Oh! Puristas y estetas, aún no está limpio vuestro verso,
Y su última escoria ha de dejarla en los crisoles del infierno.
León Felipe. El Blasfemo .
«En la misma oficina trabaja A. G. una Ingeniera Agrónoma de 42 años, que tiene una hija que vive con ella y se casó en la cárcel de Punta Carretas con un sedicioso».
Detengámonos un momento, como ante una vidriera, frente a esa escueta frase de treinta y seis palabras que nos devela fugazmente y casi sin que nos demos cuenta, el drama profundo de tres vidas, sus dolores y sus miedos, callados heroísmos domésticos, la entrega de una generación que transformó la indignación en desafío, las vicisitudes políticas de un pasado cada día más lejano, y las peores, las peores, miserias de un pequeño país.
Esa frase torpe, casi telegráfica, no nos lo informa. Pero sabiendo que forma parte de los llamados Archivos del Terror, podemos intuir que A.G., quien quiera que ella sea, será detenida. Que su vida -si la conserva- cambiará para siempre. Que esa hija cuya edad no conocemos pero adivinamos casi adolescente -y que ha tenido la peregrina idea de atar su porvenir al de un preso-, verá la suya transformada, por meses o años en un calvario, y que ese hombre adjetivado con tan sólo una palabra por entonces maldita: «sedicioso», tiene por delante -por decirlo de algún modo- una vida incierta.
Esa frase que dice tan poco y tanto sugiere es apenas una entre incontables cientos de miles -o quizás millones- similares. Están todas ellas microfilmadas y atesoradas como si cuando fueron mecanografias en las oficinas de un cuartel tras un interrogatorio infame o cuando surgieron de una delación indecente, se hubieran transformado, por arte de magia, en algo valioso. En una información que mereciera ser imperecedera. Trofeos de guerra de uniformados orgullosos de su propia indignidad o de informantes capaces de vender a sus compañeros de trabajo o a sus vecinos a cambio de un ascenso o de una palmadita en el hombro.
Los Archivos del Terror que acaban de ser publicados no sabemos por quién ni con qué propósito en el Uruguay -y que podrían denominarse con mayor propiedad «Estercolero de bajezas»-, tienen una triste historia que vale conocer, no sólo por lo que intentaron ocultar o no fue posible conocer por décadas, sino por la asqueante voracidad por el control que dejan al desnudo. Y repasarlos puede ser, a su manera, una inesperada forma de conmemorar los 50 años de la dictadura que cobró forma el 27 de junio de 1973, cuando las calles de Montevideo despertaron con el sonido desconcertante y hasta entonces desconocido de los tanques.
Atesorando miseria e indignidad
En 2005, con la llegada de la izquierda al gobierno, Azucena Berruti, una mujer admirable por muchísimas razones, fue designada Ministra de Defensa. Con más arrojo del que han tenido antes o después los hombres que ocuparon ese cargo, la nueva ministra se hizo de varias decenas de cajas que contenían los archivos prolijamente microfilmados de los organismos de inteligencia de las Fuerzas Armadas y la policía, y que abarcan un amplio período que va desde mediados de la década del 60 del Siglo XX hasta 2004. Ese período de casi medio siglo incluye, por supuesto, la información recabada por los organismos de inteligencia durante los años de la Dictadura Militar que gobernó al país entre 1973 y 1985 en nombre de la Libertad y la Democracia, pero incluye también el fruto de sus actividades bajo gobiernos libremente elegidos, anteriores y posteriores.
En el momento de su incautación se tomó la decisión, que puede compartirse o no, de no hacer públicos los archivos para no revictimizar a las víctimas del Terrorismo de Estado, ya que incluyen confesiones obtenidas bajo tortura, y en la mayoría de los casos es imposible verificar su verosimilitud. Desde entonces los ha manejado un reducido número de profesionales de las ciencias históricas y sociales o periodistas que han podido trabajar sobre sus contenidos con el compromiso de no develarlos, y eso se ha cumplido.
Sin embargo y en medio de un debate acerca de si transcurridas casi dos décadas correspondía o no su publicación, sin que sea posible hasta ahora saber quién lo está haciendo, los archivos (los ya conocidos y otros cuya existencia se ignoraba), se han publicado a lo largo de las últimas semanas en internet. Cabe especular que quienes los filtran sean militares, ya que sigue sin haber en ellos el menor dato que pueda conducir al hallazgo de personas desparecidas, el secreto mejor guardado por los cobardes que los asesinaron.
