Desapacible y chirriante, la estridencia de este nuevo flautista de Hamelin es, por sobre confrontativa hasta un grado pocas veces alcanzado, irresponsable, alocada, desagradable y ridícula, pero eso, ¿a quién le importa? ¿Algo de lo que nos pusieron por delante es más que una ficción? ¿No habíamos pagado entrada para divertirnos? .
Estamos frente a un escenario inédito en la política argentina de los últimos 40 años y ante un posible vuelco geopolítico en la región de enormes proporciones. Sin embargo es casi imposible presenciar algunos de los últimos episodios sin caer en la tentación de interpretar lo que pasa en una clave bufa. Porque… si quien nos ha sido presentado como el actor principal de esta tragedia gesticula y salpica como si estuviera recién salido de un estercolero, si se rodea de personajes igualmente grotescos mientras todos en la platea se comen las uñas y se ríen al mismo tiempo, ¿por qué deberíamos nosotros tomarnos esto en serio?
Trastorno y popularidad
Como ocurre durante la última década en todo el mundo con las derechas extremas, que presumen de traer consigo un nuevo orden basado en una libertad total entendida como antojo y predación, Javier Milei, la nueva estrella del circo en que se ha ido convirtiendo la política aquí, allá y en casi todas partes, puede asombrar pero no innova. No es disruptivo porque su propuesta sólo extrema lo que ya hubo: maximiza lo peor que haya conocido la Argentina (en lo económico, el menemismo y sus hijos bobos corporizados en Juntos por el Cambio; en lo social, los efluvios anti-izquierdistas que fueron el leit motiv de cada dictadura).
Quien más quien menos, no sólo en su país sino también fuera, ya ha oído hablar de él, de sus perros, de su hermana, y de su nueva novia, y ya ha escuchado los ecos, próximos o lejanos, de la chabacanería que lo que lo caracteriza y de una enunciación gritona, repetitiva y poco coherente, centrada en que quienes no son él son superlativamente malvados (como el papa Francisco, de quien ha dicho que es «el representante del maligno en la tierra» y «un comunista de mierda«), o constituyen una «casta» de ladrones, burros e idiotas.
Asistimos, una y otra vez, porque nada ni nadie parece poder liberarse de su encanto, a una compactación discursiva de la que sólo sobresalen y se escuchan, por sobre el ruido de fondo, los insultos, los agravios, la soberbia y los desvaríos de un personaje a todas luces trastornado, pero ¿inesperadamente? popular.
Ese personaje grotesco y hasta no hace mucho tiempo improbable, pero que obtuvo un primer lugar en las elecciones internas de los partidos políticos del 13 de agosto, es hoy el centro de todas las especulaciones de los analistas y la prensa, pero también de todas las conversaciones en la calle. «No lo vimos venir«, dicen cariacontecidos los mismos que lo colocaron en escena y nos cobraron entrada para que nos divirtiéramos con él.
¿No habrá ninguno igual, ninguno nunca?
Desde su aparición hace algunos años en los programas televisivos de la tarde en el canal de quien fuera y posiblemente siga siendo su empleador, el show pareció, hasta hace muy poco, ser sólo eso; un freak pretendidamente libertario vociferante y enfurecido diciendo barbaridades a diestra y siniestra, sobre la base de un cierto «sentido común» ya instalado en la prensa hegemónica.
Su propuesta jamás pasó de ser un credo tatcherista elemental y aburrido pero llevado a un nuevo nivel de ferocidad: Cada cual debería ocuparse de lo suyo y salvarse sólo. Todo lo que huela a colectivo limita la libertad de la que deberían gozar los más aptos y exitosos. Todo lo que te pasa es culpa del Estado y de los políticos, que frenan a los emprendeores y agrian con regulaciones las mieles del librecomercio. La Justicia Social es un robo que te saca del bolsillo lo que debería ser tuyo y sólo tuyo para entregárselo a quienes no quieren trabajar. Todo debería ser objeto de compra-venta.
