A dos días del paso de Fiona salí a caminar por el barrio. El recuerdo desolador del huracán María no se hizo esperar. Recordé las tardes en que salíamos buscando no solo señal telefónica para intentar hablar con nuestros familiares y amigos, o carga para los aparatos electrónicos, sino también agua fresca, comida caliente, o la cerveza fría que nos ayudaría a soltar un poco el nudo que llevábamos en la garganta. .
El alivio que nos proporcionaría el refrigerio no duraría demasiado, pues al anochecer, alumbrados por la luz de la luna y obligados por el toque de queda, volveríamos a la casa para en medio de la penumbra encender la radio. Ese radio de baterías con que muy probablemente nos aprovisionó un vecino, algún amigo o amiga, o simplemente un desconocido que supo de nuestra necesidad, sería el aparato que más conectados nos mantendría a la terrible realidad que enfrentábamos. Tanto que, a veces, los días y noches de mayor desasosiego había que apagarlo para no perder del todo la esperanza. A través de sus ondas, nos transmitía la preocupación de las familias que, a una semana, y hasta dos después del huracán, aún no tenían noticias de sus seres queridos; pero también nos llegaban los relatos como el del joven que clamaba por las autoridades pertinentes para que fueran a su casa a levantar el cuerpo de su madre, doña Carmen María Meléndez Aponte, de Utuado, quien falleciera del corazón a causa de la fuerte impresión que le provocó el huracán, según indicara su hijo. El joven esperó nueve días por la respuesta. A este reclamo se sumó el de la familia de don Teodoro Colón Rodríguez, de Orocovis, quienes igualmente tuvieron que esperar varios días para poder sacar su cuerpo de la casa.
Nos llegaban además las noticias de accidentes, muchos de ellos fatales, de ciudadanos que ante la desesperación por la falta de los servicios esenciales arriesgaron sus vidas intentando reestablecerlos. Madres y mujeres solas, muchas, también se vieron con la urgencia de llamar a la radio, día tras día, para pedir ayuda. Comenzaba a escasear la comida, el agua potable, las medicinas. Se les había ido el techo; necesitaban salir de sus casas porque ya no eran seguras; el tendido eléctrico, “vivo”, cayó en los patios donde los niños jugaban. Muchos otros ciudadanos daban voces de advertencia sobre los árboles y postes que pendían de un hilo a la orilla de las carreteras amenazando con caerse, y también sobre los ya caídos que obstruían el paso y que de no ser por las brigadas voluntarias de la comunidad quedarían allí como escombros que probablemente nunca serían removidos por las agencias correspondientes por falta de equipo, personal, planificación, etc. Así, minuto tras minuto, las peticiones de ayuda y el reporte de situaciones de emergencia en lugar de ir disminuyendo con el paso del tiempo, aumentaban a medida que la gente lograba establecer comunicación. Entonces se sumarían nuevos relatos y reclamos, los de los familiares de las víctimas que todavía a tres meses (y hasta más) de la tormenta no pudieron recibir la debida atención médica, los tratamientos y demás cuidados requeridos para salvarles la vida, por causa del hacinamiento, la falta de generadores, medicamentos u oxígeno en los hospitales y demás centros de tratamiento y atención al paciente.
Tampoco tardaron en aparecer las denuncias sobre los suministros no repartidos o mal distribuidos, las declaraciones sobre el mal manejo de las ayudas económicas, sobre la respuesta tardía e insuficiente de FEMA, y posteriormente y para no dejar nada tras bambalinas, la advertencia sobre los vagones escondidos con posible ayuda humanitaria y sobre el ocultamiento de las cifras de los muertos. En fin, se trataba de informes, relatos, querellas, peticiones y denuncias que sacaron a la luz la realidad de la debacle de nuestro gobierno que, aunque fácil de intuir, era mayor de lo que hasta entonces habíamos visto. Quizá más que nunca quedó en evidencia su ineptitud; su incapacidad para el manejo efectivo de las emergencias, su falta de planificación, la fragilidad de nuestra infraestructura tras años de desatención irresponsable y negligente. Pero sobre todo dos cosas nos debieron haber quedado muy claras. La primera, la falta de empatía, solidaridad, compromiso y sensibilidad de nuestros dirigentes hacia el pueblo. La segunda, que somos un pueblo con tremendos ovarios, de esos que resisten y enfrentan la adversidad de manera extraordinaria, de esos que demuestran que “Solo el pueblo Salva al Pueblo”.
Si bien fueron muchos, muchísimos, los días que escuchamos la radio en espera de mejores noticias, no hubo una sola transmisión que no diera cuenta de nuestra fortaleza, de nuestra capacidad para la brega y de nuestra solidaridad. Y a ese recuerdo es al que hoy después del azote de Fiona quiero aferrarme. Me aferro al recuerdo de que el radio de baterías que todavía conservo fue el regalo que me hiciera una señora querida que llegó a mí, desde lejos y a pie, dos días después de María solo para eso. Me aferro también al recuerdo de que hubo unos señores de la comunidad que ayudaron a la familia de don Teodoro Colón Rodríguez a sacar su cuerpo de la casa atravesando la maleza y la quebrada crecida, también al recuerdo de los amigos que nos dieron una visita para hacernos compañía, y al de aquél o aquellos otros, otras, que ofrecieron a quienes perdieron su casa un lugar seguro en las suyas o un plato de comida caliente y ropa limpia. Pero mientras escribo esto desde el mismo sofá en el que por largas semanas me hundí después de María y veo a la distancia mí pequeño radio de baterías confirmo que, de entre todas esas cosas que recuerdo sobre nosotros lo que no deberíamos olvidar jamás es que nuestro gobierno nos mintió, nos robó y se burló de nosotros. Y con Fiona constatamos, una vez más, que no ha dejado de hacerlo.
Entonces, me pregunto cuánto más podremos aguantar viviendo del orgullo de sabernos un pueblo resiliente y solidario, cuánto más tendremos que asumir nosotros, por cuenta propia, las responsabilidades que le corresponden a nuestros gobernantes. Cuánto más aguantar la jodienda de la planta eléctrica o de la penumbra, los baños a pañito húmedo, la jamonilla y las salchichas. Con tanta carencia que ni los servicios esenciales nos los pueden garantizar, ¿qué calidad de vida podemos darle así a nuestros ancianos, enfermos y niños?