La mas ignorada, la más negada, y la más universal de las revoluciones

Nunca se nos dijo. Antes de que llegaran a escondidas a nuestros países publicaciones o libros procedentes de Francia o los recién creados Estados Unidos de América que hablaban de Revolución y de República, esas ideas ya habían encontrado tierra fértil entre las chusma. Llegaban a puerto, con los marineros y los changadores, las noticias de los esclavos en guerra. . Las mujeres, en las cocinas, hablaban en voz baja de libertad y se contaban unas a otras lo que al parecer estaba sucediendo en una isla remota, rica y mágica: Haití.

 

Poco a poco y no sin esfuerzo, en las últimas décadas, hemos tomado mayor conciencia sobre el modo en que aquella insurrección anticolonial maravillosa, que tras un guerra cruel e inacabable que se prolongó desde 1791 hasta 1804 alumbró a la primera república independiente de nuestro continente, influyó en todos y cada uno de los procesos independentistas criollos a partir de 1810. Ha costado mucho entender que aquella revolución negra -y su radicalidad y sus principios- hizo posibles las nuestras.

Hace algunos años la pandemia y la relativa calma que generaron las medidas de aislamiento social nos permitieron dedicar, en la revista Cuéntame, varias notas al proceso independentista haitiano y a las razones que nos ocultaron su trascendencia, y dado que este 1º de Enero se cumplieron 120 años de la proclamación de su independencia, nos ha parecido oportuno retomar lo que en aqul momento escribía Marcos Queiroz, catedrático del Instituto Brasileño de Derecho Público.

 

En la noche del 14 de agosto de 1791, en las inmediaciones de una de las haciendas más tradicionales de Santo Domingo, entonces colonia francesa, tuvo lugar la ceremonia de Boïs-Caïman, hito inaugural de la mayor insurrección de esclavos del mundo moderno. Dirigida por “Zamba” Boukman, líder político y sacerdote vudú, proclamó una llamada a las armas y un compromiso de lucha por el fin del cautiverio, expresado en la frase inmortalizada por la historia: escuchad la voz de la libertad que habla en el corazón de todos nosotros.

Santo Domingo no era una colonia cualquiera. Para Francia, la metrópoli que más se expandía a finales del siglo XVIII, era LA colonia, o como la llamaban entonces: la perla de las Antillas. El mayor mercado de esclavos del mundo, producía la mitad del azúcar y del café que se consumía en el planeta. En el corazón de un mercado internacional en rápida expansión, representaba la cúspide del capitalismo. El sucio secreto de la “infancia” del capital es su íntima e intrínseca relación con el colonialismo. Alrededor de un millón de los 25 millones de franceses dependían directamente del comercio colonial y el 15% de los mil miembros de la Asamblea Nacional “revolucionaria” poseían propiedades coloniales en 1789. Las fortunas creadas en París, Burdeos y Nantes, fundamentales para la lucha por la “emancipación humana” que estalló en Francia, se generaron gracias a la brutal deshumanización de los negros al otro lado del Atlántico. Gente que llevaría la lucha por la libertad a su manera y la elevaría a otro nivel: lo universal, después de todo, no descansaba en Europa, sino que se encarnaba en las antiguas manos esclavizadas del Caribe.

Recalibrar lo universal frente a la esclavitud

Entre 1791 y 1804, dirigidas por Toussaint Louverture, Jacques Dessalines, Alexandre Petion, Henri Christophe y otros, las masas haitianas libraron una audaz lucha contra las fuerzas coloniales, derrotando sucesivamente a 60.000 soldados ingleses y 43.000 franceses. En enero de 1805 se declaró el primer estado independiente construido por antiguos esclavos y negros liberados. En las cartas constitucionales posteriores a la Revolución, reescribieron el ideal de libertad ante la experiencia de la esclavitud y la amenaza aún presente del colonialismo. Se declaró la igualdad universal y, en el mismo gesto, se afirmó la diversidad y la diferencia humanas. Aquí nació una nación cuyos hijos habían sido repudiados injustamente durante tanto tiempo, como se afirma en el preámbulo de la primera Constitución del Haití independiente.

La resignificación de los ideales universales de libertad e igualdad por parte de los súbditos que habían vivido los horrores del colonialismo y la esclavitud abarcó desde el nombre de Haití -nombre dado a la isla de Santo Domingo por sus primeros habitantes, el pueblo indígena taíno- hasta el programa político del nuevo Estado-nación. En ella, todos los habitantes de Haití debían ser tratados como “negros”. Sin embargo, a diferencia del resto del mundo colonial, allí “negro” era sinónimo de libertad, como se cantaba en la samba. Al abolirse todas las jerarquías basadas en el color de la piel, la ciudadanía pasaba a ser reconocida y atribuida conceptualmente por medio del términos que los colonizadores utilizaban para deshumanizar.

