Argentina y su democracia ¿en riesgo o en entredicho? El regreso del Falcon verde

Tanto quienes están sumidos hasta el caracú en la situación que se vive en la Argentina como quienes asisten al espectáculo desde lejos, tienen (tenemos) mucho que aprender acerca de la encrucijada que nuestras sociedades enfrentan. Pero no se aprende simplemente observando -y sufriendo o disfrutando un resultado electoral. .

Para aprender debemos hacernos preguntas incómodas, que no nos haríamos en situaciones de mayor confort. Como por ejemplo: ¿la democracia, hoy, tal cual es, conserva su sentido? ¿Sólo peligra o ya la hemos agotado sin remedio? ¿Hay otra?

 

En Diálogos hemos seguido la saga Milei con algún detalle. Así, hemos sido espectadores de su ascenso de oscuro panelista de TV, insultante e incontinente, a su actual posicionamiento como aspirante presidencial con -quizás- más de un 45% del favor popular ya asegurado. Que podría ser mayor al 50%.

Más adelante en el tiempo asistimos a su consolidación como figura estelar de una derecha dividida pero obsesionada por indiferenciarse y copiarse hasta el pobre vocabulario con el que se maneja. Y el 22 de octubre lo vimos relegar a un tercer lugar a quienes advertían acerca de su peligrosidad pero apenas 48 horas después se apresuraban a mimetizarse con él. Como advierte con frecuencia el escritor y analista político Jorge Asís: «en Argentina, la solidaridad con los que triunfan es conmovedora».

Y por último, nos disponemos ahora a presenciar lo que será su previsible caída o su anunciada consagración el 19 de noviembre. Pase lo que pase, el país ya no será el mismo después de la emergencia de este fenómeno incomprensible. Y la política deberá analizarse a si misma en un diván para el que quizás no está preparada.

Ecos asordinados de un debate

Si hemos seguido esa desgraciada saga no es por el dudoso atractivo que pueda tener una figura como la suya, habitualmente torpe y gesticulante pero, en los últimos días, a todas luces farmacológicamente contenida.

Así, pudo ser interesante ver que durante el último debate presidencial el loco de la motosierra, acostumbrado al insulto y los gestos ampulosos, se tornó inseguro y balbuceante como si en las venas le hubieran inyectado tilo.

Y fue disfrutable presenciar cómo el hombre grosero y que se preciaba de humillar a quienes lo contradecían, en especial si eran mujeres, se transformaba en un adolescente malcriado e inmaduro, quejoso, de mirada torva, y un conocimiento del mundo asombrosamente pobre.

Tuvo su gracia y fue algo así como un toque de divina ironía que quien lo enfrentaba y lo anulaba en ese debate, Sergio Massa, lo hiciera a pesar de cargar con el peso de ser hoy la principal figura -afortunadamente la única visible- de un gobierno que no supo hacer lo que de él se esperaba. El recurso de última instancia de una sensibilidad política -el peronismo- empantanada hasta ayer -y quizás también mañana- en una crisis profunda.

Pero nuestra intención está menos apegada a la descripción de lo freak (a eso nos habíamos dedicado en nuestra edición anterior) y más interesada en hurgar en las corrientes subterráneas que arrastraron toda esa resaca consigo. Importa el contexto. Importa lo que hizo que ese fenómeno desgraciado y peligroso fuera posible.

Y no menos importante e intrigante ha sido descubrir que hay un público preparado para -y ansioso por- consumir esas amplinas. Al punto de que, entre los ecos asordinados del debate, hubo uno que nadie había previsto: que en el público afín a Javier Milei, la lástima por su baja perfomance y por su ignorancia de aspectos básicos del funcionamiento del Estado y de las políticas públicas, haya operado como un reforzador de la intensión de voto. Algo así como una valoración de las carencias.

Tras los muros, sordos ruidos…

Nos importa entonces, mientras nos mordemos las uñas a la espera de lo que suceda el domingo 19, intentar entender cómo y por qué un sujeto sin otro encanto que una iracundia fingida y el uso retorcido de cuatro o cinco clisés en contra del Estado que cualquier joven anarquista recién llegado a la militancia de izquierda maneja con más soltura y mayor propiedad, ha llegado a poner en riesgo a una democracia que aunque agrietada parecía todavía sólida.

Nos importa acercarnos a una explicación al menos provisoria de cómo fue posible que el pacto democrático post-dictadura dejara de ser una base aceptada por todos y pasara a ser un motivo de negación, insultos y burla.

