Lo que más debería importarnos, lo que más choca de la renuncia de John Tory al cargo del que tanto se enorgullecía y que no supo conservar, son el tono insincero de su arrepentimiento, y que haya puesto al desnudo la falta de apego y respeto hacia la joven mujer con la que cometió lo que él llamó un error. Evitó un escándalo al precio de desnudar la puerilidad de un cupido desarmado. .
En la semana transcurrida desde que el viejo Mayor anunció que presentaría renuncia indeclinable a su cargo pidiéndole disculpas a su familia por el error que había estado cometiendo a lo largo de dos largos años, se ha especulado muchísimo. Y no tendría sentido que repitamos aquí lo que se ha dicho mejor en otros medios, porque los comentarios han abarcado un amplísimo espectro de enfoques y no todos importan. Hubo de todo, como en botica. Desde lo brutalmente despreciativo a lo desembozadamente apologético.
Al día siguiente a la conferencia de prensa el National Post (un medio conservador que siempre le había sido fiel cuando no obsecuente) se mostró escandalizado con John Tory por lo que calificó como «la mayor estupidez imaginable» Para el editorialista la estupidez, vale consignarlo, no consistía en la relación extra conyugal recién descubierta, sino en haberse presentado a las elecciones de octubre de 2022 sabiendo que tarde o temprano su infidelidad quedaría expuesta.
No faltó quien abordara, con rigor estadístico, la excepcionalidad del caso ya que una diferencia de edad de 37 años se sale de toda norma y esa «grandfather gap» no se registra ni siquiera en Hollywood.
Con la perspicacia de siempre y manifestándose «enthusiastically unsympathetic» -actitud que compartimos-, Rick Salutin no dejó de percibir y remarcar las diferencias y las similitudes entre las renuncias del anciano infiel con las recientes de Nicola Sturgeon o Jacinda Ardern.
Y cuando se ensayaron justificaciones y se quiso sostener que la renuncia no era conveniente ni necesaria, se llegó a ensoñaciones erótico-patriarcales como las -lamentables- de Rosie Di Manno que nos explicó que:
«Power is sexy, I guess. But there is as well the power of a young woman’s body in an old man’s arms, the power of a mutual attraction that takes your breath away, the power of passionate romance proffered when you thought those days of thrilling aliveness were gone. I know how deeply hurtful infidelity is to the betrayed. But I can’t blame consenting adults for chasing, for surrendering to, forbidden desire».
Si había dudas acerca de si aún era posible barnizar de romance apasionado y erotismo a flor de piel el abuso implícito en las relaciones sexuales entre personas extremadamente desiguales y sujetas a una relación jerárquica, ya sabemos que sí.
Aristocracia y plebe
Lo que se echa en falta, lo que no hubo posiblemente porque el sólo imaginarlo les resultó imposible, o porque el concepto no entra en los estrechos márgenes de la moral puritana, fue una defensa (por mínima o tímida que fuera), de lo hecho y lo vivido. Ni él ni ella -porque podemos llamarlos así para igualarlos- fueron capaces de justificar, es decir «hacerle justicia» a lo que alguna vez, por alguna razón que ignoramos, debió importarles. Tanto, debe uno suponer, que lo prolongaron durante dos años y renunciaron a ello sólo cuando se hizo evidente que los habían descubierto.
Llegado ese momento de la verdad, lejos de algún mínimo elogio a la mujer que le diera sustento a la atracción que supuestamente hubo, lejos de un reconocimiento de que algo de valor debió haber habido en esa relación que pasó automáticamente de ser clandestina a ser indigna, lo que se hizo fue quitarle espacio. Desalojar a esa mujer de la existencia del señor como se tira un trapo. Hacer lo que han hecho siempre las familias aristocráticas con las amantes incómodas.
Él le quitó tanta entidad y dejó tan en la oscuridad a la que fue su amante, que sólo se refirió a ella como «error». Y sólo le interesó dejar en claro que el «error» ya había conseguido trabajo en otro lado.