Negro pasó a significar no el color de la piel o el lugar de origen, ya que los polacos y alemanes que participaron en la guerra de la independencia, los africanos o los nativos americanos de otros lugares podían convertirse en ciudadanos haitianos: por tanto, también se convirtieron en negros. Todos los que podrían haber sido víctimas de la esclavitud y el genocidio podrían ser haitianos, por lo tanto ciudadanos haitianos, por lo tanto negros. En este particularismo que afirma lo universal, el signo negro, heredado del vocabulario colonial, fue resignificado para afirmar la universalidad contenida en la categoría ciudadano. Al hacerlo, también afirmó que no se puede hablar de ciudadanía en el mundo moderno sin un reconocimiento radical de la experiencia de la raza y la esclavitud. Fue la declaración de los derechos del negro y del ciudadano: el signo racial, antes utilizado para limitar, se convirtió en universal como sinónimo de humanidad.

El problema de la esclavitud no era una abstracción filosófica, como en la teoría ilustrada de los terratenientes europeos, o sólo una parte de los derechos individuales y sociales, como en la Constitución francesa de 1795. Apareció como una cuestión de los “habitantes” de Haití, un aspecto central de la constitución política y parte de los fundamentos indispensables de la entidad geopolítica de la nueva nación. Haití se funda para garantizar la libertad y acabar con la subordinación racial, adoptando una postura radical antiesclavista y proponiendo un movimiento transnacional, internacionalista y antiimperialista, un cosmopolitismo revolucionario articulado por una ciudadanía diaspórica ejercida en un territorio quilombola en medio del Caribe.

La universalidad del colonialismo

Esta postura radical, enraizada en el propio proceso revolucionario, ilumina esta otra historia de la libertad en el mundo moderno. Fueron los acontecimientos de Santo Domingo, y no la filantropía de los europeos, los que llevaron al poder legislativo francés a garantizar los derechos políticos de los hombres libres de color en 1792 y a abolir la esclavitud en todas sus colonias en 1794. Tras la llegada de Napoleón al poder y el restablecimiento de la esclavitud, fue el espíritu de libertad de los haitianos el que derrotó la última embestida francesa en 1803, que pretendía destruir a todos los hombres y mujeres negros, perdonando sólo a los niños menores de doce años.

La furia asesina francesa contra Haití no cesaría con la victoria de la Revolución. Ante el embargo económico y político de las demás naciones, Haití se vio obligado, en 1825, a negociar el reconocimiento diplomático con Francia, que sólo accedió al diálogo si el pequeño país caribeño aceptaba pagar una fuerte deuda por su independencia. Así, tras enviar a la isla a contables y actuarios que contabilizaron todas las tierras (cultivables o no), los bienes físicos, el número de personas anteriormente esclavizadas, las propiedades y los servicios, Francia impuso un tratado en términos estructuralmente desiguales, impregnado de aislamiento y amenaza militar. El préstamo para pagar la deuda sólo podía hacerse con bancos franceses y se transfería directamente al tesoro del país europeo. La deuda se renegoció en 1834 y 1860, y la deuda principal no se saldó hasta 1883.

Las tasas, los intereses y las comisiones de los préstamos, todos ellos exorbitantes y abusivos, acabaron siendo asumidos por los bancos estadounidenses a principios del siglo XX y no se pagaron hasta 1947. Para pagar lo que se debía, Haití tuvo que nacionalizar la deuda y orientar fuertemente su política agrícola y económica, que representa casi el 70% de sus ingresos por comercio exterior. Fue para garantizar el pago, así como los intereses azucareros de la Compañía Azucarera, que Estados Unidos ocupó Haití entre 1915 y 1934. Durante este tiempo, los estadounidenses tomaron el control del Tesoro Nacional y de las instituciones aduaneras haitianas, e impusieron una reforma constitucional que permitía a los extranjeros poseer tierras (prohibidas desde la independencia en 1804). Para tener una dimensión, en 2003, la deuda sería de unos 21.000 millones de dólares; en 2016, el PIB de Haití era de 19.000 millones de dólares, el de Francia, de 2,5 billones.

En este sentido, Haití es un acontecimiento que conecta las dos grandes fases de la política imperial: la esclavitud atlántica y el colonialismo. Por un lado, demuestra cómo todos los negros del mundo tuvieron que pagar por su libertad, constituyendo el capital blanco. Haití soportó como Estado lo que los individuos pagaron con el esfuerzo de su trabajo para comprar manumisiones y cartas de libertad en toda América. Se inauguró una faceta oculta de la lógica racial del rentismo capitalista: el valor no deriva sólo del trabajo, sino del reconocimiento de la libertad de los sujetos no blancos. Al ver reconocida su soberanía en condiciones de extrema subordinación política y económica, Haití se aproxima a las historias vividas por los países africanos en el periodo posterior a la descolonización del siglo XX: a nivel internacional, la soberanía de un Estado negro sólo es posible dentro de una lógica de dependencia.