Porque detrás de la reivindicación del menemismo como fiesta de las privatizaciones y del sálvese quien pueda, detrás de la admiración por el «tatcherismo de guerra» más explícito e inhumano, detrás del reclamo de «justicia» para que los pobres militares presos sean indultados y hasta premiados por haber haber hecho desparecer menos gente de la que se dice, detrás de la amenaza de romper las relaciones con Brasil y China porque «la soja que no nos compren los comunistas nos la comprará algún otro», detrás de los vouchers milagrosos para que puedas elegir el hospital o la universidad que más te gusten, y detrás de tonterías como que los hombres deben ser protegidos de paternidades no deseadas y de mujeres malvadas que pinchan los preservativos para quitarles su dinero, se agazapa algo peor.

Detrás de todo ese batiburrillo ridículo y sin sentido, «tras los muros sordos ruidos oir se dejan de corceles y de aceros».

Y esos sordos ruidos no son los que evoca la Marcha de San Lorenzo en las festividades escolares, sino la banda de sonido de los años de plomo de la última dictadura, cuya reivindicación es quizás la mejor marca de fábrica del mileísmo.

Porque mientras desde los medios de prensa hegemónicos se comienzan a sembrar dudas acerca de la legitimidad de un resultado electoral adverso, como si lo que pretendieron hacer en su momento Donald Trump o Jair Bolsonaro formara parte de un manual obligatorio, comienzan a proliferar en las redes, reproduciéndose hasta la náusea, las marchas miltares.

Se escucha en TikTok el llamado a que los miitares salgan a la calle a impedir un supuesto fraude, y se multiplican en Twitter las promesas de que volverán los falcon verdes a meter en sus baúles, de a seis o de a siete, los cadáveres de los zurdos y las zurdas de mierda.

@ivolante

♬ sonido original – Ivan Volante

Y esto, entonces, deja de ser un circo beat y una parodia de mal gusto y pasa a ser el anticipo (crucemos los dedos) de una desgracia colectiva.

El cambio y la frivolidad

Frente a eso que parece estar desarrollándose dentro del huevo de la serpiente, cabe preguntarse ¿Milei ha puesto en riesgo a la democracia con su sola presencia o la democracia está en entredicho y cuestionada en sus presupuestos fundamentales y él es apenas una manifestación de ese deterioro?

Porque si ese fuera el caso y él no es más que el instrumento elegido por una sociedad deprimida y en crisis para propinarse el golpe de gracia, nuestro foco debería correrse. Deberíamos dejar de centrarnos en él y prestarle más atención a lo que está pasando en ese sector de la sociedad que se dejó deslumbrar, que quiso dejarse deslumbrar: Más que una ciudadanía participante en el sentido sociológico del término, una muchedumbre de gente desprotegida, descorazonada, pasada por alto y crédula, capaz de destejer el pacto democrático que vertebra la política del país, para lograr «un cambio» vago e insustancial, sin que aparentemente les importe saber en qué consiste ese cambio que buscan.

Y si hay un candidato que más arriba describíamos como un «adolescente malcriado e inmaduro, quejoso, de mirada torva y desconocedor de reglas básicas acerca del funcionamiento del mundo, hay en el sector del electorado que le es más afin, mucho de eso. Los representa adecuadamente. Porque obviamente, que haya personas dispuestas a votar a quien les promete romper relaciones diplomáticas con los dos mayores socios comerciales del país, quiere decir que no sólo él ignora cosas elementales y vive en un mundo de ilusiones.

Hay hombres y mujeres jóvenes y no tan jóvenes que, más allá de todo lo censurable que tengan -y en verdad tienen- la política tradicional y las instituciones anquilosadas y ya secas por dentro, no sueñan en otra cosa que en tirar abajo un muro para construir otros. Nuevos muros que separen, que aíslen, y que protejan sus propios privilegios. O lo que es aún peor, los privilegios que aspiran a tener un día y que posiblemente no disfrutarán nunca.

Hombres y mujeres jóvenes y no tan jóvenes que sienten que ser libres es «atreverse» a despreciar todo lo que no entienden. Porque el sistema de enseñanza no parece haber cumplido bien con algunos de sus cometidos, porque eso es lo que maman a través de las redes cada minuto del día, y porque es lo único que han podido aprender del flautista de Hamelin que los conduce. Pero también porque quienes aspiran a mostrar la viabilidad de opciones alternativas -eso es cada día más evidente en la llamada izquierda no peronista- lo hacen inadecuadamente o tienen dotes persuasivas casi inexistentes. Venden cosas viejas y las venden mal.

