, lo absurdo y lo inútil.
Ampliemos la mirada para mejor abarcar la escena.
Había transcurrido no más de una semana desde que el Presidente Rafael Noboa, el heredero de un imperio bananero al que le ha tocado en suerte asumir el desaguisado social, económico y político que recibió del banquero Guillermo Lasso, anunciara medidas tendientes a recuperar el control de sus propias cárceles.
Tras la respuesta de las bandas criminales que vieron peligrar su propia seguridad y la impunidad con la que han aterrorizado al país durante los últimos años, los muertos suman una veintena, el país entero se recluye como si esto fuera una nueva pandemia, y las fuerzas armadas ¿cuándo no? aparecen como la única institución capaz de enfrentar a los delicuentes que intentan violenta y torpemente sustituir al Estado allí en donde el Estado ya no está.
El caldo está servido y por algunos días (sólo algunos días) el episodio, de por sí menor, competió, en la atención de los medios, con el genocidio en Gaza, con el peligro de que la guerra de Ucrania -si no finaliza ya- escale sin remedio, o con un Mar Rojo transformado en polvorín a punto de estallar.
Eso tienen los espectáculos -y los esperpénticos en particular-. Nos roban la mirada por algún tiempo hasta que comienzan a aburrirnos.
En este caso, antes de dejar de mirar al Ecuador puesto en jaque por sus bandas de jóvenes desechables y enloquecidos, antes de encogernos de hombros porque ya suficientes problemas hay en el mundo como para angustiarnos también por lo que hacen unos pocos miles de descarriados sin futuro, vale que nos preguntemos qué hay detrás de ellos. Qué los empuja hacia el mal y hacia el vacío. Y cómo consiguen hacer tanto daño.
Mirando detrás de bambalinas
Aunque este episodio pueda tener una entidad menor si lo comparamos con lo que se padece en muchos otros puntos del planeta, tiene la virtud de colocarnos frente a un fenómeno que va mas allá de lo anecdótico. En Ecuador, la naturalización de la corrupción, la extorsión o la estafa, sumadas a una desigualdad creciente y a la violencia extrema como vivencia obligada y cotidiana, no ha comenzado ayer ni ha nacido porque sí.
Detengámonos en un dato que, por su propia espectacularidad, permite apreciar mejor la crisis de seguridad que se vive en Ecuador como expresión de una crisis institucional, social, política y valórica de amplitud mayor y más preocupante.
La cifra de homicidios intencionales ha pasado de apenas 5 cada 100.000 habitantes en 2017 -y 7 en 2020- a 43 en 2023 (una cifra que será superada en 2024). Se ha multiplicado por 9. Y aunque es evidente (y se repite una y otra vez) que ese fenómeno no está desconectado de la «llegada» al país de grupos de narcotraficantes provenientes de Colombia o Perú, es a todas luces inseparable de la instauración en el país de un «clima de negocios» que ha jibarizado y colonizado el Estado al tiempo que corroía el tejido social hasta el punto de dejar expuestas sus zonas más vulnerables y más sórdidas.
Si se atiende el gráfico y se entiende que un país no pasa en tres años de tener una de las tasas de homicidios más bajas del continente a tener la más alta simplemente porque el narcotráfico cruzó la frontera, y si se tiene la paciencia de vincularlo con lo que estaba sucediendo en el momento en que las cifras dejaron de retroceder y se dispararon a una velocidad de vértigo, no puede pasar desapercibida la coincidencia con las operaciones de lawfare en contra del ex-presidente Rafael Correa, obligado a abandonar el país en abril de 2017 después de 10 años de gobierno.
Que esa coincidencia sea puramentee casual o que ambos fenómenos estén relacionados es algo esencial a la hora de intentar comprender lo que pasa.
La captura de la política y las instituciones por los intereses empresariales y financieros más descarnados, por el narcotráfico y por el crimen organizado, la corrupción en la Policía, las Fuerzas Armadas, el sistema de Justicia y los órganismos de compras pública, la glorificación de la mal llamada meritocracia y la promoción del «ocúpate de ti mismo» entre los jóvenes y no tan jóvenes, no se tradujeron en el aumento de la tasa de homicidios automática o instantáneamente -las cosas no funcionan de ese modo-, pero prepararon el terreno para el drama.
A eso hay que sumarle los efectos de largo plazo de la dolarización llevada adelante en el año 2000 con sus secuelas de pérdida paulatina de soberanía económica, desaparición de la capacidad de reacción frente a fenómenos exógenos como la pandemia, o la generación de las condiciones ideales para que el narcotráfico actúe sin las barreras cambiarias que enfrenta en los países vecinos.
Hoy, aquel error irreparable sumado al descarrilamiento del optimismo liberal del último quinquenio, dieron sus frutos. Mejores razones para explicar el actual caos no se consiguen.
Epílogo del desborde
Desde el inicio nos hemos referido a lo acaecido en Ecuador en la última semana como un episodio espectacular y esperpéntico pero menor, cuya virtud es abrirnos los ojos a un drama más real y de mayor envergadura, al que prestamos menos atención que la debida.
La sociedad ecuatoriana ha comprado un problema. Ha confiado en quienes no debía. Se ha dejado seducir por herederos y banqueros. Ha descuidado a los que más necesitan del apoyo estatal. Le ha abierto las puertas a los adoradores de las ganancias sin freno. Lo ha hecho libremente -como suele decirse-. Y ahora la realidad cobra su factura.
El resultado del desborde de hace algunos días (y de la «ineficacia» y la complicidad policial) es la presencia de las Fuerzas Amadas en las calles, que por supuesto no querrán volver a sus cuarteles cuando el incidente haya concluido. Estarán allí para asegurarle tranquilidad al gobierno y a los dueños del dinero cuando las papas quemen y el descontento estalle, cosa nada infrecuente.
Y que con tanta prontitud el Dpto. de Estado de los EEUU o la inefable Ministra de Seguridad de la Rep. Argebtina hayan ofrecido su apoyo no hace más que confirmar las sospechas.
Don’t Cry For Me, Argentina
En editoriales anteriores nos habíamos detenido en la actualidad política y económica de la Argentina, en donde más de un 55% de la ciudadanía ha optado por confiar en alguien que promete que el país será Irlanda dentro de 15 años y Alemania dentro de 30… a condición de que se le permita transformarlo en Ecuador ya mismo.
Con tasas de pobreza que sobrepasan ya el 50%, con una desocupación encubierta superior al 30%, con una deuda con los organismos internacionales de crédito prácticamente impagable, la tercera economía de la región latinoamericana ha comenzado ahora -con un entusiasmo indisimulado de sus clases medias-, el camino «milagroso» de ecuadorización acelerada que si aún es reversible pronto podría no serlo.
A la sociedad argentina -justo es decirlo- lo esperpéntico no le es ajeno y el paralelismo con lo que Ecuador ha vivido durante la última década, es una advertencia que no debería desoir.
Dejar a un costado, desechar -ahora cruda, deliberadamente y quizás para siempre- a la mitad de la población en un país con 46.000.000 de habitantes es no sólo una torpeza manifiesta y una crueldad infame. Puede llegar a ser, para toda la región, una bomba de tiempo irrefrenable.
Los dados están en el aire y parafrasando al escritor argentino Alejandro Dolina, mañana podría ser «demasiado tarde para lágrimas».