No existe ninguna constancia de que la frase atribuída a Eva Duarte: “Frente a cada necesidad debe nacer un derecho” haya sido pronuciada por ella, pero no puede extrañar que un concepto de ese calado, preñado de una radicalidad tan conmovedora y absoluta, reconozca como madre a una figura mítica y fundante. Si no lo dijo ella, mereció haberlo dicho. .
Y si hemos traído esa máxima a cuento para que nos ayude a reflexionar acerca de lo que ha estado sucediendo durante los últimos treinta días en la República Argentina, es porque la tensión entre necesidades y derechos y la puja por la redistribución de la riqueza (es decir, la justicia) está en la base de todo lo que hemos visto y de lo mucho que todavía ignoramos.
Además… sería un error pensar que un juicio plagado de irregularidades y escándalo como el que está enfrentando la actual vicepresidenta argentina o un atentado grotesco y torpe como el que estuvo a punto de volarle la cabeza hace cuatro semanas, es algo que solo puede pasar en un país de pasiones desmesuradas y adicto a los escándalos. Se verá, si estas cosas siguen, que nadie está libre.
La Justicia y la yegua
Finalizaba junio de este mismo año, el vicepresidente de la Corte Suprema de Justicia argentina, Carlos Rosenkrantz, daba una conferencia durante un evento académico en Chile denominado “Justicia, derechos y populismo en América Latina” y el jurista, ex-abogado de uno de los monopolios informativos más poderosos del continente, y representante fiel y convencido de los sectores más conservadores de su país, no pudo evitarse el placer de pronunciar una frase que minutos después recorría las redes, viralizada y transformada en nuevo combustible para la grieta.
“Hay una afirmación muy insistente en mi país que yo veo como un síntoma innegable de fe populista según la cual detrás de cada necesidad siempre debe haber un derecho.”
Según Rosenkrantz los populismos serían insensibles a los costos que entraña el reconocimiento de demasiados derechos (ayudas sociales, préstamos para facilitar el acceso a la vivienda, salarios dignos, o servicios de enseñanza y salud universales y gratuitos). Eso socava la sustentabilidad de los cambios que el populismo propone, pero además es injusto con quienes deben sufragar esos “excesos” con sus impuestos. «En las proclamas populistas hay un olvido sistemático de que detrás de cada derecho hay un costo y que no hay suficientes recursos como para satisfacer todas las necesidades”, sostuvo taxativamente ese día el juez devenido economista. Sin embargo, no está ahí la razón de la polémica desatada.
Todo en esa frase puede ser leído en otra clave. En primer lugar por la elección misma del concepto que cuestiona, y por haberlo caracterizarlo como “síntoma”, es decir como manifestación visible de una enfermedad social que, por serlo, debería ser erradicada. En segundo lugar, por la mujer a la que el concepto remite, Evita, por ser ella quien está en el origen de esa “fe populista”; un sentimiento irracional y por lo tanto teñido de una emocionalidad primaria que nos pone en riesgo a todos.
Pero además, porque los dardos del juez estaban dirigidos también hacia la otra. Hacia esa que con mayor o menor razón está identificada como la promotora de “demasiados derechos” y demasiados «planes sociales que sólo sirven para alimentar vagos». La figura paradigmática de los desbordes populistas. La jefa de una banda criminal llamada gobierno, conformada con la intención de robar todo y transformar a la Argentina en Venezuela. La mujer que mientras el juez advertía en Chile acerca de los peligros de la «fe populista», se aprestaba a enfrentarlo en un juicio que, se estimaba, la haría desaparecer.
A estar por lo que ya habían manifestado con alborozo los fiscales, la acusación final por casos de corrupción que Cristina Fernández habría de enfrentar un mes después, contaba con “tres toneladas de pruebas”, que habrían de condenarla a que terminara con sus huesos en la cárcel y a la inhabilitación perpetua para ocupar cargos públicos.
Para citar sólo a uno de quienes ya estaban preparándose para el gran momento y aceitando la pistola: «se les había acabado la joda».
Jueces desinhibidos y guillotinas en la plaza
Para quien no tenga la dicha de vivir en la Argentina o no siga vorazmente lo que allí pasa, esta nota será, a partir de este punto, incomprensible y frustrante, pero intentaremos sobrevolar las circunstancias y los hechos más conocidos para poder preguntarnos si hay alguna conexión entre ellos. Para discernir, si fuera posible, qué dibujo aparece cuando se traza una línea imaginaria que una los puntos.
No podremos detenernos demasiado en los jueces que, como Rosenkrantz, se transforman en actores políticos de primer orden sin por ello abandonar los privilegios que les dan sus cargos, ni en los fiscales vocingleros que anunciaron las tres toneladas de pruebas sin ofrecer sobre el final del juicio nada muy diferente a los lugares comunes que habían recogido de la prensa. Pasaron vergüenza, es cierto, pero ¿quién les quita lo que la desvergüenza les haya aportado en términos de fama y futuros favores del poder? ¿Quién podría evitar que los jueces den por buenas las falsedades y tonterías con las que salpicaron su alegato?
No podremos ahondar tampoco en esa prensa que ocupa el lugar de los fiscales y los jueces para prefabricar condenas y generar en audiencias que escuchan una y otra vez lo mismo, un odio irreflexivo. Ni en las fuerzas de seguridad que no veían ni escuchaban lo que sucedía alrededor de la persona que debían cuidar, que parecen haber creado «zonas liberadas» para que los violentos trabajaran a gusto y que, para colmo, terminaron borrando el contenido del teléfono del aprendiz de asesino que debían desencriptar.
