La cotización al alza de los muertos y las ensoñaciones supremacistas de Isaías

Se estremecerán los cielos, y la tierra se moverá de su lugar. Será la indignación del Señor de los Ejércitos, en el día del fuego de su ira. Como gacelas perseguidas, como ovejas sin pastor, tus enemigos intentarán volver a su pueblo, y tratarán de huir a sus tierras. Cualquiera que sea descubierto será traspasado por las lanzas; y cualquiera que caiga será atravesado por la espada. Sus hijos serán estrellados ante sus ojos; sus casas saqueadas, y violadas sus mujeres.

Isaías – Capítulo 13 .
 

Por un minuto volvamos atrás.  Remontemos el tiempo hasta los orígenes del pueblo que se soñó y se sigue soñando el elegido y el preferido de un Dios, y releamos los delirios mesiánicos de los primeros profetas que recorrieron el paisaje pedregoso y árido en el que nacieron las tres -las tres- religiones abrahámicas que de un modo u otro vertebran nuestra cultura.

Tenemos en esa cita de la revelación de Isaías crueldad, dolor infligido gratuitamente, castigos inmisericordes, condena eterna, sangre y destrucción. Para decirlo en términos modernos y menos viscerales: limpieza étnica y sustitución de poblaciones; genocidio y supremacismo colonial. Eso y no otra cosa nos anunciaba el profeta, no sin alborozo y con un agradecimiento expreso a la divinidad que lo haría posible.

Todo en el nombre de Dios y de su infinita bondad. Todo para asegurarle a los elegidos del Señor el merecido retorno a la tierra prometida de la que mana leche y miel.

La cita injustificable

Por supuesto, ninguna religión es reducible a sus partes más oscuras y no se le puede atibuir a los creyentes de ninguna de ellas cada barbaridad que se diga o se haya dicho en su nombre, pero cuando alguien elige fundamentar lo que hace en una profecía, como si su accionar la estuviera cumpliendo, vale saber a qué se refiere. Para entender qué nos dice.

Benjamín Netanyahu al anunciar la inminente entrada del ejército Israelí en Gaza, citó el capítulo final de una profecía del profeta Isaías en la que se describe un escenario idílico en el que todas las naciones del mundo se arrodillan ante una Jerusalem victoriosa:

Oh, ¿quiénes son ésos, una nube de palomas que vuelan a su palomar?
Mira cómo los barcos de Tarsis acuden, trayendo de lejos a tus hijos, con su plata y su oro, a causa del Nombre de Yavé, tu Dios, que te ha glorificado.
Los extranjeros reedificarán tus muros y sus reyes te pagarán los gastos.(…).
Tus puertas estarán siempre abiertas, no se cerrarán ni de día ni de noche, para recibir las riquezas de las naciones que te traerán sus mismos reyes.
El país o el reino que no quiera obedecerte, perecerá, y las naciones serán destruidas totalmente.

Ese es el «final de la historia», que imagina el bueno de Isaías. El parecido con situaciones de la historia reciente y con otros delirios de grandeza y poder son apenas una curiosidad. Pero antes de contarnos el final feliz, el profeta nos ha descrito las imágenes de horror que citábamos al principio. Y eso nos ayuda a entender el mensaje de Israel hoy, y lo que pasa por la imaginación perversa de un genocida (y de los que de un modo u otro lo respaldan y utilizan). Lo que se prepara es pesadillesco, pero a Dios le gusta.

Que al anunciar la inminente entrada de cientos de tanques a Gaza, bloqueada por aire, tierra y mar desde 2007 y ya derruida tras el bombardeo a la población civil y la matanza más cobarde y aberrante que se recuerde desde Hiroshima, Benjamín Netanyahu (acusado en su propio país de actos de corrupción, de desbordes autoritarios y de haber financiado a Hamas desde sus orígenes para no tener que cumplir con los acuerdos a los que su país estaba sujeto) haya citado la profecía de Isaías, que describe cómo será el triunfo de Israel sobre todas las naciones del mundo, es más y es peor que una cita desafortunada.

Es un injustificable desafío a la humanidad toda que la comunidad internacional, tarde o temprano, debería reconocer como tal y responder. No con igual furia, porque nadie debería dejarse caer en fiebres de aniquilación redentora ni en actos desesperados que luego son tan difíciles de diferenciar del terrorismo, pero sí con un freno que coloque tanta maldad e irresponsabilidad en su sitio.

Que los EEUU, el país que ha validado y financiado toda esa carencia de escrúpulos durante décadas, diga deplorar lo que sucede, pero vete en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas todo pedido de alto al fuego, no se sale del guión al que nos tiene acostumbrados, pero lo envilece y profundiza. Que mientras dice liderar los esfuerzos de paz Joe Biden envíe nuevas armas y portaviones a la zona del conflicto y se vanaglorie de poder manejar dos o tres guerras simultáneas (como si con lo que ha conseguido en Ucrania o lo que le sucederá en Taiwán si continúa jugando con fuego no le resultara suficiente) lleva a pensar que tanto él como la inmensa mayoría de la clase política de su país padece de esa religiosidad ridícula y apocalíptica que busca con ansias el Armagedon para poder presenciar después cómo Jesús vuelve entre ángeles, querubines y nubes de algodón.