Que si debería ser legal la venta de niños por parte de sus padres, por ser éstos sus legítimos dueños. Que si cada uno de nosotros debería poder vender sus riñones o su hígado a quien mejor se los pague. Que si las autopistas son privadas, ¿por qué no privatizar también las calles? Que la crisis climática es un invento de socialistas y feministas despreciables para sojuzgar al mundo. Que si quienes son beneficiarios de planes de ayuda social son en realidad víctimas del Estado que deberían ser «liberadas» abandonándolas a su suerte. Que si cada escuela y cada Jardín de Infantes debería ser privatizado para que la libre competencia los regule como pueda. Que eliminar la moneda nacional y sustituirla por el dólar será la panacea que evite que Argentina sea una nueva Venezuela y se parezca, en cambio, a ese Ecuador maravilloso del que nos llegan las bananas y que todo el mundo envidia. Todo parecía una broma. Todo parecía destinado a ser objeto de burla… Escena pura y dura que, en teoría, le permitiría a la derecha tradicional encarnada en el post-macrismo aparecer como moderada y capturar así un electorado bienpensante, descontento… y de poca memoria. ¡¿Qué podía salir mal?!
Sin embargo -y pese a lo que pudo haber sido inicialmente concebido como apenas un «gancho» para tironear al electorado hacia un extremo- Milei y quienes lo asisten crearon casi de la nada una fuerza de carácter nacional en dos años, su nuevo partido La Libertad Avanzha fue el más votado, se impuso en 16 provincias y quedó segundo en cuatro.
A partir de ese sacudón que ha dejado en evidencia la debilidad y los desaciertos de todo el resto, sus excentricidades, pero sobre todo lo que representa para esas gentes incomprensibles y ajenas que están dispuestas a votarlo, ha desatado una suerte de histeria mediática que por momentos sonroja.
Hay otra vez un otro, desconocido y alejado, marginal pero insoslayable, que temer.
Hay nuevamente un «aluvión zoológico» que amenaza no ya a la capital civilizada y blanca como en el 45, sino a todo un estilo de convivencia que desde 1983 se creyó -y pudo haber sido- definitivo.
Y la pregunta es no sólo qué ha hecho la sociedad argentina para merecer esto, sino ¿qué quedará después?
Populismo y emocionalidad postpandémica
Como recuerda el periodista Alejandro Bercovich en un reciente editorial de su programa televisivo Brotes Verdes, durante el último gobierno de Cristina Kirchner (2011-2015) y el de Alberto Fernández (2019-2023) el PBI de la Argentina permaneció virtualmente estancado, y durante el de Mauricio Macri (2015-2019) bajó más de 5 puntos. Esas líneas de colores de la gráfica que se aprecia en el minuto 15 -y en especial la de la desastrosa gestión Macri- se han traducido inevitablemente o son causa de endeudamientos, desequilibrios fiscales, recortes presupuestales y, en los hechos, millones de personas que advierten cómo se deterioran los servicios de salud y la educación de sus hijos, ven frustrados sus sueños de acceder a una vivienda, o saben que sus vidas han devenido en un pantano. No es broma.
Todo eso explica el desencanto y el enojo a flor de piel que justificaría ese apostar a todo o nada de lo que parece ser ya un 35% de la ciudadanía argentina. Una emocionalidad dolorida -justificadamente-, sobre todo si se tiene en cuenta que durante todo ese período de más de una década, quienes ocupan los estratos más altos de la pirámide social, se enriquecieron. Sin que ni pandemias, ni sequías, ni los «efectos perversos de la grieta», ni políticas más o menos progresistas o más o menos regresivas, los hayan afectado demasiado. La pobreza y la desigualdad han crecido con independencia de que gobernaran tirios o troyanos.
Que «la política» entonces, que debería estar enfocada en solucionar problemas y no limitarse a intentar -sin éxito- que no se agraven, sea percibida como responsable de lo que ocurre, no puede extrañar, aunque haya quienes se preguntan -con bastante inocencia y falta de imaginación- por qué las iras o el voto basado en la rabia, no se traducen en la búsqueda de soluciones orientadas al fortalecimiento de lo colectivo y al bienestar de todos… Por qué, en pocas palabras, si la gente desea algo nuevo, ese deseo no se traduce en un vuelco del electorado hacia la izquierda.