Ella, tanto permitió que se la despersonalizara y se la quitara de escena, que no tiene rostro, ni pasado, ni nombre, aunque como es de rigor en estos casos, se rumorea que fue contratada por una de las empresas en las que el viejo Mayor es accionista. Se le dio un generoso «buen pasar» a cambio de respetar, otra vez, las reglas.
Lo que a nadie asombra
Nadie debería pensar que somos tan inocentes como para esperar peras del olmo, pero sí nos parece que el renunciante bien pudo haber expresado algo -algo mínimo aunque pudiera costarle caro- en favor de la joven con la que hasta pocos días antes había mantenido una relación íntima.
No fue capaz de comprender John Tory, que admitir y pedir perdón, no sólo no equivale a hacerse cargo, sino que en realidad es todo lo contrario.
Así, lo que asombra en las crónicas de prensa que hemos alcanzado a leer es precisamente la falta de amor que se transparenta en este episodio. Y esa falta de amor o al menos de complicidad no parece extrañar ni incomodar a nadie. Se da por sentada. Se sobreentiende que no se podía esperar otra cosa. Ruido político sí, pero sin que haya el más leve desborde de los afectos.
Todo… los silencios forzados, lo furtivo y la vergüenza, la renuncia para evitar escándalos innecesarios mientras se dice cuánto se ama a la ciudad, el retorno del hombre probo al redil familiar con la cabeza baja pero con el secreto orgullo de haber accedido a lo que quiso, el extrañamiento de la innombrable y su generoso regreso al anonimato… todo, parece estar diseñado para preservar la integridad de un hueco. La sobrevida de una ilusión de honorabilidad.
Una canción ya clásica del argentino Fito Páez, Fue amor, describe una relación ocasional o al menos breve, pero que, en el recuerdo de quien la vivió, es más que lo que de ella pudo percibirse: fue, y así lo repite con insistencia el estribillo como si lo jurara, amor.
Yo podría haberlo hecho mejor
Vos podrías acercarte a mí Yo intuía que esto, mi amor Se rompía y esto es siempre asíEso es lo que -tenemos derecho a imaginar- el viejo Mayor no podrá decirse a si mismo cuando todo esto pase y su joven amante entre, como en el tango, a ser recuerdo.
Un agregado necesario
John Tory y sus políticas, como lo hemos hecho notar en Diálogos más de una vez, nunca fueron de nuestro agrado. Ni su tratamiento de temas acuciantes como el de la pobreza y la falta de viviendas en el corazón duro y frío de una ciudad que se presume rica, ni los conflictos de interés entre sus intereses particulares y el cargo que ocupaba, podían pasar desapercibidos. Como anota Stephen Wentzell en su nota Good Riddance John Tory, hasta el haber pospuesto su partida para asegurarse la aprobación de un presupuesto mezquino, habla no muy bien de él.
Pero lo que una metrópoli como Toronto debería preguntarse es, en primer lugar, cómo llegan a su gobierno personas en las que, pasado el tiempo, parece evidente que no se podía confiar y que, cuando se pasa raya, no han dejado un legado del que puedan enorgullecerse. Basta recordar que antes de que John Tory fuera elegido hace casi una década, estuvo al frente de la ciudad, durante cuatro años que parecieron una eternidad, alguien que nunca pareció estar a la altura de lo que se esperaba.
Que en Ontario se haya impuesto, casi sin que existiera resistencia, que a partir de ahora en las grandes ciudades gobernará la minoría, que elección a elección crezca el abstencionismo en Toronto, al punto de que en las celebradas en octubre de 2022 haya votado menos de la tercera parte de quienes podían hacerlo, no está desligado del desencanto, la desconfianza, y la desafectación que gente así (incapaces de hacerse cargo de verdad de sus propias vidas), provoca.