Brasil no ha pasado por periodos de evaluación crítica de su pasado. No hubo en el país un ejercicio de la memoria y de la reparación histórica. No hay museos o memoriales sobre los años de dictadura y abundan todavía las calles, plazas y carreteras con nombres de generales y tiranos. .
Thiago Rodrigues, Profesor de Relaciones Internacionales, Universidade Federal Fluminense
La presencia de los militares en la vida política brasileña es una constante desde el siglo XIX, con una larga lista de intervenciones y golpes militares. Los períodos democráticos han sido pocos y breves. El actual empezó con la proclamación de la Constitución de 1988. Sin embargo, estas tres décadas han sido testigo de crisis institucionales que se profundizaron en el último decenio.
Las primeras señales de una grave fractura política e ideológica en Brasil fueron percibidas en las protestas de 2013 que pronto fueron instrumentalizadas por las oposiciones conservadoras contra el gobierno de Dilma Rousseff. Luego sobrevino el golpe parlamentario contra Rousseff, en 2016, y la caza de brujas de la operación anticorrupción Lava Jato –rematada, en 2018, con el encarcelamiento del entonces expresidente Lula da Silva– seguida del gobierno de Jair Bolsonaro entre 2019 y 2022.
Durante esta década, los altos rangos de las Fuerzas Armadas y los clubes militares volvieron a intervenir en el escenario político nacional emitiendo opiniones y presionando a la opinión pública por medio de comunicados o tweets de apoyo a las acciones anticorrupción y a las protestas nacionalistas y ultraconservadoras.
En este escenario emergió la figura de Jair Bolsonaro, un excapitán del Ejército brasileño que se dio de baja de la corporación en 1988 tras verse involucrado en episodios de insubordinación contra el nuevo régimen democrático. De inmediato empezó una carrera política como diputado federal, y fue reelegido ininterrumpidamente hasta lanzar su candidatura presidencial en 2018.
De parlamentario exótico a azote del partido de Lula
Durante dos décadas, Bolsonaro fue considerado un parlamentario radical y exótico que vociferaba principios de ultraderecha. Sin embargo, ganó proyección como el gran opositor de los gobiernos del Partido de los Trabajadores. Luego, el antiguo militar sin prestigio en la caserna pasó a ser escuchado y recibido en las academias militares, tanto de las Fuerzas Armadas como de las policías militares.
Bolsonaro se convirtió en la figura representativa de los valores de ultraderecha, encarnando y adoptando el lema del Integralismo, movimiento de masas brasileño de la década de 1930 inspirado en el fascismo italiano: “Dios, Patria y Familia”.
Al llegar al poder en 2019, Bolsonaro abrió las puertas del Estado a sus aliados militares. Su grupo cercano de asesores contó con altos rangos militares responsables de la comunicación, la seguridad institucional y la inteligencia del gobierno. Los ministerios, órganos de Estado y empresas estatales se vieron poblados de militares. En 2020, el número de militares en funciones civiles alcanzó la cifra de 6 153 personas, número más grande que el registrado durante la dictadura cívico-militar.
Esto es precisamente lo que la politóloga Polina Beliakova llama “militarización”, es decir, cuando militares o exmilitares ocupan funciones de carácter civil, como la dirección de empresas o la gestión del sistema de salud pública.
El ejemplo más importante de la militarización del Estado en la administración Bolsonaro se produjo, precisamente, en el campo de la salud. En el auge de la pandemia de covid-19, el Ministerio de Salud fue ocupado por un general activo del Ejército, Eduardo Pazuello, quien no tenía ninguna formación como profesional de este área o cualquier experiencia previa con el sistema público de salud. Brasil ha sido uno de los países más duramente golpeados por la pandemia, con 695 000 muertos hasta la fecha.
La conexión entre el bolsonarismo y los militares
En 2022, durante la campaña presidencial, militares en todo el país apoyaron abiertamente a Bolsonaro a pesar de la prohibición legal de manifestación política por militares en servicio. Muchos de los militares bolsonaristas disputaron puestos y salieron victoriosos, como Eduardo Pazuello (diputado federal) y el general Hamilton Mourão, vicepresidente de Bolsonaro, elegido senador. En octubre de 2022, policiales militares de la Policía Vial Federal actuaron para dificultar o impedir que electores de zonas favorables a Lula llegasen a los puestos de votación.
Tras la victoria de Lula, el bolsonarismo radical se movilizó a nivel nacional para contestar el resultado de las urnas. El punto de convergencia de los sublevados fue, una vez más, las Fuerzas Armadas. Proliferaron campamentos frente a cuarteles demandando una “intervención militar” que impidiera la ascensión de Lula. Los asesores militares y civiles de Bolsonaro siguieron operando un sistema de fake news difundido por las redes sociales con el reto de radicalizar aún más a sus seguidores.