Que Occidente y su «orden internacional basado en reglas y valores» -ese Occidente que no está resultando ser, a los ojos del mundo, más que un entramado de intereses y torpezas mayúsculas-, esté «comprometido férreamente» no en detener ya mismo la matanza sino en asegurar que existan dos o tres corredores humanitarios que lleven a los sitiados ayuda suficiente como para que no mueran hoy sino mañana… que se preocupen porque su inacción y complicidad con las políticas de despojo les haga perder prestigio frente al Sur global como si lo importante fueran no los desastres de la guerra sino qué tan civilizados e influyentes los vemos…  o que se alarmen porque una guerra que involucre a todo el Medio Oriente -y que podría ser nuclear- les haría llegar flujos de refugiados que no desean ver en sus fronteras, los desnuda como una versión explícita de lo inhumano y lo inútil. No se los ve hoy visitando a la humanidad sufriente en Gaza con el entusiasmo que ponían hasta hace muy poco para que la TV nos los mostrara anunciando victorias en Kiev.

Que el Secretario General de Naciones Unidas tenga que defender su cargo de las presiones israelíes para que renuncie por haber dicho que no está bien bombardear hospitales, que el Papa diga lo mismo y se lo acuse de favorecer el terrorismo, que Amnesty International sea incluida en una lista de organizaciones antisemitas, que UNICEF denuncie cada día las muertes y mutilaciones de niños, que la organización Mundial de la Salud denuncie que en la franja de Gaza se están realizando operaciones quirúrgicas y partos si anestesia, que Oxfam advierta que si continúa el bloqueo de material sanitario en pocas horas los hospitales que aún permanecen en pie no podrán atender a nadie, que los cadáveres se pudran por miles bajo escombros que nadie puede retirar porque más y más bombas caen y lo impiden, que casi la mitad de las viviendas hayan sido destruídas o hayan quedado inhabitables en apenas 3 semanas de bombardeos indiscriminados, que más de dos millones de personas estén atrapadas en lo que se ha definido como una cárcel a cielo abierto preparándose para que mañana ocurra algo peor a lo que vivieron hoy, que todo eso nos resulte aberrante pero sepamos sin estremecernos que seguirá sucediendo, no está desligado de aquellos sueños perversos de Isaías acerca de casas destruídas, niños despedazados frente a sus padres, y mujeres violadas en el nombre de un dios terrible: Yavé, el «Señor de los Ejércitos».

Su sueño húmedo de venganza, apropiación de lo ajeno y destrucción, lo queramos o no, forma parte de nuestra cultura. Esa deshumanización normalizada por la creencia en la superioridad de un pueblo no explica cada uno de los detalles de los últimos 100 años de ocupación, injerencia imperial y guerra colonial en el territorio palestino que nos trajo hasta este infierno, pero forma parte del sustrato que los nutre.

En nuestra próxima edición intentaremos repasar lo ocurrido en la región a lo largo de los 100 años que van desde 1917 hasta nuestros días, lo que incluye, por supuesto, el anhelo de un pueblo perseguido y anatemizado por una patria que pudiera considerar propia, pero para terminar este recorrido por el subsuelo de la historia, acerquémonos a lo que el escritor, cirujano y dramaturgo egipcio Bassem Youssef definía hace algunos días como la cotización al alza del valor de los muertos.

La cotización de la muerte

La llamada Ley del Talión presente en el Código de Hammurabi (el primer tratado de leyes escritas conocido), que estipulaba que hacer justicia implicaba tomar ojo por ojo y diente por diente, ha quedado desactualizada desde hace mucho tiempo. Nosotros, menos primitivos que aquellas gentes, sabemos que no todo vale lo mismo. Que unas vidas son más valiosas que otras. Que el sufrimiento y el llanto en los países colonizadores importa más que el llanto y el sufrimiento en los territorios colonizados. Y basta recordar nuestra propia historia para entender hasta qué punto esto es cierto.

De acuerdo a esa revalorización del dolor, si Hamas, en el asalto del 7 de octubre a las fronteras de Israel que heló la sangre del mundo se había cobrado 1500 vidas inocentes, ¿cuántas deberían ser las vidas -también inocentes- que Israel habrá de tomar como represalia y para asegurarse de que el terror de la población civil palsetina desactive sus reclamos territoriales y de justicia para siempre? ¿Cinco? ¿Diez? ¿Veinte veces más?

Por el momento la cifra de víctimas civiles palestinas en las tres semanas de bombardeos que siguieron al ataque (terrorista, sí) de Hamas, supera las siete mil, el 70% de ellas mujeres y niños. Pero no parece ser suficiente.

Lo que no se puede estimar aún es qué cifra puede resultarle «proporcional» a un Estado que si había sido acusado de terrorismo antes (terrorismo; sí), hoy no deja dudas acerca de su naturaleza.

Los muertos de Israel podrían tener, para la mayor parte de nosotros, el mismo valor, en términos de dolor, de injusticia y de sed de reparación, que tienen todos los muertos independientemente de sus creencias, color de piel, clase social o procedencia. Pero en realidad, a lo largo de toda la historia «nuestros muertos» han importado más que los ajenos. Y hoy los suyos parecen tener en bolsa un valor superior a todo lo imaginable.

Sólo sobre el final de esta orgía de sadismo ancestral, religiosidad mal entendida e hipertrofiada, ambición colonial, amor a las armas, voracidad imperial por los recursos, destrucción y miedo, sabremos, por fin, cuánto.

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