Las respuestas posibles son complejas y quizás todavía inabordables, pero tienen algo que ver con lo que el sociólogo Ernesto Laclau y su esposa y colega Chantal Mouffe sugerían en 2005 en un libro titulado La Razón Populista, en el que postulaban que en momentos de crisis y desconcierto, emergen «significantes vacíos» en los que ese sujeto inasible, fracturado y diverso llamado pueblo, deposita sus anhelos y sus demandas, y a partir del cual vehiculiza sus luchas, con independencia de cuáles sean, en realidad, esas demandas o esos anhelos.
El populismo así definido, que Laclau y Mouffe ejemplificaron en la emergencia del peronismo en la Argentina una vez concluída la Segunda Guerra Mundial, es una noción discutida y discutible. Pero paradójicamente podría ser útil para comprender el éxito de los populismos de derecha que han surgido en la última década como respuesta al fracaso del neoliberalismo clásico, y además explica bien los populismos post-pandémicos, que se afirman en un rechazo infantilizado de los encierros y las medidas de control social (posiblemente imprescindibles pero seguramente desestabilizadoras económica y emocionlamente en los jóvenes y en los sectores más vulnerables) implementadas durante la pandemia.
Ya no estamos frente a la crítica del Estado como instrumento de una clase para sojuzgar a las otras, que fue tradicional en la izquierda, sino en el rechazo al Estado en su papel de gestor, mediador social y administrador de justicia. Es, ni más ni menos, una reivindicación del «hago lo que se me antoja» o el «¿a mí qué me importa?». El egoísmo adolescente más pueril elevado a la categotía de libertad.
Así, en este nuevo «significante vacío» Javier Milei, sin historia rastreable y sin ideas razonables acerca de nada, hay quienes depositan el temor a que las mujeres tengan la capacidad de decir No, hay quienes depositan el temor a vivir en la calle o tener un sueldo miserable, hay quienes depositan las ansias de ver a los militares genocidas campando por sus fueros, y hay quienes desearían ver que todo lo que les quita humanidad y dignidad vuela por los aires junto a los privilegios que les son ajenos. Que sufran otros.
Eso y una «tiktokizacíon» de la comunicación entre sectores amplios de la población, en especial los jóvenes con bajo nivel de instrucción, que privilegian los mensajes breves e insustanciales por sobre todo lo que sea difícil de entender y por lo tanto rebuscado y sospechoso, configuran un escenario más cercano a las peleas en el barro que a la política.
Buena parte de ese pueblo de factura reciente, diferente al pueblo que conocimos o creímos conocer, esta vez, parecería estar enusiasmado en depositar sus esperanzas en alguien que, como un flautista de Hamelin vengador y sin escrúpulos, se ofrece a conducirlos alegremente hacia el vacío.
Sin embargo… (la función vista desde acá)
¡Hay que estar aquí! se ve tentado de decirle quien escribe esta nota a sus hipotéticos/as lectores/as. ¡En el circo está todo el personal alterado y presa de una agitación febril!
Periodistas (Viviana Canosa es quizás el ejemplo más conmovedor) que hasta ayer se emocionaban casi hasta las lágrimas cuando Milei hablaba de dolarizar la economía o de liberalizar el mercado de órganos y le decían Javieeer como jurándole admiración eterna, hoy dedican interminables horas de programación en TV y radio o ríos de tinta en los principales medios de prensa escrita, día tras día, con un empecinamiento digno de mejor causa, a explicar que está loco.
Patricia Bullrich que poco antes de las elecciones internas ya había a comenzado a repartir ministerios, convencida de que su triunfo sería aplastante, se ve ahora confinada a un tercer lugar en las encuestas y ha depositado toda su confianza y el peso de su campaña en Carlos Melconián, un neoliberal casi tan salvaje como el propio Milei pero más simpático, que dice cada cuatro o cinco palabras «no me rompan las pelotas» o «andá a cagar» con una gracia porteña inenarrable.
La revista The Economist, el órgano de prensa liberal por antonomasia, publica una larga entrevista con Javier Milei en la que concluye que sus propuestas son hilarantes y que el sujeto en cuestión es un peligro para la democracia.
El economista Roberto Cachanosky, consultor de confianza del mundillo empresarial, hasta ayer amigo y mentor intelectual de Milei,y antiperonista furibundo de todas las horas, admite frente a un boquiabierto Ernesto Tenenmbaum, que en un eventual balotage entre «ese desquiciado» y Segio Massa, votarlo sería una «irresponsabilidad cívica».
