En la primera nota de esta serie nos encontramos con personas que se plantearon objetivos legítimos pero que parecían a priori fuera de su alcance, y que no sólo lograron lo que se habían propuesto sino que, como una consecuencia inesperada de sus esfuerzos, contribuyeron a cambiar el rumbo de la historia. Gente de la que tenemos mucho que aprender. .
Sobre el final de Hot Cargo (1) Memorias de solidaridad y convicción, habíamos dejado a aquellos pocos pero decididos activistas del Group for the Defence of Civil Rights que, con las primeras luces del 3 de julio de 1979 , atravesaban las calles de Saint John y se iban aproximando a los muelles en los que el buque de la flota mercante argentina Entre Ríos II esperaba la carga de agua pesada valorada en 120.000.000 de dólares de la época que permitiría poner en funcionamiento la Central Nuclear de Río Tercero, en Córdoba, cuyo proceso de construcción, acababa de finalizar.
Eran, como habíamos viso, apenas unas decenas de mujeres y hombres, muchos de ellos jóvenes, casi todos inmigrantes recientemente llegados desde un país asolado por una dictadura militar cuya capacidad de violar y matar todavía no era suficientemente reconocida fuera de fronteras, y se aprestaban a hablar y a persuadir a los estibadores que debían trasladar la carga al buque para que no lo hicieran. Debían convencerlos de que valía la pena que pusieran en riesgo su trabajo y por lo tanto el bienestar futuro de sus familias, para contribuir a salvar la vida de un puñado de sindicalistas de nombres y apellidos que nunca habían escuchado, presos quién sabía por qué, en un país del que la prensa poco hablaba.
Los habíamos dejado allì y en este largo prólogo nos reencontramos con ellos… Los estibadores aproximándose con cierta desconfianza al piquete, y quienes habían trazado la picket line, esperándolos en una tensa calma. Estamos en el momento crucial de una historia que ha sido definida con razón como “the single most dramatic example of Canadian trade union solidarity with workers in the Third World”.
Ahora nos interesará saber, por supuesto, qué fue lo que pasó esa mañana y en los días siguientes y cómo fue que se alcanzó la libertad de 16 personas que casi con seguridad aquel día ya estaban destinadas a morir. Pero incursionaremos, además, en el aspecto menos conocido de aquella historia. Sorprendente y del todo imprevisible. Y que quizás haya alejado al mundo de una pesadilla.
Enrique y Beatriz Tabak, Don Lee, Beatriz Muñárriz, Alejandro Esteverena, Lou Lekinsky, Linda Grobovsky, el periodista del Toronto Star John Deverell, y quienes se había sumado al grupo, organizando la campaña Not Candu for Argentina, habían vivido, durante los meses anteriores una actividad febril que los había llevado desde la junta directiva de algún sindicato en Montreal, al basement de una pequeña iglesia en Oakville; desde los portones de una fábrica metalúrgica en Hamilton, al salón de eventos de una sinagoga en Bathusrt y Wilson; desde una reunión a altas horas de la noche con un MP que quizás había aceptado recibirlos a regañadientes, a una representación teatral callejera frente a un centro comunitario; desde la oficina de John Deverell en el Toronto Star, al pequeño taller en el que se imprimían los boletines mensuales que luego se enviaban por correo…
Todo había sido hecho a pulmón, a conciencia pura, como dice el tango. En las horas que le robaban al sueño o al descanso. En una época en la que no existían computadoras, ni redes sociales, ni comunicacions instantáneas. Cuando hablar por teléfono desde una ciudad a otra era un lujo que no siempre se podían permitir.
¿Son montoneros o del ERP?
¿Son montoneros o del ERP? les había preguntado a boca de jarro el presidente de uno de los sindicatos más poderosos de Canadá cuando fueron por primera a pedir su apoyo. Y cuando le aseguraron que no, que no eran ni una cosa ni la otra, sino personas angustiadas por las violaciones a los derechos humanos en su país y en todo el Cono Sur, les respondió que volvieran en una semana, mientras hacía las averiguaciones pertinentes y tomaba una decisión.
