Que las obsesiones guerreristas de un anciano presidente, el revival de una muñeca estereotipada y plástica, y la llegada a las pantallas de un científico “destructor de mundos” torturado y arrepentido hayan monopolizado durante el último mes buena parte de la atención del mundo es, al menos, una significativa coincidencia. Bienvenidos y bienvenidas al lado oscuro de la nostalgia. .
Gerontocracia y decadencia
Cuando Donald Trump bombardeó a los nostálgicos de su país con aquello de Make America Great Again o cuando Joe Biden le anunció a un occidente desorientado América is Back, no proponían cosas diferentes. Expresaban, con énfasis apenas diferenciados pero con ánimos geopolíticos idénticos, un mismo deseo enfermizo de retorno a un pasado que ellos -desde niños- y nosotros -a lo largo de gran parte de nuestras vidas- conocimos bien. La post-guerra y su loca carrera por ver quién podría arruinar el planeta con mayor dinamismo. La concentración y la abundancia de bienes en la meca de la avaricia y el dominio. La construcción de una hegemonía política, económica, cultural y militar que se soñó a sí misma como imperecedera e inquebrantable.
Y en eso, en la imposibilidad de concebir un futuro que no signifique añorar y recuperar un pasado perdido, en el asumir que el porvenir deseable está detrás y no delante, consiste el riesgo que inevitablemente enfrenta una sociedad que ha decidido deslizarse hacia la gerontocracia.
El problema de la gerontocracia no es simplemente que Mitch McConnell, el octogenario líder de los senadores republicanos, haya quedado congelado y sin palabras en medio de una conferencia de prensa acerca del gasto militar de su país en la que, justo es decirlo, no había expresado nada coherente o inteligible hasta el momento en que se sumergió en un mutismo catatónico. No es que por alguna razón Henry Kissinger, con sus lúcidos pero cognitivamente frágiles 100 años, haya decidido viajar a China sin que se sepa bien con qué objeto, a nombre de quiénes, o con qué resultados. No es que Joe Biden el personaje que supuestamente es el “ser más poderoso de la Tierra” en ocasiones parezca perdido o ausente, o no reconozca debidamente a la persona con la que está hablando. Y definitivamente no es que Donald Trump tenga hoy menos dominio de sus facultades que las que demostraba en 2016. Esas son sólo anécdotas. Las consecuencias inevitables del paso arrollador del tiempo sobre nuestras humanidades. Nada que pueda asombrar.
El problema está en la sociedad que acepta -y en el sistema político que promueve-, que se le confíe el futuro a gente que se encuentra en ese estado límite de senilidad. Y vale preguntarse los por qué de esa excesiva confianza en «la experiencia» y en cuáles son las experiencias que tanto se valoran.
Nacen un hombre y una obsesión militarista
Joe Biden -comencemos por él porque es el hombre que parece estar al frente de este nuevo escenario de conflictividad bélica urbi et orbi– nació en noviembre de 1942 en un hogar que desde hacía un año comenzaba a disfrutar las inesperadas mieles de la guerra.
De acuerdo a su libro autobiográfico «Promises to Keep: On Life and Politics» (Promesas que mantener: Sobre la vida y la política), su padre, un hombre al parecer sin demasiado brillo propio, había conseguido en 1941 un empleo en la American Oil Company, una empresa que comercializaba productos químicos y derivados del petróleo destinados a la maquinaria militar.
Fue así como la Segunda Guerra Mundial -otra más de las que los EEUU tuvieron la habilidad de librar muy lejos de su territorio- fue la bendición que hizo posible para la familia Biden una mejora sustancial de su status socioeconómico, que resultó ser apenas un reflejo de la prosperidad que supuso para todo su país.
Posteriormente, la finalización del conflicto en aquel show dantesco de poderío nuclear sin parangón en la historia humana, así como la post-guerra, con su arrollador impulso de dominio, mercados cautivos y propaganda, afianzaron aquella bonanza y aquel orgullo por ser parte de la America potente y triunfante. En 1950 Joseph Robinette Biden Sr. quedó sin trabajo en la empresa que había cimentado el bienestar de la familia y debió trasladarse a Delaware en donde volvió a su vieja y poco prestigiada actividad de vendedor de autos usados… pero esa ya es otra historia que no nos interesa.
Experiencias y aprendizajes tempranos
Si como se reconoce habitualmente son las experiencias y los aprendizajes de los primeros años los que cuentan a la hora de definir una personalidad, no podemos descartar que hayan sido aquellos ocho años felices en los que su familia prosperó gracias a la guerra los que llevaron a Joe Biden a ser, tras una juventud aplicada, conservadora y anodina, un senador casi obsesionado por incrementar los presupuestos del Pentágono, siempre decidido a aplaudir y propiciar intervencionas e invasiones de su país en los lugares más alejados del mundo, desde Viet-Nam hasta Siria e Irak. O que, como dato anecdótico, bautizara a sus mascotas (dos perros guardianes inusualmente agresivos) con terminología militar como Commander, Champ, y Major.
Como ya hemos comentado anteriormente, que a partir del día de su asunción como presidente Joe Biden haya ordenado colocar en su oficina el busto de Harry Truman, fue un gesto cargado de simbolismo que no debió pasarnos desapercibido.