Por otra parte, todavía es demasiado pronto para entender el rol de los jóvenes aparentemente idiotas que saltaron a la fama por llevar guillitonas y antorchas encendidas a la Plaza para que los kircheneristas tuvieran miedo por serlo, o el de los que fingieron vender copos rosados de azúcar e imaginaron estar imbuidos por el espíritu de San Martín cuando dispararon una pistola a cinco centímetros de la cara de la culpable de todos sus males. O el papel de personajes estrafalarios como la «vecina de Cristina» transformada de señora liberal en protectora de veinteañeros ignorantes, oscuros y violentos -y que aún está por explicar cuál pensaba que sería su vela en este entierro.
La mera enuciación de lo que se dijo o lo que no se hizo, o el repaso de quienes participaron de una u otra forma en todo este drama transformado en comedia de enredos, agota la paciencia. Es útil a este respecto vistar la excelente nota publicada por la Revista Anfibia: Que tengan miedo de ser kircneristas.
Pero aún dentro de este galimatías de información parcial y caótica, será inevitable que nos preguntemos en quiénes se inspiraron los que el 1º de septiembre quisieron pasar a la historia matando a la mujer que, al parecer, estaba destinada a ser asesinada unos días después… O por qué la policía parecía estar extrañamente encariñada con ellos… De dónde sacaban el poco dinero con el que malvivían si los copos de azúcar parecen no haber sido más que una fachada, o por qué, súbitamente y sin que nadie lo hubiera podido prever, les surgen, desde la oscuridad de la peor política y los organismos de seguridad (lo que se conoce habitualmente como las Cloacas del Estado) abogados que ellos jamás podrían pagar.
El tiempo dirá lo que pueda responderse a partir del análisis pormenorizado de ese batiburrillo si es que alguna vez la investigación llega a buen puerto.
Por el momento y para terminar este repaso provisorio, vale que nos preguntaremos si el hecho de que el intento de asesinato de Cristina Fernández haya ocurrido precisamente entre la presentación de los fiscales (9 horas de alharaca pobre, desmañada y carente de pruebas concluyentes) y las presentaciones en las que a través de 12 horas la defensa fue quitándole a la acusación todo rastro de verosimilitud, es meramente casual.
Porque si la bala hubiera salido de la recámara, los alegatos de la defensa no habrían tenido lugar, el juicio hubiera terminado en la acusación misma, y los jueces no se habrían visto en el trance comprometedor de condenarla en base a pruebas que, como finalmente se vio, no existían. Se trata de jueces desinhibidos y entusiastas a la hora de condenar brujas populistas, pero seguramente les hubiera venido de perlas que de la desaparición se hubieran encargado cuatro bobos sin ninguna conexión con ellos.
Además, la desaparición del síntoma y de la enfermedad habría sido simultánea, definitiva e inapelable. Como el cáncer que se llevó a la primera. Como los bombardeos de Plaza de Mayo y los fusilamientos del ’55. Como los 30.000 que desaparecieron para que a nadie se le volviera a ocurrir esa zonzera de que detrás de cada necesidad debería nacer un derecho.
Fuera o no ese el sentido último del atentado, otra circunstancia es digna de que se reflexione sobre ella: la uberización de los asesinos.
Emprendedores y jóvenes con avidez de historia
No fue necesario, en este intento fallido de desaparición de «la yegua», el servicio de profesionales bien pagos ni proveer, a quienes pondrían su cuerpo en el trabajo sucio, de una infraestructura capaz de extraerlos de la escena del crimen una vez ocurrida la muerte. Los sicarios no fueron sicarios en el sentido habitual del término, sino que se encargaron de llevar adelante el atentado con el mismo espíritu emprendedor de los conductores de UBER, que saben para quiénes trabajan pero jamás podrán conocerlos, que se vinculan con sus mandantes a través de una app, que se encargan de autoabastecerse de lo que sea necesario para ejercer su tarea, y que, en el caso de que exista la sospecha de que no son cuentapropistas sino simplemente empleados sin derechos, contarán con abogados que les dirán exactamente lo que deban decir para que la empresa quede a salvo.
Fernando Sabag Montiel no pasará la historia ni por sus tatuajes filo-nazis ni por haber asesinado a nadie. Brenda Uliarte dejará de ser una chica algo retrasada que trata de vender selfies eróticas mientras planea cómo «volarle la cabeza de un corchazo a la loca de mierda». Su pobre amigovia habrá aprendido que ser la tonta del grupo trae sus problemas. El microempresario de los copos de azúcar verá qué se propone hacer su abogado de triste fama para que no comprometa a nadie que esté por encima suyo. El carpintero youtuber, si tiene suerte y no le preguntan quién le pagó por los muebles que no hizo, seguirá recorriendo los programas de TV de La Nación+ explicando que lo suyo no fue más que una broma. Y ninguno de ellos percibirá la más mínima relación entre sus íntimas frustraciones o su malestar por saberse al margen, con la puja redistributiva. O entre la necesidad de desaparecer a Cristina cuanto antes para que no quede siquiera su memoria, y la tensión entre derechos y necesidades que exaspera a jueces, periodistas, policías y fiscales.
Viven, para su desgracia y la nuestra, en un mundo en el que se les ha enseñado que se es libre cuando se identifica un chivo expiatorio sobre el que descargar la rabia, la frustración, y la impotencia. Se los había convencido de que tanto era su derecho a matar que saldrían de ésta sin castigo, cubiertos de honores y con algo de plata en el bolsillo. Su avidez por pasar a la historia se resume en el gesto hueco e insignificante del fascismo más obediente.
Nosotros, mientras tanto, seguiremos asombrándonos de que todo eso sea posible, intentando atar cabos, sintiendo pena y miedo, y prestándole atención a los nubarrones que comienzan a aparecer en nuestro cielo.