Decir “derrota autoinfligida” no describe bien lo que le sucedió a la hoy perpleja izquierda chilena el domingo 4 de septiembre. Reconocer que el bofetón recibido por quienes esperaban que se aprobara el proyecto de nueva constitución fue de proporciones épicas, tampoco es útil, ya que aún no conocemos bien a quienes se encargaron de propinar el golpe. . Creer que el bofetón es sólo la obra de ese 62% de chilenas y chilenas que rechazaron con entusiasmo digno de mejor causa el cambio que se les propuso, minimizaría el abismo que hoy se abrió entre la autocomplacencia de levedad cool de los primeros 6 meses de gobierno de Gabriel Boric, y el malestar opaco y profundo de las nuevas mayorías.
No es necesario ahondar demasiado en las cifras para tener una idea ajustada del desastre, por lo que bastará un sólo párrafo que recoja las más significativas. Las que indican algo tan sencillo como que el Chile profundo resultó ser bastante más conservador y/o desconfiado de lo que sabíamos.
Nunca antes en Chile habían hecho uso del derecho al sufragio tantas personas como esta vez porque el voto no sólo fue obligatorio sino que además había sido obligatoria la inscripción previa. Se sumaron al cuerpo electoral 5.000.000 de personas que no votaban antes. Contrariamente a lo esperado, los nuevos votantes no sólo no se inclinaron hacia la opción que más parecía favorecerlos (como la mayoría de los analistas auguraban) sino que se dio el fenómeno inverso. El Rechazo no sólo tuvo un respaldo del 62% (10 puntos por encima del que pronosticaban las encuestas) sino que resultó la opción más votada en todas la regiones del país, sin excepción. El Apruebo fue derrotado en casi la totalidad de las comunas incluyendo aquellas en las que la izquierda suele ganar y las que habían sido más favorables al cambio constitucional en las votaciones previas. Y así como en la “Fábula de los montes” la montaña pare un ratón, los y las constituyentes que habían iniciado un año de labor bajo auspicios inmejorables, parieron un texto que a pesar de sus varias virtudes, no fue capaz de convencer o seducir a más personas de las que ya lo estaban.
Quedaron, como tras todo tsunami, más preguntas que respuestas. Con el agravante de que las respuestas deberán ir produciéndose antes aún de que quede bien en claro qué fue lo que pasó, o quiénes fueron responsables, y deberá darlas gente que quizás -y esto es una pena- no estaba preparada para esto.
Los constituyentes y las mieles del atrincheramiento
En una nota anterior de Diálogos (y citando expresiones del propio presidente Boric) hacíamos referencia al atrincheramiento de la mayoría de la Convención Constituyente, más dedicada a mostrar, como en la estantería de una feria, todo lo que una constitución podría contener en términos de “doctrina progresista”, que en llegar a acuerdos con las minorías que eventualmente podrían luego expresar desacuerdos o temores.
Así, la Convención Constituyente procedió como si el casi 80% de apoyos con el que inició sus tareas, le garantizara la mitad más uno de los votos cuando las concluyeran.
Podemos dejar de lado algunos escándalos ocasionados por representantes de la “nueva política”, olvidar los rituales orientados a la exteriorización de cuestiones identitarias, o no darle importancia a que la mitad del tiempo del que disponía la Convención se hubiera dedicado a definir el reglamento con el que funcionaría. Todo eso pudo ser molesto para algunos sectores y alejar algunos apoyos, pero era inevitable que sucediera en un cuerpo tan heterogéneo y tan representativo de la diversidad y los disensos. Pero esos seguramente no fueron los factores que determinaron que se rechazara el texto finalmente propuesto.
Lo que sí parece haber sido decisivo (y de ahí que tenga sentido la palabra “atrincheramiento”, es que con frecuencia quedaron incorporadas al texto final iniciativas que cumplían con el requisito de los dos tercios pero no tenían demasiado sustento y podían dar lugar a dudas razonables acerca de qué traducción tendrían una vez que se comenzara a legislar a partir de ellas. Esa debilidad surgida de las mieles de atricheramiento alienó de modo creciente a un electorado que no se entusiasmaba con lo que percibía, y cuyo malestar crecía frente a todo aquello que no se le mostraba con suficiente claridad.
La mayoría de la Convención, fiel al viejo pecado de las izquierdas, se adjudicó a sí misma el papel de las vanguardias, creyó que el pueblo seguiría el camino que se le trazaba, y percibió su soledad y la repulsa cuando ya era demasiado tarde. Un 37% de apoyos no es poco si tenemos en cuenta que los temas que se incorporaron al proyecto de nueva constitución (como la plurinacionalidad, por citar sólo un ejemplo) iban más allá de todo lo que en Chile se hubiera debatido.
