La corona, el diamante de las ambiciones desmedidas, y un adiós largamente postergado

La historia de una piedra robada, por preciosa y maravillosa que sea, y aunque haya terminado formando parte de una corona famosa, no puede sintetizar la historia de un imperio. Pero nos ayudará a acercarnos brevemente, sin aburrirnos demasiado, a la «anacronía inglesa» y a la reciente muerte de su reina. .

 

El Koh-i-Noor, ese diamante del que todos hemos escuchado hablar alguna vez, engarzado en la corona de la Reina Madre desde 1937, había recorrido un largo trayecto, salpicado de sangre, conquistas, traiciones, y engaños antes de terminar, oscurecido y olvidado, en donde ahora está.

Mencionada desde hace al menos 700 años en la India, asociada siempre a ambiciones desmedidas, conflictos entre diferentes reinos, pillajes y violencia, la gema, de la que muy pronto se pensó que llevaba consigo una maldición, fue llevada por conquistadores llegados desde norte, en 1526, hacia lo que hoy es Afghanistán, para pasar luego a Pakistán y a Persia, en donde tomó su actual nombre, que significa Montaña de Luz.

Tras ese largo periplo, regresó en 1813 al norte de India en el brazalete del rey y guerrero sij Ranjith Singh, que tras haberlo recuperado junto con casi todas las tierras de las que se había apropiado la dinastía afghana Durrani, parece ser el primero en haberle dado, aparte de su valor material, el valor de un símbolo. El Koh-i-Noor estaba de regreso en casa, y tenía ahora un nuevo valor: el de una bandera de resitencia y de identidad.

Sin embargo, y aunque quizás Ranjith no lo entendiera y la piedra misma no pudiera sospecharlo, algo había comenzado a cambiar profundamente en aquel perdido rincón del mundo, enclaustrado en las estribaciones del Himalaya. Atrás quedarían sus propios conflictos y las rehencillas de sus reyes, y toda la región quedaría pronto inmersa en el torbellino colonizador y globalizador que Europa creaba desde hacía ya tres siglos en cada lugar al que sus barcos, sus cañones, y sus negocios tenían acceso.

Una gema atrapada en el torbellino colonial

El año 1839 fue para la Montaña de Luz y para todo el mundo que la rodeaba el inicio de un período particularmente cruel en el que el Imperio Inglés tuvo un rol decisivo y cuyas consecuencias vemos a diario hoy.

Hacia el norte y el oeste comenzaba ese año la Primera Guerra Anglo-Afghana originada en la necesidad de Inglaterra de cerrar el acceso de Rusia a la India, la joya más preciada del Imperio.

En el este se iniciaban también ese año las larguísimas y devastadoras Guerras del Opio. Inglaterra, preocupada porque China tenía mucho para vender pero no parecía necesitar nada que la isla produjera, se transformó en la primera potencia narcotraficante de la historia y le impuso, a través de dos guerras devastadoras, la obligación de aceptar como pago el opio que la Compañía de las Indias Orientales producía en sus posesiones de la India.

Y ese fue también el año de la muerte de Ranjith Singh, el dueño de la piedra en la que la Compañía había puesto ya sus ojos, no sólo por su valor, sino por lo que representaba echarle mano a «la joya más costosa del mundo» en el único rincón que aún se les resistía, para poder enviársela como regalo a su reina.

Porque estaba escrito en la maldición del diamante Koh-i-Noor que nada que tuviera que ver con su posesión se pudiera resolver sin sacrificios y sin sangre, debieron transcurrir diez años más, durante los cuales se desarrollaron la Primera y la Segunda Guerra Anglo-Sikh. Recién en 1849, el último sucesor de Ranjith Singh que quedaba con vida, el pequeño Duleep, de 10 años de edad, se vio obligado a firmar un tratado con los ingleses en el que, a cambio de la libertad de su madre, Rani Jindan, cedió la soberanía de todo el Punjab a la Compañía, y aceptó que la piedra de la discordia pasara a pertenecer a su Majestad la Reina Victoria (que pocos años después pasaría a ser Emperatriz de toda la India).

Una Montaña de Luz en la penumbra de los subsuelos imperiales

A partir de aquel momento conocemos bien la nada gloriosa historia del preciado diamante que llegó en 1850 a las manos de la Reina Victoria. Al año siguiente se lo exhibió en la Gran Exposición de Londres, donde el público le dio una decepcionada acogida porque no parecía brillar con suficiente encanto. Eso llevó a que el Principe Alberto (que como todo príncipe inglés que se precie parece haber sido un bueno para nada) decidiera que debía ser tallado de otra manera, lo que ocasionó una pérdida del 43% de su volumen -y suponemos que de su valor.

Así transformado y disminuído Victoria usó el diamante durante algún tiempo como broche, y eventualmente pasó a ser parte de las Joyas de la Corona, aunque dada su reputación de joya maldita, se la reservó para ser lucida sólo por mujeres (¿?). Primero, como parte de la corona de la Reina Alexandra (la esposa de Eduardo VII, el hijo mayor de Victoria), y luego en la corona de la Reina María (la esposa de Jorge V, nieto de Victoria). Finalmente el Koh-i-Noor fue engarzado en 1937 en la parte delantera de la corona de la Reina Madre, esposa de Jorge VI y madre de Isabel II.

Esa corona hizo su última aparición pública en 2018, cuando Isabel preparaba el festejo de los 65 años de su ascenso al trono, y quizás salga a la luz nuevamente ahora, en su funeral.

De todas formas, aunque la Montaña de Luz es apenas una de las muchísimas piedras que tachonan la corona, dado que la India aún la reclama, y como inevitablemente recuerda uno más de los actos vergonzantes de una colonialidad voraz, insensible y predadora, no sería extraño que esta vez la escondan.

Lo que no debería esconderse -y aparece claramente de manifiesto a pesar del boato y los ritos que adornan el interminable y multitudinario duelo y la coronación del anciano y poco carismático nuevo rey-, es que si existiera alguna razón por la cual los ingleses desean -o no pueden evitar- a alguien no elegido que los rija, no hay razones ya para que el resto de los países que integran el Commonwealth les sigan el tren.

Sin ir demasiado lejos -aunque lo mismo sucede desde Barbados y Jamaica hasta Australia y Nueva Zelanda-, los sondeos de opinión en Canadá indican que cerca del 70% de la población no siente que prestarle juramento de fidelidad a una reina o un rey ajenos los dignifique de algún modo, o les de alguna garantía de ser mejores. Y la pregunta entonces es, si son caros, si son una anacronía, si no cumplen ninguna función, si no tienen ninguna cualidad que los haga merecedores de un particular aprecio, si pocas personas en su sano juicio los elegirían para ningún cargo público de importancia ¿no sería una buena idea decirles adiós para siempre? Se llama República. Y no sería un salto al vacío, sino apenas un paso, modesto, hacia la modernidad.

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