El viento universal de la libertad

La africanidad de la revolución haitiana debe verse también desde otro lado. En la medida en que los insurgentes procedían en su mayoría de África, la influencia del continente impregnó la lógica revolucionaria, expresada en las tácticas de la guerra de guerrillas y el quilombagem en las montañas, el liderazgo descentralizado, la ética bantú y la configuración de la lengua criolla, a través de la cual las sediciones insurgentes circularon lejos del entendimiento colonial. Además, el acontecimiento puede entenderse como una lucha precursora de las revoluciones por la descolonización en África y otros países periféricos. Por lo tanto, no hay que considerar a Haití como un mero capítulo de la Revolución Francesa, sino como un proceso revolucionario en sí mismo, con su propio programa político que aborda directamente el problema colonial. Es a partir de esta visión que se entiende otro aspecto de la universalidad haitiana: su impacto concreto en las tácticas de resistencia y dominación que surgieron tras la Revolución

La libertad latinoamericana comienza en Haití. Tras ser derrotados por la reconquista española en 1815, los criollos latinoamericanos se refugian en Jamaica, buscando el apoyo de Inglaterra para la lucha por la independencia. Tras la negativa de los británicos, se dirigieron a Haití, donde Simón Bolívar se reunió con Alexandre Petión, entonces presidente. Tras las negociaciones, Petión acepta proporcionar ayuda militar, política y económica a los insurgentes sudamericanos. Con armas, pertrechos y dinero proporcionados por los haitianos, partieron de la isla las dos expediciones que retomarían la lucha en el continente e iniciarían el proceso de independencia de lo que hoy se entiende como Venezuela, Colombia, Ecuador, Panamá, Perú y Bolivia. En otras palabras, el apoyo a Haití es el acontecimiento inaugural que hizo posible la liberación latinoamericana. Un acontecimiento silenciado por la memoria dominante. Silencio que se cierne sobre las condiciones del acuerdo entre Petión y Bolívar -a diferencia de lo que se llama convencionalmente la diplomacia moderna-, Haití no quería nada a cambio, salvo la abolición de la esclavitud en todos los territorios liberados de América. Nada más acorde con la política radical antiesclavista que fundó el Estado negro. Aunque Bolívar cumplió su promesa durante las primeras victorias sobre los españoles, ella fue siendo paulatinamente abandonada por los criollos. Los negros de las nuevas repúblicas sudamericanas aún tendrían que luchar unos años más para que la abolición llegara por completo.

Haití también inspiraría a los insurgentes esclavizados del otro lado del Atlántico. En Cartagena, durante los conflictos con los españoles, se podían ver banderas haitianas ondeando alrededor de las casas de Getsemaní, el histórico barrio negro de la ciudad y donde se dio el primer grito de independencia de Colombia. En 1800-1801, en Virginia, Estados Unidos, durante la Rebelión de Gabriel Prosser, el líder citó a Santo Domingo como referencia de lucha. En Brasil, a lo largo del siglo XIX, eran frecuentes los rumores de que los levantamientos de los negros formaban parte de una conspiración internacional desencadenada por la Revolución de Haití. Las formaciones de quilombos, las insurgencias urbanas, como la de Malês, y las constantes fugas fueron motivos para evocar el pánico al haitianismo.

El imaginario libertario haitiano entra en el siglo XX: en las pinturas de Toussaint Louverture durante el Renacimiento de Harlem; como fundamento de la ascendencia revolucionaria de los movimientos negros; en la circulación de los Jacobinos Negros de CLR James a través de infinidad de manos, como las de Martin Luther King, Louis y Lucille Armstrong, Kwame Nkrumah y los estudiantes sudafricanos que luchaban por otro tipo de historia a mediados de los años noventa. En las novelas, novelas y prosa de Alejo Carpentier, Aimé Césaire, Edouard Glissant, Juan Bosh, Vicente Placoly, Jean Métellus, George Lamming y Derek Walcott.

Por otro lado, se montó un aparato antihaitiano en todo el mundo. Si los haitianos afirmaban la universalidad de los derechos humanos con independencia del color de la piel, en Europa surgían las doctrinas del racismo científico como forma de limitar lo universal. La democracia y los derechos fundamentales sólo eran accesibles, se decía, a los seres racialmente superiores: una ciencia de la eugenesia como respuesta directa al Atlántico revolucionario.

