Mientras las calles de San Salvador de Jujuy eran «invadidas» por campesinos que bajaban de la periferia indígena del norte argentino, las avenidas de las principales ciudades de Francia se poblaban de jóvenes de los banlieus que se niegan a aceptar el lugar periférico al que se los condena. . Existe, más allá de las diferencias marcadas por la geografía, un hilo conductor entre ambos fenómenos, que se puede seguir desde la conquista y la colonia.
Lo campesinos bajan en Jujuy a la ciudad blanca y mestiza y cortan las rutas, reclamando por la conservación del agua y por la preservación de los territorios ancestrales amenazados por una reforma constitucional planificada -y aprobada- para beneficio de quienes llegan dispuestos a destrozar comunidades enteras con tal de llevarse las nuevas riquezas que el mundo industrializado quiere hacer suyas.
En Paris o Estrasburgo, quienes toman la calle, indignados y sin demasiadas esperanzas de que se los escuche y se los respete, son los hijos o los nietos de los magrebíes, argelinos, malineses o sirios, que después de haber sufrido la depredación de sus tierras, llegaron a la metrópoli para cumplir, con sus cuerpos, el sueño de la Francia post-colonial: seguir explotando dentro a las víctimas de la pobreza que habían generado fuera.
Nos ha parecido pertinente, para confrontar en nuestros Diálogos lo sucedido simultáneamente a miles de kilómetros de distancia, recorrer algunos párrafos de un ensayo reciente de la antropóloga y pensadora feminista Rita Segato publicado por la revista Anfibia, junto a partes de la nota que Sarah Babiker, docente y periodista especializada en género, comunicación y eliminación de la violencia, realizara para la revista española El Salto.
Como ocurre siempre cuando de temáticas complejas se trata, podmos no estar de acuerdo con los enfoques o las conclusiones de Segato o Babiker, pero ambas nos ayudan a entender por qué ocurren ese tipo de fenómenos. Y por qué, como si de una maldición se tratase, sus resultados son, con frecuencia, un aumento de la exclusión de los ya excluídos.
La conquista que no cesa
Rita Segato
En Jujuy, ese insospechado margen lejano y periférico donde más de una vez se decidió la historia de la nación argentina, está ocurriendo nuevamente una batalla para cuidar que la República no perezca. Desde la Puna, los salares y la Quebrada de Humahuaca, las gentes defienden la tierra que habitan desde por lo menos 1.800 años. Saben que la conquista nunca se ha cerrado. Se levantan contra la intención apropiadora de “la política” y contra el poder totalitario que se avecina.
No has de olvidar, hijo mío,
jamás has de olvidarte:
vas …
como el gavilán que todo lo mira
y cuyo vuelo nadie alcanza.
…
Aprende las mañas del blanco
…
Pero para volver
Es con estas palabras, canción pensada en quechua pero hablada en castellano, que José María Arguedas, en su novela Todas las Sangres, envía al adorable Demetrio Rendón Wilca a la escuela capitalina, limeña, para “aprender las mañas del blanco”, a entender sus políticas, argucias, falsedades y picardías, pero “para volver”.
En esa misma obra, su penúltima novela, de 1964, la menos comprendida y en su momento mal recibida, el visionario José María, que no solo era un escritor de ficción sino también un antropólogo por formación, traza un tapiz en el que podemos ver el mapa del quién-es-quién en nuestro continente hasta el día de hoy. Lo que el autor nos dice en su genial relato, y lo que lo lleva al maltrato inmediato de los intelectuales progresistas de su tiempo, es que es en los pueblos -hoy llamados “originarios”- que reside la consciencia clara de la idea de “soberanía” sobre un territorio. Más aún, que los pueblos son los únicos capaces de ponerle el cuerpo a la defensa y preservación de la dignidad soberana, no solo local o regional sino también de la nación frente al mundo, confrontando y venciendo “las mañas del blanco”. En su novela, es la comunidad andina de Demetrio Wilca la que acude a proteger sin descanso el corazón de plata de la mina para que no sea comprada por una empresa norteamericana.
Mucha de la gente que ha salido a cortar las rutas llegando desde rincones remotos de la Puna, los salares y la Quebrada de Humahuaca, proviene de una línea de ancestralidad continua de por lo menos 1.800 años en las tierras que habitan. (…) Lo hacen porque su confianza en el Gobernador de la Provincia ha sido traicionada. Quien vive por allá, en las cercanías de los salares, una de las mayores reservas de litio del planeta, o en Juella, Yacoraite y Tilcara, a pocos kilómetros de los cerros amarillos -porque son de uranio-, sabe muy bien que aquel proceso que llamamos “conquista” nunca se ha cerrado, y que así como hablamos de una “colonialidad del poder” como estructura permanente del mundo, también sería posible argumentar que lo que existe es una “conquista permanente”, es decir, un despojo de los territorios que no se encierra, un permanente avance expropiador. Y eso es lo que está ocurriendo en la provincia de Jujuy.