Aquel hombre admirable, que se interesó por conocer la verdad en lugar de dejarse guiar por lo que se decía en aquel momento, que supo entender la gravedad de la situación que otros como él debían enfrentar tan lejos de su propio mundo, y que puso la solidaridad entre trabajadores por delante de lo conveniente y lo acostumbrado, fue la llave que luego les abrió muchas puertas, pero también fue un buen ejemplo de algunos de los principales escollos que deberían enfrentar.
El desconocimiento, en primer lugar. En Canadá nadie estaba habituado a mirar hacia el sur como si ese sur existiera o fuera digno de que el norte se preocupara por lo que allí ocurría. La desinformación y los estereotipos, en segundo lugar. América Latina era, para muchísimos canadienses, un remoto lugar en el que la violencia era endémica y en donde la libertad y la democracia eran lujos inmerecidos.
Pero por sobre esa mezcla de ignorancia y prejuicios, había algo aún más insidioso y tóxico.
La dictadura argentina, conciente de que estaba realizando una experiencia de Terrorismo de Estado excepcional, también había tomado medidas excepcionales para mostrarse, a nivel internacional, como un pilar en la defensa del «mundo libre» y la protección de la «cultura occidental y cristiana». Y para ello había contratado, ya un año antes, en oportunidad de disputarse el Mundial de Fútbol, a la empresa Burson-Marsteller, pionera en la realización de campañas propagandísticas de «lavado de cara» de gobiernos y empresas multinacionales.
“It is of paramount importance that Argentina begins to speak with one voice in the nations of the world. And that can only be achieved through a highly controlled communications program. (…) The Videla´s administration must project a new progressive and stable image throughout the world».
El párrafo anterior pertenece al documento de presentación que Burson-Marsteller había elaborado al momento de ser contratada, y a partir de aquello, la Junta Miltar, que comprendía perfectamente lo difícil que sería oculatar por siempre lo que estaba sucediendo, había dedicado millones de dólares para que sus críticos, allí donde los hubiera, fueran desprestigiados (a través de los principales medios de prensa y los servicios diplomáticos), y silenciados.
Desde notas a doble página en las que se elogiaba lo que la Junta Miltar hacía para modernizar una democracia que había estado sumida en el descontrol por «la incapacidad de los pueblos latinoamericanos para elegir gobiernos honestos», hasta «cartas de los lectores» en las que se ponía en duda la honestidad de quienes denuciaban el terrorismo de los golpistas y se los presentaba como agentes del comunismo internacional, las andanadas de desinformación que difundía aquella agencia de publicidad especializada en guerra psicológica era constante, y Canadá no era la excepción.
Y si en esta reconstucción de lo que fueron aquellos días estamos haciendo hincapié en el papel que tenían los defensores de la dictadura aquí mismo, es porque no podemos olvidar que eran tiempos de Guerra Fría, de operaciones encubiertas, y de credulidad extrema. No se escuchaba hablar todavía de «fake news», pero eso no implicaba que la mentira trasmitida y repetida hasta el hartazgo a través de la prensa no existiera.
La opinión pública estaba desguarnecida respecto a la desinformación que recibía a través de periodistas en los que creía y empresas periodísticas que consideraba más allá de toda sospecha, y ese es otro aspecto a destacar de aquel pequeño grupo que se atrevió a enfrentar una poderosa maquinaria propagandística que pudo haberlos destrozado.
Human rights are human rights but bussines are bussines
Human rights are human rights but bussines are bussines. Con esa frase, clara y precisa, el gerente de una de las empresas encargadas de proveer a la Argentina de combustible nuclear había despedido a Enrique Tabak, que había concurrido a su despacho para ponerlo en conocimiento de las muertes y las desapariciones en su país. Y respuestas del mismo tenor habían recibido más de una vez en los pasillos o en los despachos de Parliament Hill tanto él como sus compañeros.