El enorme esfuerzo realizado desde el periodismo afín a Juntos por el Cambio con el fin de deslegitimar a un candidato cuyas ocurrencias hasta hace muy poco festejaban, podría llegar a tener éxito para evitar que les siga robando «su» electorado. Si ese esfuerzo da los resultados que se esperan es algo que todavía es imposible de augurar. Lo probable es que sea suficiente como para impedir que Milei triunfe en primera vuelta, pero que no logre que Patricia Bullrich entre al balotage.
Y a pesar de que esa puja encarnizada erosiona a unos y a otros, se puede sospechar que, en el caso de que Javier Milei resultara electo presidente, deberá moverse bajo el ala de quienes hoy son o simulan ser sus adversarios.
Será, de ser electo, el presidente más débil de toda la historia del país a nivel parlamentario y además deberá gobernar con la oposición de la Ciudad de Buenos Aires (que seguramente seguirá en manos del macrismo) y de la enorme Provincia de Bs. As., en la cual el candidato peronista ubicado más hacia la izquierda tiene el triunfo casi asegurado.
En la región, como recuerdan analistas de peso como Andrés Malamud, los presidentes que carecen de sustento parlamentario, suelen ser destituídos (constitucionalmente) apenas pierden el sustento popular, y ese podría ser el fin de Javier Milei si alcanza la presidencia y no se somete a lo que sus nuevos mandantes le impongan.
Mientras tanto Massa, a pesar de los pesares y de su propia historia de vaivenes, a pesar de que el FMI lo haya obligado a devaluar menos de doce horas después del cierre de las urnas, a pesar de ser hoy el Ministro de Economía de un gobierno decepcionante en toda la línea -que logró el milagro de que se quedaran en sus casas en agosto más de 5.000.000 de sus antiguos votantes y que el 75% de los que sí votaron lo hicieron en su contra-, a pesar de los memes que lo muestran aclarando «¡Yo no soy Alberto Fernández!», a pesar de que su conglomerado político parece no estar unido por el amor sino por el espanto, y a pesar de que en nuestra región los oficialismos han perdido todas las elecciones desde 2018, se yergue como la única salida posible, decente o razonable.
El circo, la razonabilidad y el desastre
No ha sido menor, en el cambio de humor que comienza a percibirse en los últimos días, la admisión de la Argentina en el bloque de los BRICS. No le debe haber resultado fácil a Lula conseguirlo. En algún momento podremos evaluar lo que significó esa noticia para un Massa que recién ahora se presenta como algo más que «el candidato de la derrota»: alguien que llegó demasiado tarde a un lugar en donde nadie lo quería. Y de qué modo influye una muestra de confianza regional e internacional de ese calibre en el importante porcentaje del electorado peronista/progresista y del avejentado y apagado Partido Radical que hasta ayer, no sin razón, se negaba a votarlo.
Un gobierno de Javier Milei conducido por el equipo de gobierno que le imponga Mauricio Macri, obsesionado en «hacer lo mismo pero más rápido» y en «terminar con el peronismo para siempre», podría acarrear un caos económico y social de consecuencias catastróficas. Si se apuesta a la razonabilidad (y aceptando que cuando uno ha sacado entradas para una función de circo sabe que una vez dentro de la carpa las cosas dejan de ser lo que son fuera), Massa podría estar a las puertas de la presidencia. Si no por méritos propios, que quizás los tenga, sí por deméritos ajenos.
Todo lo anterior, por supuesto, refleja el criterio personal de alguien que observa desde un punto de vista relativamente privilegiado. Desde la comodidad de quien tiene un lugar medianamente asegurado debajo del sol. Desde allí mira pasar, por las calles de Palermo, a un chico de aproximadamente 19 años, arrastrando tras de si, en un carrito minúsculo de pequeñas ruedas que giran con dificultad, un descomunal apilamiento de cartones viejos y botellas. ¿Un votante de Milei que se dejará arrastrar por su comprensible rencor, por su total deseperanza, por su desconocimiento del mundo que lo margina, y por la estridencia salvaje del flautista?, se pregunta. Y se responde ¿quién podría culparlo a él si sobreviene el desastre?