El del cómic, como invención y sin entrar en debates interminables y poco productivos acerca de préstamos culturales e intercambios simbólicos, es muy posiblemente, en su formato presente, un invento básicamente norteamericano, que vino a nacer en un contexto tan poco propicio como la prensa diaria. .
Paradójicamente, si se tiene en cuenta la consideración que tuvo durante mucho tiempo en muchos lugares, por ser considerado como algo “infantil” y de baja categoría artística, se trataba al comienzo de un invento de adultos inserto en un medio para adultos. Un producto de la “prensa seria”.
Fue Joseph Pulitzer (1847-1911) quien tuvo la idea de introducir en el suplemento dominical de su diario, The New York World, una viñeta a toda página en la que un crío resabiado llamado Mickey Dugan, rapado y de orejas prominentes, vestido con un sayón, se valía de un lenguaje ordinario e incluso barriobajero (slang), ajeno por completo al buen gusto de las clases medias y altas de la época, para suscitar la sonrisa de los lectores e incitar a la reflexión.
El 5 de mayo de 1895 apareció la primera de estas viñetas bajo el título de Hogan’s Alley, siendo su artífice Richard Felton Outcault (1863-1928), artista nacido en Lancaster, Ohio. Éste comenzó su andadura profesional como ilustrador técnico para la empresa de Thomas Edison (1847-1931). Luego se emplearía como dibujante de viñetas humorísticas para semanarios como Judge o Puck.
Dado que, por razones técnicas y estéticas, el vestido del chico empezaría a colorearse de amarillo en imprenta, comenzó a ser conocido entre los lectores como The Yellow Kid, nomenclatura que finalmente adoptaría la propia viñeta. El editor del suplemento del diario, encabezado como Sunday World’s, era Morrill Goddard (1865-1937), uno de los periodistas más influyentes de su época, aunque hoy poco recordado, y gran inspirador de las viñetas de Outcault, en la medida que no solo fue quien sugirió a Pulitzer su contratación, sino que también inspiró muchos de sus temas y contenidos.
Prensa “amarilla”
Joseph Pulitzer era un visionario de la prensa escrita que había seguido con sumo interés la ya tradicional costumbre europea de introducir viñetas ilustrativas o humorísticas en la prensa diaria, y que buscaba algo de similares características para su periódico. Las razones eran estratégicas. Había asumido que un medio de comunicación era también un negocio. Así, no solo debía resultar interesante y agradable a sus lectores habituales, sino que también debía generar lectores potenciales para asegurar su futuro.
Y los Estados Unidos eran un país con una elevada tasa de inmigración, al cual llegaban diariamente miles de personas con escaso o nulo conocimiento del idioma. Solo un vocabulario llano, de la calle, como el del Yellow Kid, que además trataba de abordar muchos de los problemas diarios de este sector poblacional, podía captarlo. Además, estaban los niños: lectores de periódicos potenciales del mañana que debían familiarizarse con el formato, a fin de ser introducidos en el mismo desde la infancia.
De tal modo, la teoría de Pulitzer era tan atrevida como genial: el periódico no había de ser solo un instrumento para el cabeza de familia, o el estadounidense anglosajón de clase media, sino un instrumento transversal, interclasista e intergeneracional, que circulara por todas las manos posibles antes de terminar sus días como envoltorio del pescado.
El primero en asimilar y comprender el alcance y gran potencial de la idea de Pulitzer fue, precisamente, el archiconocido magnate de la competencia, William Randolph Hearst (1863-1951). Más joven y agresivo que su opositor, apenas un año después de que la creación viese la luz, ofreció a Outcault más dinero para hacerse con sus servicios, por lo que el niño orejudo pasó a las páginas del suplemento dominical de The New York Journal-American.
Ciertamente, el diario de Pulitzer había ido desarrollando paulatinamente una sutil y decidida tendencia hacia el sensacionalismo, pero la palma se la llevaba el rotativo de Hearst, que horrorizaba a los sectores más cultos de la sociedad estadounidense.
Por ello, la aparición en las páginas de ambos periódicos del chico amarillo, y la tremenda controversia que terminó suscitando en torno a la “autenticidad” del personaje que cada cual publicaba, iba a motivar que muy pronto se estableciera la denominación habitual de “prensa amarilla” (yellow paper) para aquella destinada al consumo de lectores escasamente formados, en la que la línea editorial populista del periódico, e incluso el esfuerzo por “hacer interesante” la noticia al punto de inventar o tergiversar sus detalles, predominaban sobre los hechos reales acerca de los que se informaba.
Fue Hearst quien tuvo la feliz idea de convertir la única viñeta en una sucesión de ellas, o relato narrativo secuencial, que permitía ir más allá para desarrollar una historia completa en el espacio concedido a la viñeta. Outcault, por su parte, resolvió el problema de la narración y el diálogo creando el célebre “bocadillo” que permitía a los personajes comunicarse entre sí, y facilitaba ir más allá de la mera transmisión al lector de informaciones contextuales.
De tal modo, el 25 de octubre de 1896, con una famosa historia que giraba en torno al argumento de un loro oculto en un gramófono –“The Yellow Kid and his new Phonograph”–, apareció el que muy posiblemente sea primer cómic en sentido estricto de la historia o, cuando menos, el primero que se atiene rigurosamente a las convenciones narrativas habituales en el medio.
Batalla legal
Por supuesto, Pulitzer nunca renunció a su propuesta original, en la medida que estimaba degradantes las rapaces estrategias de su competidor, al que acusaba de haber robado la idea y el personaje, The Yellow Kid, pues registró la marca y continuó apareciendo en su periódico bajo tal denominación y la acción creativa de otros artistas, como George Luks (1867-1933).
Entretanto, Hearst y Outcault se veían obligados a buscar diferentes títulos para poner su viñeta en imprenta, entre ellos el original de Hogan’s Alley. Así surgió el primer litigio de la controvertida industria del cómic, suscitado por la titularidad del personaje, y que podía reducirse a una cuestión fundamental: ¿es el personaje propiedad de su creador o de quien lo edita? Posiblemente, en el presente esta pregunta nos parezca absurda, pero no lo era en aquel momento.
El tema de los derechos de autor y la titularidad de las marcas era aún materia de profuso debate jurídico. El hecho es que la solución de los tribunales fue salomónica, pues fallaron que el creador tenía derecho a cultivar su personaje libremente y donde quisiera, pero la empresa editora que lo hubiera registrado en un primer momento gozaría del derecho a publicarlo si así lo estimaba conveniente, aunque fuera realizado por otro equipo creativo.
No obstante, el fracaso de Outcault a la hora de registrar el personaje como propiedad intelectual exclusiva (aunque consiguió registrar varias licencias para la explotación de su imagen), así como su lento declive por el empuje de la competencia emergente, le llevaron a un desinterés progresivo sobre el mismo para centrarse en otras creaciones. Esto motivó, irónicamente, que ambos periódicos en litigio dejaran de publicarlo abruptamente en 1898. No obstante, y para entonces, el del cómic era ya un producto cultural muy demandado por los lectores.
Francisco Pérez Fernández, Profesor de Psicología Criminal, Psicología de la Delincuencia, Historia de la Psicología, Perfilación e investigador psicosocial., Universidad Camilo José Cela y Francisco López-Muñoz, Profesor Titular de Farmacología y Vicerrector de Investigación y Ciencia, Universidad Camilo José Cela
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.