Las razones para que a esos niveles hubiera cierta incredulidad o indiferencia frente a las denuncias del Group for the Defence of Civil Rights in Argentina ya las hemos visto. Pero además, la campaña que estaban llevando adelante, NO CANDU FOR ARGENTINA, afectaba intereses económicos y geopolíticos de una envergadura enorme.
En primer lugar, porque la venta de centrales de generación de electricidad a base de energía nuclear del tipo CANDU (Canada Deuterium Uranium) representaba un rubro de negocios importantísimo para las empresas -privadas y gubernamentales- involucradas, Atomic Energy of Canada Limited (AECL), the Hydro-Electric Power Commission of Ontario, Canadian General Electric, entre otras, y también para el propio gobierno del país. Y estaba previsto que Canadá pudiera construir una central adicional en Argentina, a un costo de más de 1:000.000.000 de dólares una vez que la de Río Tercero entrara en funcionamiento.
En aquel momento, la posibilidad de que los subproductos derivados de esas centrales pudieran ser utilizados para el desarrollo de bombas atómicas no parecía quitarle el sueño a quienes en Canadá tenían en sus manos ese tipo de decisiones. India y Paquistán ya lo estaban haciendo, y si Argentina, que se había negado a firmar el Tratado de No-proliferación de Armas Nucleares de 1968, deseaba tener una, ¿por qué preocuparse?
Porque además, en el marco de la Guerra Fría y con no demasiada estridencia, se estaba desarrollando un proyecto geoestratégico para el cual, la nuclearización de la región del Atlántico Sur, podría ser bienvenida…
Una OTAN en el Atlántico Sur
Suele suceder que las clases dirigentes de las potencias de tamaño medio adopten decisiones con menos información de la necesaria, y dispongan de más poder del que están preparadas para administrar. Y ese podría haber sido el caso.
Porque hubo algo que para las autoridades del país carecía de importancia, pero que aquel grupo que durante dos años había tratado de crear conciencia con el NO CANDU FOR ARGENTINA, supo ver a tiempo y valorar en su justa dimensión.
Eran cada vez más frecuentes los contactos formales e informales entre el gobierno sudafricano, que por entonces estaba empeñado en una defensa del Apartheid con uñas y dientes, y la dictadura argentina, que ya comenzaba a mostrar sus intenciones en lo que tenía que ver con la política internacional. Y en la prensa de ambos países se comenzaba a hablar con entusiasmo de una «OTAN del Atlántico Sur»(1). Una alianza que podría controlar con facilidad el Cabo de Buena Esperanza y el Estrecho de Magallanes: las dos puertas de entrada y salida entre el Atlántico, el Océano Índico, el Océano Pacífico y la Antártida. Lo que por entonces eran las llaves del mundo.
La iniciativa de crear el bloque militar en el Atlántico Sur había sido concebida en la segunda mitad de los ’70 por el entonces comandante de la OTAN, Alexander Haig, quien luego se convertiría en el secretario de Estado de Estados Unidos. La organización se llamaría Organización del Tratado del Atlántico Sur (OTAS), cumpliría un cometido similar al de la OTAN, de contención del bloque soviético, y para asegurar que no se experimentara en el futuro un cambio de orientación, los regímenes de gobierno de los países que la lideraban (en este caso Argentina y Sud África, a ambos lados del Atlántico), deberían permanecer inalterados mucho tiempo. Sin importar si uno de ellos era una dictadura genocida y el otro una aberración racista.
Sin embargo, ya en 1981 Brasil (que a diferencia de Argentina sí era firmante del Tratado de No-proliferación de Armas Nucleares, que sostenía una postura de rechazo al régimen de Apharteid sudafricano, y que a pesar de ser una dictadura militar pretendía mantener una relativa independencia geostratégica respecto a EEUU), ya había percibido que en aquel proyecto su posición como lider regional quedaría herida de muerte y se ocupó de hacer fracasar el proyecto.
