Los paralelismos entre la era colonial y nuestro presente de nuevas tecnologías, comunicaciones instantáneas e Inteligencia Artificial pueden no ser obvios, pero están ahí -para quien asuma el riesgo de mirarlos de frente. Natalia Zuaso, periodista argentina especializada en relaciones internacionales e investigadora de los cruces entre tecnología y política lo hace desde las páginas de Los dueños de Internet, . de Editorial Debate.
En remera y con un ejército de relacionistas públicos difundiendo sus comunicados de prensa donde se declaran en favor del desarrollo de los más necesitados, hoy los Cinco Grandes (Google, Microsoft, Facebook, Apple y Amazon) dominan al mundo como antes lo hicieron las grandes potencias con África y Asia. La diferencia es que en el de nuestra era de tecno-imperialismo su superclase nos domina de una forma más eficiente. En vez de construir palacios y grandes murallas, se instala en oficinas abiertas llenas de luz en Silicon Valley. En vez de desplegar un ejército, suma poder con cada «me gusta». En vez de trasladar sacerdotes y predicadores, se nutre del capitalismo del like –en palabras del filósofo surcoreano Byung-Chun Han-, la religión más poderosa de una época en la que nos creemos libres mientras cedemos voluntariamente cada dato de nuestra vida. Cien años después, vivimos un nuevo colonialismo.
Frente al mapa de África colgado sobre el pizarrón, en los recreos de la escuela me preguntaba cómo podía ser que las líneas que separaban a los países fueran tan rectas. ¿Cómo podía ser tan perfecta la frontera diagonal entre Argelia y Níger? ¿Cómo formaban una cruz absoluta las perpendiculares que cortaban como una torta a Libia, a Egipto y a Sudán? ¿Cómo habían rediseñado un continente que sorteaba ríos y las civilizaciones antiguas y los habían unido bajo la identidad de sus conquistadores?
Entre 1876 y 1915, un puñado de potencias europeas se había repartido el continente negro y el asiático. El Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Bélgica, los Países Bajos, Estados Unidos y Japón no dejaron ningún Estado independiente por fuera de Europa y América. Entre esos años, un cuarto del mundo quedó en manos de media docena de países. El avance fue exponencial: mientras que en 1800 las potencias occidentales poseían el 35 por ciento de la superficie terrestre, en 1914 controlaban ya el 80 por ciento, donde vivía el 50 por ciento de la humanidad.
Gracias a sus ventajas tecnológicas y a un aumento de su producción de bienes que necesitaban más consumidores, la conquista de nuevos territorios profundizó el antiguo colonialismo hacia un imperialismo que volvió a dejar de un lado a los fuertes y del otro a los débiles. Los “avanzados”, dueños de los flamantes motores a combustión interna, de grandes reservas de petróleo y de los ferrocarriles, necesitaban de los “atrasados” poseedores de materias primas. El caucho del Congo tropical, el estaño de Asia, el cobre de Zaire y el oro y los diamantes de Sudáfrica se volvieron vitales para abastecer a las industrias del Norte y a sus nuevos consumos de masas. A medida que avanzaban, también descubrían que esos mismos países podían ser compradores de sus alimentos.
“¿Qué ocurriría si cada uno de los trescientos millones de seres que vivían en China compraban tan sólo una caja de clavos?”, se preguntaban los comerciantes británicos de la época. “¿Qué ocurriría si cada habitante del planeta que todavía no tiene internet la tuviera y pudiera acceder a mi red social?”, sería la frase idéntica que, en nuestra época, se hizo Mark Zuckerberg, uno de los socios del Club de los Cinco, al lanzar el proyecto internet.org (o Free Basics), que ofrece internet “gratuita” en países pobres a cambio de una conexión limitada donde está incluida su empresa Facebook.