Pero ese era precisamente el problema. El texto propuesto hubiera necesitado un esfuerzo pedagógico previo, simultáneo y posterior que nunca se creyó necesario. Haber cosechado casi un 40% de apoyos en esas condiciones no es poco, pero la derrota hará que buena parte de esos temas se transformen en tabú cuando se discutan los alcances de un nuevo proyecto. No estarán o quienes se alzaron hoy con el triunfo harán que aparezcan como meros artefactos decorativos.
El malestar social extremo no se expresa siempre de la misma forma ni son siempre los mismos sectores de una sociedad quienes se encargan de expresarlo, pero lleva inevitablemente al rechazo radical. Al corte de puentes. Y así como el malestar expresado en el estallido de octubre de 2019 hizo inviable el contrato social basado en la vieja constitución, quizás el malestar expresado hoy ante la incapacidad de la Convención Constituyente por parir un texto asumible por las mayorías, inicie un nuevo ciclo de desencuentros y malestar multiplicado. Si así fuera y si el gobierno de Gabriel Boric no es capaz de sortear las trampas que fue colocando ante sí, se habrá perdido una oportunidad preciosa y única.
La debilidad de las sonrisas
Lo que estaba sucediendo con el gobierno de Gabriel Boric y con su equipo mientras se estaba desencadenando el sismo cuyos efectos tenemos por delante hoy, es demasiado complejo y difícil de entender como para pretender abordarlo ahora.
Hace apenas seis meses llegaba al gobierno el equipo más joven de la historia no solo de Chile sino también de Latinoamérica, y todo eran promesas de recambio, potencial imaginativo, sonrisas y vitalidad. Era el gobierno de la dignidad post-estallido, la esperanza surgida de las entrañas del movimiento popular en medio de los coletazos de una emergencia sanitaria, el revival del presidente Allende asesinado, y el propio Boric se había comprometido (quizás con más sentido de la oportunidad que con convicción real) a que si Chile había sido la cuna del neoliberalismo, Chile sería también el país que se encargara de su entierro.
La tarea que Gabriel Boric tenía por delante, con la economía del país en crisis tras la pandemia y tras el estallido, con un desempleo creciente, alzas de precios, y demandas sociales en aumento, con un proyecto de nueva constitución que ya desde el mes de abril tambaleaba, con un parlamento de mayoría opositora, y con un gobierno sustentado no por una sino por dos coaliciones, ninguna de ellas demasiado sólidas ni compatibles entre si, hubiera exigido que, desde el primer día, hiciera lo posible por aplicar un plan de gobierno que, al parecer, por lo que hoy se evidencia, no existía.
Se confió más en la buena estrella juvenil que en la elaboración de políticas públicas, se jugó la carta de que el nuevo presidente se presentara como un Justin Trudeau de la América pobre pero juiciosa, y no se avanzó prácticamente nada a la espera del plebiscito que sacaría todas las castañas del fuego.
El tiempo dirá si la situación delicadísima que hoy enfrenta la coalición de gobierno: debilidad extrema frente a una derecha que ya conoce sus flaquezas, necesidad urgente de hacer hoy lo que debió haber hecho ayer (darle más voz en su gobierno a las fuerzas políticas que le posibilitaron triunfar en segunda vuelta, ampliando la coalición hacia el centro), y la obligación de proceder a cambios ministeriales que más que darle poder se lo quitan (¿Izkia Siches merecía salir del gobierno? ¿Giorgio Jackson merecía continuar?), es fruto del fracaso de la Convención Constituyente, o si, a la inversa, la votación desastrosa del Apruebo de este 4 de septiembre se explica por la falta de convicción que el gobierno que respaldaba el nuevo proyecto desplegó durante los 6 meses previos.
La izquierda chilena, que se soñó prometeica y quiso ser la portadora del fuego, si quiere escapar de la trampa tendida por su propia autocomplacencia, debará asumir, en primer lugar, que está en riesgo. Toda ella. Y que están en riesgo todos sus sueños.
Y luego deberá hacer de tripas corazón, como reza el dicho castellano. Asumirse encadenada a una montaña como Prometeo (aquel titán castigado por haber amado demasiado a la humanidad). Y reconocerse en aquella vieja canción de Violeta Parra: “gime y se agita como león, como queriéndose escapar”.
A hurgar en esa posibilidad de salida y a exorcizar la angustia de no encontrarla dedicaremos una próxima nota.