El conflicto entre Argentina y Chile por el Canal de Beagle y el apoyo estadounidense a Inglaterra durante la Guerra de las Malvinas en 1982, hicieron el resto. A partir de aquel nuevo error de cálculo y enfrentando cada día más resistencias desde dentro, el régimen militar argentino dejó de ser una amenaza global, y ya no se le permitió perpetuarse en el poder o soñar con su propia bomba.
Mientras tanto, en New Brunswick…
Si hemos incursionado en la complejidad de las relaciones internacionales en aquellos años de Guerra Fría, ha sido para poner en contexto los hechos de aquella madrugada del 3 de julio de 1979, mientras el capitán del Entre Ríos II veía, desde el puente, con preocupación y sorpresa, cómo los activistas del NO CANDU FOR ARGENTINA comenzaban a acercarse y a dialogar con los estibadores.
Durante meses, y aunque los sectores más progresistas de la opinión pública en Canadá habían comenzado a ser receptivos y a expresar apoyo a quienes denunciaban las violaciones a los Derechos Humanos en la Argentina, Ottawa continuaba mostrándose reacia a expresar nada que pudiera ser intepretado como rechazo a la dictadura, y eso los había convencido de la necesidad de imaginar acciones más dramáticas y más visibles, lo que a su vez derivó en la organización de una campaña centrada en la peligrosidad del régimen miltar, pero a nivel internacional.
En febrero se había sabido que para que el primer reactor CANDU construido en Argentina se pusiera en funcionamiento, se concretaría un envío de agua pesada, y que era muy posible que el embarque tuviera lugar en Saint John. Un mes después Larry Hanley, presidente del District Labour Council, de New Brunswick, hizo los arreglos necesarios para que Enrique Tabak, en representación del Group for the Defence of Civil Rights y de la campaña, hiciera uso de la palabra en la reunión anual de la Federation of Labour, y como resultado de su intervención los trabajadores resolvieron apoyar el reclamo por la plena vigencia de las libertades civiles y sindicales y por la suspensión de las ventas de material nuclear a la Argentina.
A partir de esa resolución, el Labour Council de Saint John tomó las tareas a su cargo, alertando a los grupos locales de acción social y a las iglesias. A principios de junio se supo que los contenedores de agua pesada ya habían llegado a puerto, y Pat Riley, del sindicato de estibadores y su amigo George Vair (autor del libro The Struggle against Wage Controls: The Saint John Story, 1975-1976) se unieron a las acciones de coordinación y propaganda. Los carteles y los pins alertando HOT CARGO y NO CANDU FOR ARGENTINA comenzaron a aparecer por toda la ciudad.
La madrugada del 3 de julio, reforzando al núcleo inicial de la campaña, estaban en los muelles Larry Hanley y Barbara Hunter, del Labour Council, Art Jenkin de la dirección de United Eletrical Workers, el Secretario General de la International Association of Machinists, Mike Rygus, y otro de los periodistas del Toronto Star, decisivo para la difusión de los reclamos del grupo, Ian Adams.
No habían pasado muchos minutos cuando se les unieron piquetes de sindicatos locales, como Canadian Paperworkers, United Auto Workers, International Association of Machinists, Canadian Union of Postal Workers, y Canadian Union of Public Employees, así como representantes de otras organizaciones de la provincia, como Barry Hould de la Canadian Brotherhood of Railway, Transport and General Workers in Moncton, o Gilles Thériault del Maritime Fishermen’s Union, y representantes de las iglesias, de la organización feminista Voice of Women, y de otros grupos orientados hacia la protección del mediomabiente y la paz.
El tiempo parecía suspendido aquella mañana y el silencio se hubiera podido cortar con un cuchillo, mientras esperaban la llegada del primer turno de trabajadores de la estiba. La International Longshoremen’s Association, el poderoso sindicato que agrupaba a los estibadores contaba con una larga historia de defensa de sus propios derechos, pero ¿estarían dispuestos sus asociados a romper con sus contratos y arriesgar su trabajo para ser solidarios con gente de la que jamás habían oído hablar?
