La vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser. Anacronía e identidad no resuelta
Ya coronado el nuevo rey, queda por saber qué harán sus súbditos con tan pesada y anacrónica carga. Debe descartarse, por supuesto -porque los tiempos han cambiado- la aparición de antimonárquicos demasiado fervorosos como los que en enero de 1649 dejaron sin cabeza a uno de sus antecesores más famosos, Carlos I. .
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No habrá, porque no han llegado ni se les espera, modernos discípulos del siempre recordado Oliver Cromwell que se alzó en aquel momento con la jefatura de una efímera república que finalizó cuando cinco años más tarde él mismo fue despojado de la suya -nos referimos a su cabeza, que le fue quitada al cadaver desenterrado especialmente para ello, para cumplir con lo que se conocía como «ejecución póstuma». Aquella cabeza fue exhibida luego en lo alto de un poste clavado a la entrada de la abadía de Westminster hasta 1685, para mayor gloria de Carlos II (el nuevo rey) y para que a nadie se le ocurriera reeditar en el futuro esa clase de alocadas aventuras.
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Hoy ya las cosas no se hacen de ese modo. Pero de todas formas una porción creciente de quienes le han jurado fidelidad a su mamá, a él mismo, y a sus hijos y nietos, piensan que Carlos III -por sus características personales (de algún modo hay que decirlo) y por la inutilidad manifiesta de la institución que representa- está llamado a ser el último de su estirpe. Basta haber visto la ceremonia de coronación el 6 de mayo, para comprender que eso no puede durar mucho más.
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Así, se entiende que en los márgenes tropicales del ex-imperio -pensemos lo que ha ocurrido recientemente en Barbados o lo que ocurrirá muy pronto en Belice- las pequeñas ex-colonias se desembaracen con alegría de un rey del que con razón no se sienten particularmente orgullosas. Y del mismo modo se podría esperar que en Canadá, sin ir más lejos, sucediera lo mismo. ¿Por qué ser menos? ¿Por qué ver la fiesta desde fuera?
La vergüenza de haber sido
Aquí , en el True North strong and free, todo parece decirlo, no será fácil abolir la monarquía. Las ex-colonias en las que se verificó un reemplazo poblacional a escala gigantesca, como Australia o Canadá, mantienen con la metrópoli un vínculo emocional en el que parecen cruzarse sentimientos de culpabilidad respecto a los genocidios perpetrados, con una «allegiance» que puede llegar a resultar incomprensible para quienes provenimos de contexos diferentes y, por decirlo sin falsas modestias, más modernos.
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Allegiance puede ser traducida al español simultáneamente como lealtad, fidelidad, devoción o vasallaje y quizás, para demasiadas personas aún, la extrema contradicción que existe entre sus diferentes significados, no es visible. Peor aún, no está bien visto señalarla.
En la edición del Reino Unido del portal The Conversation, destinada a circular entre docentes y estudiantes universitarios, aparecieron el día de la coronación 3 artículos referidos al tema. En la edición australiana hubo sólo 2 (uno de ellos con eje en la necesidad de que el país adopte la república como sistema de gobierno), y en la edición neozelandesa se conformaron con apenas 1 (el mismo citado anteriormente: Busting a king sized myth:why Australia and-New Zealand could become republics).
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Mientras tanto, y esto es digno de ser destacado, en la edición canadiense se publicaron 6 notas acerca de la ceremonia, todas ellas laudatorios o complacientes, lo que habla a las claras de ese «dolor de ya no ser» y esa vocación por asumir la identidad del otro que todavía embarga al Canadá enraizado en un pasado de glorias, negocios, y abusos imperiales.
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Lo anterior, por supuesto, no significa que hoy el adiós a la monarquía no esté en la calle o no deba estarlo. Así como Pierre Elliot Trudeau llevó adelante en 1982 -no sin tensiones y amenazas- la «patriación de la constitución» que hasta ese momento no era más que una British North America Act y que permanecía -por absurdo que hoy nos parezca- en poder del Parlamento Británico, pronto a alguien que todavía no podemos aventurar quién será ni a qué partido político podría respresentar, se le ocurrirá que Canadá no debería ser menos que Belice y propondrá, de una vez por todas, independizar a este país de 40 millones de habitantes, del vasallaje a una corona extranjera que ya no significa nada -o al menos nada bueno.
El futuro incierto de un reinado insustancial
Si repasamos la estrechez del espectro político tal cual luce en la actualidad, no se ve a nadie con ánimo real de ponerle el cascabel al gato. Ni el Partido Conservador, ni su contrapartida Liberal, ni un confuso NDP del que nunca se sabe bien qué quiere, mustran alguna veleidad republicana. Y cuando la tienen, la acallan con cuidado.
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Pero, como reza el viejo dicho hispano, «principio quieren las cosas» y a medida que el debate se abra, seguramente aparecerán soluciones al problema de qué hacer en Canadá con Carlos -y con su corona tachonada de gemas robadas, con sus tapados de armiño, con sus carísimas costumbres, y con los avatares existenciales de su descendencia, ya se trate del spare ansioso de celebridad y empeñado en contarnos sus desgracias, o del anodino primogénito, -buenos ambos no se sabe para qué.
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Porque el problema no radica sólo en la falta de atractivos relevantes de éstos o aquellos miembros de una familia deslucida; no es sólo una cuestión de personajes enervantes o ridículos o inmaduros, sino de lo anacrónico que resulta que, en pleno Siglo XXI, debamos reconocer jerarquías que no se sustenten en los talentos, las virtudes, o al menos en el voto.
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Mientras tanto, mientras Canadá se decide a repensar una identidad edípica no resuelta, vale conocer qué piensan sobre esto quienes saben del tema más que nosotros, y en ese sentido estamos publicando en esta misma edición un trabajo del ex-líder del Party Quebequois Jean-François Lisé «How to abolish the monarchy in Canada (and say goodbye to King Charles).
Y por supuesto, volveremos sobre el tema, que además de apasionante, tiene sus aristas absurdas, y por absurdas, divertidas.