Frente a todo ese panorama confuso y desmoralizador puede parecernos improbable o inconcebible lo que anuncian las encuestas: que esas personas que han sido convencidas de que aspiraciones elementales como la justicia social o la educación y la salud al alcance de todos son monstruosidades innecesarias con las que la casta les roba lo que es suyo, son más que el resto. Y que el personaje del cual hasta ayer nos reíamos o escandalizábamos, será el nuevo presidente. O que presidirá el Senado una defensora confesa de los genocidas.

Pero por improbable e insensato que parezca, es posible. Y estamos a un tris de que se haga realidad.

El pecado de impotencia

Decíamos más arriba que todos podemos aprender de lo que hoy sucede en la Argentina, en primer lugar porque nadie está libre de vivir en su suelo una desgracia como ésta. Y en segundo lugar, porque como hemos tratado de argumentar en anteriores oportunidades, el fenómeno de las nuevas derechas nos coloca, a quienes aspiramos a resistirlas de algún modo, ante el desafío de dejar de repetir como loros viejas verdades que hoy han perdido buena parte de su sentido y admitir que, desde la izquierda, por el momento, no hay alternativas que no supongan, ante todo, coaligarse en un «nosotros» amplio y que incluya al centro político sin miedo a estar resignando banderas.

Eso, la posibilidad de que a partir de este sismo puedan aunarse voluntades para resistir un viraje enloquecido hacia el desastre, es lo que está dándole esperanzas a mucha gente de buena voluntad en la República Argentina. No porque Massa sea el non plus ultra de los deseos de todos, no porque todos quienes lo votan vibren en sintonía con su estilo particular de entender el peronismo, no porque quienes le reprocharon inconsistencias en el pasado las hayan olvidado, sino porque él es quien ha aceptado un desafío que quizás exceda sus posibilidades.

Y porque a través suyo existe al menos la posibilidad de quebrar la lógica de enemistad y enfrentamiento que hoy vertebra la política argentina e impide todo diálogo. Ese acostumbramiento enfermizo a palabras como «aniquilamiento», «ataud», «desaparición definitiva y para siempre» que se han incorporado a la vida cotidiana como si toda solución tuviera que ser una «solución final».

Para muchos de quienes lo votarán el domingo 19 de noviembre, Sergio Massa no es, afortunadamente, el líder a seguir a toda costa y podría llegar a ser, llegado el caso, un adversario. Como ocurre en cualquier democracia que se precie. Eso significan y eso permiten, en política, las coaliciones y las alianzas.

Lo vimos en la región con Lula, que no sería hoy un faro para el mundo y un promotor del multilateralismo y la paz, si no se hubiera coaligado con Fernando Henrique Cardoso para desalojar a Jair Bolsonaro del poder.  Lo vemos en Chile, donde el purismo de una izquierda narcisista demasiado enamorada de si misma ha encontrado en las alianzas con el centro la única posibilidad que todavía la salva de no despeñarse en la puerilidad y el fracaso. Y lo vemos en Uruguay, donde la posibilidad de aunar en una misma fuerza política todo el espectro político, desde el centro hasta la izquierda, no está en discusión porque existe, como una rara avis, desde hace medio siglo. Y es palpable, especialmente hoy, mientras publicamos esta nota, en España. Donde sin una coalición entre izquierda, centro y fuerzas independentistas de todos los signos, ya estaría la ultraderecha franquista enquistada en el poder.

Advertía León Felipe, en otra época y otras circunstancias, algo digno de ser recordado hoy, estemos donde estemos y hagamos lo que hagamos, si anomalías como Javier Milei se encumbran al poder, como podría suceder a partir del próximo domingo en la Argentina:

Y ahora tenemos que ir al cielo
dando un gran rodeo
por el camino del infierno,
cavando un largo túnel en el suelo
y preguntando a las raíces y a los topos.
Porque ya no hay campanas
ni espadañas, Pedro, y los pájaros…
todos tus pájaros se han muerto.

HORACIO TEJERA
HORACIO TEJERA
Comunicador, activista por los derechos humanos,y el desarrollo sostenible, y diseñador gráfico - Editor de Diálogos.online