La respuesta no se hizo esperar. Quizás los hechos de aquella mañana hayan pasado desapercibidos para el mundo, pero en contra de lo que podía esperarse y mientras se levantaba la niebla que semiescondía la mole blanca y atemorizante del Entre Ríos II, los estibadores del puerto de Saint John se detuvieron frente al piquete, dudaron primero, preguntaron después, escucharon las razones que se les daban, recordaron las tradiciones de lucha de las que sus mayores se enorgullecían, y finalmente se sumaron ellos mismos al piquete de huelga.
Nadie trabajó aquella mañana. Nadie retomó las tareas en el turno siguiente. Y al amanecer del día 4 ya estaba claro que en el Ministry of Foreign Affairs, en las muchas empresas involucradas en la construcción de centrales nucleares, en la embajada argentina, y en la empresa de Relaciones Públicas que debió enfrentar aquella crisis inesperada, muchos directivos y funcionarios de jerarquía estaban en problemas.
En los días siguientes Parliament Hill pareció despertar a un problema que hasta entonces no había sido capaz de reeconocer y se sucedieron, una tras otra, reuniones febriles de miembros del gobierno -como la ministra Flora McDonald- con Enrique Tabak y con líderes sindicales que apoyaban la campaña, como Cliff Pilkey y Denis Mc Dermor, presidentes de la Ontario Federation of Labour y del Canadian Labour Congress respectivamente.
Por otro lado, se producían también encuentros entre las autoridades y miembros del cuerpo diplomático argentino, con altos cargos de las empresas implicadas, y a partir de ellas comenzaron a ser aceptadas algunas de las demandas de la campaña. Entre ellas, la liberación o la aparición con vida en Argentina de 16 detenidos por su actividad sindical, que el gobierno canadiense aceptara darle refugio a 100 perseguidos políticos, y que Canadá asegurara que la política que posibilitaba la venta de materiales nucleares a la Argentina sería revisada.
Como manifestó Larry Hanley en una conferencia de prensa celebrada en aquellos días, “We can’t stop this shipment forever, but we can draw attention to both the violations of human rights in Argentina and the danger that Argentina may build a nuclear bomb”.
Para concluir
Haber logrado -desde la fragilidad y la vulnerabilidad propia de inmigrantes recién llegados- el asilo de personas perseguidas y amenazadas en un país alejado geográfica y culturalmente, haberle arrancado a la dictadura argentina la liberación o la aparición con vida de hombres y mujeres cuyo asesinato era inminente, haber puesto pidras en el zapato de aquel proyecto de terrorismo global apenas estuvo esbozado, haber convencido a la sociedad y al gobierno canadiense del peligro que significaba darle a una dictadura genocida la posibilidad de hacerse más fuerte, y haberlo hecho todo desde el llano, desde las organizaciones sindicales, las iglesias, los pequeños grupos ambientalistas y pacifistas, enfrentando al poder financiero y económico, y a una maquinaria propagandística que embolsaba millones de dólares por sus servicios, fue un acto de un valor y una lucidez hoy difícilmente mensurable.
En 2010 el gobierno de la Argentina, a través de su embajador Arturo Bothamley, condecoró con la Orden de Mayo (el más alto honor concedido por el país) a Pat Riley, de la International Longshoremen’s Association, en representación de aquellos estibadores del puerto de Saint John que el 3 de julio de 1979 se negaron a cruzar la línea que separaba la resitencia de la complicidad.
“All our members, and our members in the future, will be proud of it for the actions we did take on that particular day” dijo, con sencillez y humildad, ese hombre que todavía recordaba con emoción aquella jornada, y en Diálogos hemos querido recordarla y revivirla como forma de homenajear a mujeres y hombres que desafiaron todo cuando nada parecía posible, dejándonos un ejemplo de determinación y de solidaridad formidable.