Las sensaciones que se despiertan al recorrer los Archivos de Terror son incontables y seguramentee varían de persona a persona, pero vale destacar una. La perpeljidad que provoca navegar en ellos.
Perplejidad. Desconcierto. Por lo descomunal de aquella oscura sed que los llevó a escarbar en las vidas de quienes se presumían peligrosos o simplementee poco dóciles y en las vidas de sus familiares o allegados, pero también por el batiburrillo mamarrachesco que dio como resultado esa voluntad de acumularlo y guardarlo todo. Hay allí desde colecciones completas de periódicos legales publicados en plena democracia, hasta el dato mínimo o soez que permitiera arruinar una vida en dictadura por la razón que fuera. Desde la nómina completa de quienes integraban una agrupación de estudiantes de enseñanza secundaria, hasta el detalle minucioso de los participantes en una actividad parroquial y la torpe transcripción de lo que allí se dijo. No falta, por ejemplo, la mención a dos dibujos de escolares que habían sido premiados pero demostraban que su maestra los había «adoctrinado». Todo fue terreno propicio para que algún miserable escarbara en busca de algo. Años y años así. No se dieron tregua en esa pulsión malsana.
Y la metáfora de la navegación que hemos usado antes tiene especial sentido porque hacer click en los vínculos, solicitar una búsqueda por fechas o por nombres, transforma a quien lo hace en un acompañante semiavergonzado pero curioso de Caronte, aquel barquero que en la mitología griega estaba encargado de transportar las almas al infierno.
(Desde la barca es inevitable escuchar las voces, en general -al menos éste es el caso de quien esto escribe-, increíblemente jóvenes, tan queridas…)
Ese infierno de archivos malolientes y recuerdos imborrables al que Caronte nos lleva, es el infierno vivido por quienes padecieron en carne propia a esa morralla de militares sin vergüenza y arribistas obsecuentes y alcahuetes de todo tipo, clase y pelaje. Pero también es el infierno padecido por una sociedad que, orgullosa de sí misma y de los valores que sus integrantes supuestamente comparten, avaló, miró con complacencia o se resignó a soportar. Porque ha habido de todo en la viña de Señor.
¿Y ahora?
Quedan muchas incógnitas por resolver e inmunerbles preguntas por contestar. ¿Quiénes se han tomado el trabajo de publicar todo esta basura? ¿Con qué intención lo hacen? ¿Pretenderán emponzoñar la política para que todo parezca parte del mismo lodazal? ¿Querrán ahora dividir a las víctimas con la misma saña con la que intentaron destruirlas antes? ¿En manos de quiénes está toda la información que falta? … Y del mismo modo: ¿Habrán comprendido quienes habían asumido el rol de guardianes de este santo grial de las cloacas, que no valía la pena tanto comedimiento? ¿De qué sirvió que tan pocos conocieran hasta hoy lo que está ahora a la vista de cualquiera?
Y aquí es donde todo lo anterior, salido en estos días como la pus de entre los intersticios de un cuerpo social que presume (muchas veces con razón) de sus instituciones, nos interpela a todos.
Porque eso no ocurrió «allá lejos y hace tiempo», sino que ha sucedido o sucede también acá y en todas partes. Con la mayor naturalidad. Ocurrió antes (como un coletazo marginal de la Guerra Fría) y ocurre ahora al amparo de la «securitización» de una vida social subsumida en la retórica e institucionalización de la amenaza y el peligro. Una retórica de la sospecha que lleva a los Estados a sentirse con la libertad de implementar medidas que desbordan los límites normales de la protección de su población, y habilitan la vigilancia continuada e hipertecnologizada de todos. En ocasiones, a través de lo que nosotros mismos damos a conocer con un inocente like o con una opinión igualmente inocente expresada en «nuestras» redes.
Esa quizás sea la mejor advertencia y la mayor enseñanza que podremos extraer después que cierta curiosidad algo morbosa quede saciada y los Archivos del Terror pasen a formar parte de nuestra lastimada memoria. El infierno sigue ahí. Como aquel dinosaurio del cuento de Augusto Monterroso.
Por eso, frente a lo que estos archivos nos muestran no está de más recordar el párrafo final de Las ciudades imaginarias, posiblemente el texto más maravilloso de Italo Calvino:
“El infierno de los vivos no es algo que será; hay uno, es aquél que existe ya aquí, el infierno que habitamos todos los días, que formamos estando juntos. Dos maneras hay de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de no verlo más. La segunda es peligrosa y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.”