Truman fue el hombre que tomó la decisión de arrojar sobre dos ciudades de un país ya vencido dos artefactos nucleares para anunciar “Esto es América y este es el infierno que somos capaces de desatar a partir de hoy”. Y el entusiasta iniciador de una Guerra Fría que si benefició a su país y a lo que desde entonces se llama Occidente, lastimó al mundo de mil formas. Sentir admiración por él o haberlo presentado como inspiración para su gestión, fue toda una declaración de principios. Y una advertencia.
Coincidencias y clima de época
Es más que una mera casualidad. Robert Oppenheimer, el hombre que el reciente film de Christopher Nolan nos muestra atormentado y arrepentido por haber sido el responsable de la creación de aquella primera bomba nuclear que partió en dos la historia humana, fue designado director científico del Proyecto Manhattan el mismo mes (noviembre) del mismo año (1942) en que nacía el hoy presidente estadounidense. No es necesario pensar que en aquel momento se habían alineado los astros de tal o cual manera, aunque la coincidencia logre que uno se sienta tentado de creerlo. Pero es imposible no percibir en esa sincronía todo un clima de época.
El clima de época que llevó a que los niños de las primeras décadas de post-guerra (el tierno Joe entre ellos, sin duda alguna) jugaran, con réplicas de jardín de submarinos nucleares, a eliminar de la faz de la tierra ciudades enemigas. El estado del alma que posibilitó que se multiplicaran por millones los comics y novelas baratas en las que “nuke ‘em all” se repetía como un mantra. Fueron los años en que se festejó, como un hallazgo publicitario, que la réplica de una modelo rubia, sonriente y de proporciones gigantescas, cubierta con una malla de baño con forma de hongo nuclear, recibiera a los felices y despreocupados visitantes de la recién creada Las Vegas. Era la celebración cultural del narcisismo ultraviolento y supremacista.
No debería extrañar que la generación que mamó y naturalizó toda esa barbarie desde la infancia haya quedado marcada hasta hoy. Cuando se nos anunció la «Batalla por el alma de América» esa parte oscura de la nostalgia se daba por descontada.
Las lluvias que trajeron estos lodos
El militarismo y el terror nuclear parieron juntos, ochenta años atrás, una nueva sociedad segura de si misma, sin demasiados dramas existenciales a no ser los de débiles de carácter como Oppenheimer (judío y sospechado de ser simpatizante del comunismo, por si algo le faltaba). Fue una sociedad capaz de prosperar como ninguna antes sobre las ruinas dejadas por las guerras, que hoy, al parecer, vuelve por sus fueros.
Por eso, mientras los espectadores del film de Nolan nos aferramos a las butacas ante la magnífica brutalidad visual y sonora de lo que el Oppenheimer de ficción es capaz de imaginar, podemos sentirnos -si así lo deseamos- extrañamente en paz: en la pantalla no se nos muestran las imágenes reales de lo que la creación del Oppenheimer real hizo en la carne y en los huesos de las víctimas de verdad. Mujeres, niños y viejos, casi los únicos habitantes que quedaban en aquellas dos ciudades bombardeadas sin piedad que el film se niega a mostrarnos.
Esa negativa «piadosa» a exhibir la realidad es, si bien la miramos, algo no muy diferente a lo que ocurre con la nueva guerra gracias a la cual el público norteamericaano siente que su America está de regreso. Reciben el reporte diario que los conmueve, aceptan cada palabra que se les dice acerca de la ferocidad del amo del Kremlin, pero se les ahorra sabiamente la visión desagradable de los que mueren en una contraofensiva inútil.
La guerra de Ucrrania no es, por supuesto, “la guerra de Biden”, así como nunca fue “la guerra de Putin”. Por cierto, comenzó antes del 24 de febrero de 2022 y hubo más de una administración estadounidense provocando las lluvias que trajeron estos lodos, pero pocos han puesto tanto tesón y tantos recursos ajenos para hacer inevitable e interminable la masacre como el viejo Joe.
Que en marzo de 2022 creyera que: «As a result of these unprecedented sanctions, the ruble almost is immediately reduced to rubble.» y que la realidad lo haya desmentido, no lo hace sentirse menos seguro de sí mismo. Pocos han estado tan seguros como él, detrás de sus lentes negros, de que las ganancias y la prosperidad de America justificarán con creces el horror que cause.
Lo que parece no importarle (y esto es lo que lo diferencia de Harry Truman) es que ya no es el único loco con cabezas nucleares en la vecindad.
Próximamente: Barbie, el regreso
Se trata de otra significativa coincidencia. El mismo día y a la misma hora en que se estrenaba Oppenheimer, la industria cultural norteamericana sacaba de su manga otro envejecido personaje, aggiornado y humanizado al gusto de hoy.
Si la post-guerra había significado para la sociedad estadounidense el regreso triunfante de los hombres y el comienzo de la prosperidad y la hegemonía que hoy añoran, supuso también un fenómeno que solemos pasar por alto, el regreso de las mujeres, que habían ingresado por cientos de miles al mercado de trabajo entre 1941 y 1945, al hogar. A la dependencia, la infantilización, lo pueril, y al “dulce encierro” de la privacidad.
Pero de eso, y de qué papel jugaron y juegan todavía hoy Barbie y sus tonos rosa en esta historia de coincidencias, gerontocracia y nostalgia, hablaremos, si a ustedes les interesan estos Diálogos, en una próxima nota.