El reparto convirtió a las grandes potencias en monopolios que dominaron durante décadas. Lo hicieron gracias a una ventaja tecnológica: habían llegado primero a nuevas industrias y avances militares. Pero también porque necesitaban más consumidores por fuera de sus territorios, donde la primera etapa de la revolución industrial producía más de lo que allí se necesitaba. La diplomacia y las conferencias internacionales luego resolverían las disputas. Las contiendas por los territorios, cada vez más duras, fueron luego uno de los factores del inicio de la Primera Guerra Mundial. Pero eso sucedía puertas adentro. Frente al mundo cada imperio glorificaba sus dominios en los “pabellones coloniales” de las exposiciones internacionales, donde los hombres blancos mostraban su poder frente a sus súbditos, a los que exhibían en su exotismo, e incluso en su inferioridad, a la que había que educar en los valores occidentales. En la Conferencia Geográfica Africana de 1876, en Bruselas, el emperador Leopoldo II de Bélgica dijo en su discurso: “Llevar la civilización a la única parte del globo adonde aún no ha penetrado, desvanecer las tinieblas que aún envuelven a poblaciones enteras, es, me atrevería a decirlo, una Cruzada digna de esta Era del Progreso”. Desde la literatura, escritores como Rudyard Kipling, nacido en el seno de la India imperial, se encargaron de darle apoyo e incluso de poetizar la empresa expansionista, con narraciones donde las tribus nativas eran casi animales salvajes (“mitad demonios, mitad niños”), que el hombre blanco debía educar, sobreponiéndose al cansancio que significaba llevar esperanza a la “ignorancia salvaje”.
Durante el dominio colonial reinaba el consenso: el camino del progreso era civilizar al resto del mundo desde Occidente, con su tecnología y sus costumbres. Fue después de la Primera Guerra Mundial cuando se comenzó a cuestionar el horror humano y la desigualdad que había significado la etapa imperial. Sólo Joseph Conrad -ucraniano nacionalizado inglés- se atrevió a revelar la oscuridad de las aventuras expansionistas mientras sucedían, tras vivir en primera persona la experiencia como marinero en una misión al Congo africano. En El Corazón de las Tinieblas, publicado en 1902, narró la brutalidad de las prácticas y la degradación de los hombres que las potencias enviaban a las colonias y terminaban enloquecidos por una naturaleza que los abrumaba y por las atrocidades que practicaban con los nativos. “Los hombres que vienen aquí deberían carecer de entrañas”, escribía en alusión a las palabras que había escuchado de boca de un general europeo.
Del otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, la acumulación capitalista también avanzaba bajo su propio mito: el del “sueño americano”. Con el dominio de la industria de la navegación, los ferrocarriles, el petróleo, el acero, la nueva energía eléctrica, los flamantes automóviles, el crecimiento de las finanzas y los bancos, América también veía nacer un selecto club de nuevos súper millonarios. Cornelius Vanderbilt, John D. Rockefeller, Andrew Carnegie, J.P. Morgan y Henry Ford estaban transformando a Estados Unidos en un país moderno. Como recompensa, desde la segunda mitad del siglo XIX y hasta la primera mitad del siglo XX, acumularon tanta riqueza que todavía hoy se encuentran en la lista de las mayores fortunas de la Historia. En esa misma nómina, actualizada anualmente por la revista Forbes, la mayoría de sus integrantes provienen de la era del Imperio y la Revolución Industrial.
Desde entonces, sólo lograron sumarse al ranking algunos miembros del actual Club de los Cinco. Los protagonistas de esta “nueva revolución” (que ellos llaman “la cuarta revolución”, la del “conocimiento”) tienen como líder a Bill Gates, el dueño de Microsoft, quien además ostenta el puesto de hombre más rico del mundo.
Las similitudes entre las dos etapas son impactantes. En la era del Imperio, un puñado de naciones occidentales se repartió el control del mundo hasta dominar al 50 por ciento de la población. En nuestra época, el Club de los Cinco controla la mitad de nuestras acciones diarias. En ambos casos, la tecnología jugó un papel decisivo. La diferencia es que en la era imperial, Europa y Estados Unidos controlaban territorios y acopiaban oro. Hoy, la súper clase tecno-dominante controla el oro de nuestra época: los datos.
Puedes acceder al adelanto de Los Dueños de Internet, de Editorial Debate, publicado por Revista Anfibia bajo el título de Lo mismo que hacemos todas las noches: tratar de conquistar el mundo, con un click.