(…) Atención: un poder provincial totalitario se avecina y, no lo dudemos, afectará a la nación, se expandirá por el país como una epidemia de control político. Pero, no olvidemos: el escenario de estos hechos ha sido, a lo largo de los tiempos, periferia de cuatro grandes organizaciones territoriales con sus respectivos centros de gobierno: Tiahuanaco, Incanato, Imperio Colonial y Estado republicano. Y fue en ese insospechado margen lejano y periférico de cuatro civilizaciones con sus centros donde más de una vez se decidió la historia de la nación argentina, pues fue en dicha región escondida y remota que un día se dieron las batallas decisivas con que nació la República, y es allí que hoy están ocurriendo las batallas que cuidan que esa República no perezca. En los remotos parajes de los Andes jujeños la República obtiene hoy su custodia soberana a manos de las gentes: los Vilcas, los Mamanis, Colques, Choques, Sajamas, Alancays y tantos otros representantes de los linajes que siempre estuvieron allí han salido a cortarle el camino a la garra del conquistador que aún asola y amenaza con usurpar las tierras que siempre les han pertenecido.
Puedes acceder a la nota completa de Rita Segato en Anfibia
Vivir quemados, incendiar Francia
Sarah Babiker
(…) Hay una cuestión de sujetos y de escala. Sujetos a los que ni siquiera se consideran sujetos sino masas que optan por reventarlo todo porque esa sería su costumbre, su inercia bárbara, ese es el imaginario que se extiende como la pólvora por las narrativas europeas, que se empeñan en estrechar el foco, centrarse solo en estas secuencias tan cinematográficas de chavales indistinguibles entre sí corriendo, saqueando o insultando a la policía. Elige este relato deleitarse solo en una violencia, la que se ejerce contra las cosas, los edificios, los coches. La violencia que se ejerce contra las personas, contra esos mismos jóvenes de manera rutinaria, esa no sale en las fotografías.
No hablamos sólo de cuando la policía mata a quemarropa a un chico como ellos, sino también de una violencia más sutil, indistinguible para quien no lo haya vivido, para los ciudadanos de bien que viven en la ficción de que cada cual está donde se merece, y disfruta de la Francia hermosa, de sus mieles, en lugar de pudrirse en sus abandonadas periferias. La violencia de que tu cuerpo sea siempre sospechoso, carne de redada, de mirada de sospecha. Que tu cuerpo sea considerado un cuerpo extraño en el país donde naciste.
Hace unos años Sarkozy —el mismo que llamó chusma a la juventud de las banlieue cuando los barrios estallaron en 2005 como respuesta a la muerte de dos adolescentes— preguntó a los franceses por la identidad francesa. La propuesta encajaba con un identitarismo francés que es la otra cara del racismo colonial, este anhelo de preservar una idea de país de lo que se señala desde partidos nacionalistas y medios de comunicación, desde programas políticos o desde el urbanismo, como una infección. Miles de personas son consideradas en su propio país una amenaza, un factor que contamina. Fuera de ese foco fascinado con el fuego, de esa mirada que solo quiere ver pruebas para reafirmar su teoría de que quienes protestan son gente de segunda, caprichosos bárbaros, quedan las humillaciones ejercidas en el pasado y el presente.
En un hilo de twitter el veterano periodista francés François Camé despliega una genealogía de esta humillación que arranca en la colonia y se perpetúa en la contratación de trabajadores en origen, mano de obra barata a la que se pesaba, media y miraba los dientes antes de ser embarcados a la metrópoli. No había mucho de la próspera Francia para ellos; alojados en barracones eran reducidos a brazos, un ejército proletario al servicio de bajar los costes laborales de las grandes empresas. Esa es la gente que acabó viviendo en los feos HLM, en las banlieues. Mientras se les imponía la asimilación cultural se les excluía en el resto de sentidos: geográficamente, económicamente, habitacionalmente. En un país orgulloso de la belleza de sus ciudades, de su patrimonio histórico, se reservó lo más feo a las personas migrantes en una exclusión “estética” que les recordaba a ellos y a sus hijos y sus nietos que no merecen lo bueno y lo elevado, lo bello. Se trata de una pedagogía del sobrar, que deslegitima tu existencia generación tras generación.
Es a esa humillación histórica y cotidiana a la que prenden fuego estos jóvenes, quemando comisarías o coches, autobuses y escuelas. Uno no quema lo que siente propio, sino que se ensaña contra aquello que considera espacio enemigo, de agresión. El respeto a la policía y las instituciones, el apego a las ciudades, funciona cuando las consideras tuyas, si te protegen, si te acogen.