En las Américas se establecen estados-nación fundados en la negación de un Santo Domingo interno. En Estados Unidos se publica la Ley de Insurrección de 1807, una de las primeras grietas en el sistema federalista. Surgida como una demanda de la clase esclavista ante el temor de una rebelión generalizada de los negros, permite el uso de las fuerzas federales para reprimir insurrecciones en los estados. Esta ley sigue en vigor y se utilizó por última vez en 1992 contra las manifestaciones de negros en Los Ángeles en el caso Rodney King. El año pasado, Trump la utilizó para amenazar las protestas antirracistas, poco después del inicio de las movilizaciones que recorrieron el país tras el asesinato de George Floyd.

En Hispanoamérica, líderes revolucionarios negros de la independencia, como José Prudencio Padilla y Manuel Piar, son ejecutados en los albores de las repúblicas bajo la sombra del haitianismo. Magnicidas que transmiten un mensaje sobre el lugar de los afrodescendientes en las nuevas naciones latinoamericanas. En Brasil, fue el miedo a Haití lo que fundó la solución monárquica y un Estado centralizado, capaz de responder a las revueltas populares con cohesión y coherencia política, y lo que eliminó la posibilidad de cualquier tipo de ciudadanía para los africanos, aunque fueran liberados, en la Constitución de 1824. Este miedo también será reactivado en diferentes momentos del siglo XIX por las élites políticas brasileñas, especialmente ante el fin de la trata de esclavos y de la esclavitud: el miedo a la rebelión de los esclavos y a un nuevo Haití dará unidad a la clase terrateniente y es lo que permitirá salvaguardar los intereses económicos y el poder político, ambos fundados en la subciudadanía negra en un proyecto blanco de nación.

Aunque silenciada por la narrativa dominante, Haití fue un acontecimiento universal: estuvo en todas partes. Actuó como motor del antagonismo político, marcando tácticas de insubordinación y dominación. Se inscribió en las estructuras fundacionales de la modernidad.

El devenir haitiano

Según el filósofo camerunés Achille Mbembe, las experiencias esclavistas y coloniales legaron una lógica de poder y dominación basada en la permisividad y las tecnologías sobre los cuerpos, la tierra y el tiempo. Las prácticas de zonificación, cercamiento y loteamiento; la economía de la violencia; y la desposesión de las matrices de lo posible son las características fundacionales del poder colonial. Esta estructura de dominación dependía, al final, del establecimiento de un individuo como esclavo. En la modernidad atlántica, ese esclavo era el hombre negro. El signo negro era el átomo de la política moderna de la muerte. Mbembe dice que esta condición de inhumanidad, antes reservada a los genes de origen africano en el primer capitalismo, se extiende ahora a toda la humanidad. La institucionalización y universalización de este carácter desechable y soluble como norma de vida es lo que él llama el devenir-negro del mundo.

El devenir negro del mundo es el Apocalipsis. Como escribe el escritor dominicano Junot Díaz, la historia de Haití está llena de “apocalipsis”: los horrores del genocidio indígena, la esclavitud y el colonialismo; la guerra revolucionaria, que redujo la población de la isla en un 40%; las décadas de embargo económico, usurpación financiera y aislamiento político; las intervenciones imperialistas; la masacre de 1937 practicada por sus vecinos dominicanos; las dictaduras de los Docs; y, más recientemente, el terremoto de 2010. Junot afirma que los “apocalipsis” nos permiten ver aspectos de nuestro mundo que preferimos ignorar, ocultos tras la negación. Más que eso: los “apocalipsis” iluminan que cualquier catástrofe no es un acontecimiento natural sino social, que la forma en que llevamos a cabo nuestra vida cotidiana produce incesantemente la posibilidad de un nuevo Apocalipsis.

El teórico haitiano Michel-Rolph Trouillot sostiene que el silencio producido sobre la Revolución Haitiana es la negación fundamental de la modernidad. Este olvido deliberado es lo que permite construir relatos de progreso, democracia y avance de los derechos humanos sin dar cuenta de la sangre derramada. Permiso que permite un nuevo Apocalipsis a la vuelta de la esquina: la universalización misma de la condición del fin del mundo. Fue contra esta condición que los haitianos se reunieron aquel 14 de agosto en Boïs-Caïman y lucharon durante más de una década contra una realidad que les imponía vivir como esclavos o morir. Y al final del proceso, contra toda lógica moderna, afirmaron que el devenir negro no era la muerte, sino la vida, la libertad. En esta resignificación, en la que el devenir negro se transmuta en devenir haitiano, rechazaron la vida como muertos vivientes en el fin del mundo.

Es en los dilemas universales legados por la revolución haitiana donde se encuentran las claves de la tergiversación histórica, haciendo de lo impensable lo inevitable. Transformar el devenir negro en devenir haitiano como condición para, una vez más, evitar el Apocalipsis.

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