El decreto de Lula y el cambio de actitud del Ejército
El resultado de este proceso fue la invasión y depredación de las sedes de los poderes constitucionales en Brasilia, el 8 de enero de 2023. Pronto circularon imágenes de policías militares pasivamente permitiendo la entrada y destrucción del patrimonio público y militares conversando pacíficamente con sublevados.
La actitud de las fuerzas de seguridad solamente cambió cuando Lula decretó la intervención federal en la seguridad pública del Distrito Federal (DF) que desembocó en la dimisión del secretario de seguridad (exministro de justicia de Bolsonaro) y en la suspensión temporal de funciones del gobernador del DF.
No hay ejemplos en el mundo contemporáneo de democracias estables que no hayan establecido un sistema robusto de control civil de las fuerzas de seguridad del Estado. Este tema es clave en el sistema político estadounidense y en las democracias europeas, pero también es un punto extremamente débil en casi todo el mundo. En América Latina, las historias de construcción nacional ha sido marcadas por múltiples intervenciones militares y períodos autoritarios apoyados o conducidos por las fuerzas de seguridad.
Durante la Guerra Fría, los Estados Unidos impulsaron la tendencia intervencionista de los militares latinoamericanos en nombre del combate al comunismo o a cualquier alternativa autonomista frente a la potencia americana. Terminada la Guerra Fría, el intervencionismo militar siguió activo bajo el manto del combate al crimen organizado.
En Brasil, los militares jamás abandonaron la creencia de que son el poder moderador nacional y, por ende, nunca aceptaron plenamente el marco constitucional del control civil de las Fuerzas Armadas. La creación del Ministerio de Defensa, en 1999, ha alterado poco esta creencia, como se puede constatar en el presente momento.
La vuelta de Lula a la presidencia no dio señales de disposición para enfrentar el “poder militar” brasileño. Aunque haya empezado una operación de dimisión masiva de los militares en puestos civiles, no está clara la intención de actuar junto a las Fuerzas Armadas para someterlas a la Constitución. Es indicativo el hecho de que, en los meses de transición, Lula haya creado grupos de trabajo para todas las áreas (agricultura, economía, educación etc.) menos para Defensa. Es significativo, también, que el ministro de defensa indicado sea José Mucio, un civil sin experiencia en el tema y con larga carrera política conservadora.
La politización de las fuerzas de seguridad
Frente un escenario así de complejo, ¿sería posible pensar una “desbolsonarización” de las fuerzas de seguridad (fuerzas armadas y policías)? Si Bolsonaro es el nombre actual que da forma a una tradición intervencionista, el problema es mucho más profundo, pues se trata de una cuestión estructural y vertebradora de las fuerzas de seguridad brasileñas. Bolsonaro como figura política puede desaparecer, pero la politización de las fuerzas de seguridad seguirá existiendo.
El problema de fondo es el tipo de seguridad que desean los ciudadanos brasileños. El modelo vigente es de confrontación y de mano dura. Las poblaciones marginadas son controladas por fuerzas policiales –y a veces por las Fuerzas Armadas– a partir de una lógica militar, es decir, de enfrentamiento, asesinato y ocupación territorial.
Ante el crecimiento de las desigualdades sociales, una parte de la ciudadanía brasileña elige la violencia como modelo de orden social. Ello, combinado con la tradición intervencionista de las Fuerzas Armadas, produce un escenario difícil de ser cambiado.
Brasil no ha pasado por periodos de evaluación crítica de su pasado. No hubo en el país el ejercicio de la memoria y de la reparación histórica. No hay museos o memoriales sobre los años dictatoriales y abundan todavía las calles, plazas y carreteras con nombres de generales y dictadores.
Mientras no se haga este ejercicio, no será posible que la ciudadanía conozca los efectos de las soluciones represivas para problemas sociales y económicos complejos. Seguirá habiendo una memoria inducida de que los militares son la solución para todo tipo de problemas mucho más allá de sus funciones propiamente de defensa de la patria contra amenazas extranjeras.
Hasta el momento, las fuerzas socialdemócratas que se pusieron al mando del país no han enfrentado esta cuestión. El temor de los militares sigue vivo y las fuerzas de seguridad siguen creyendo en su rol excepcional para proteger el Estado de una democracia que les parece frágil e ineficaz. “Desbolsonarizar” las fuerzas de seguridad no es la cuestión central. Lo fundamental es desmilitarizar a la ciudadanía brasileña.
Thiago Rodrigues, Professor of International Relations, Universidade Federal Fluminense
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.