Cuando un acontecimiento de por sí histórico se cruza inesperadamente con otros que también lo fueron, cuando los unos y los otros se van hilvanando con pequeñas historias de la vida cotidiana, y cuando para colmo tenemos la suerte de ser meramente espectadores, voyeurs, en algún sentido, cada detalle de lo que transcurre frente a nuestros ojos se percibe y se disfruta de otro modo. .
Estamos una tarde de domingo de calor sofocante en el verano de Toronto, en el subsuelo de la United Steel Workers, tomando café caliente, absortos frente a lo que sucede en una pantalla improvisada y cruzando los dedos para que no se corte la conexión con Bogotá. Nos ha invitado la gente de Pacto Histórico Ontario, un grupo de trabajo coordinado por Yaneth Pedreros y estamos, como ellos, esperanzados en no perder nada de lo que está sucediendo allá lejos, mientras prestan su juramento Gustavo Petro y Francia Márquez y da comienzo lo que hasta hace muy poco parecía ser un sueño irrealizable.
Y como suele suceder en estos casos, embebidos en la escena general, aparecen en la pantalla episodios que sazonan y profundizan el sentido de ese espectáculo irrepetible. Dos de esos epidodios en particular, son mucho más que anécdotas. Están ligados a viejas memorias, y tienen para nosotros -y seguramente también para los colombianos y colombianas que alrededor nuestro miran todo aquello sin todavía poder creerlo totalmente-, significados especiales.
Si Raúl Alfonsín, en Argentina, dijo alguna vez que «Con la Democracia no solo se vota, sino que también se come, se educa y se cura», hoy se podría decir que “Con la Memoria no sólo se recuerda, sino que también se bebe café, se celebra, y se construye el porvenir”.
Una vieja espada y sus significados
La ceremonia de transmisión de mando en Colombia (que no por que sí, se está desarrollando al aire libre) se ha interrumpido por algunos minutos a pedido de Gustavo Petro para que llegue, desde el Palacio de Gobierno, la espada del Libertador Simón Bolívar. A alguien se le ha ocurrido cantar no recuerdo qué, mientras transcurre la espera. Nora me pide que vaya hacia la parte trasera del salón y le traiga otro vaso de café y en el camino me cruzo con el artista plástico Mao Correa, que me sonríe, y con Martha Blandón, una de las integrantes de Pacto Histórico Ontario, que comenta que jamás pensó que podría vivir algo así después de 60 años de guerra. Mientras vuelvo tratando de no volcar el café porque me he tropezado con una niña disfrazada de campesina colombiana que ofrece pequeñas mariposas rojas, azules, y amarillas, alguien avisa con un grito de alegría que la espada ya está llegando a la Plaza. Y en el momento en que me siento, sucede. Allí mismo, en la pantalla, de modo imprevisible, ocurre uno de esos cruces maravillosos de la historia.
Felipe VI de Borbón, con cara circunspecta y visible incomodidad, permanece sentado mostrándole toda su falta de educación al mundo, con las manos rígidas en su falda, en un contraste tragicómico con presidentes o presidentas, obispos y embajadores de casi toda América, que aplauden de pie a los 4 soldados de tez oscura que depositan la caja de cristal que contiene la espada.
De alguien que ha llegado a sostener que la conquista trajo a América «las bases del derecho internacional y el concepto de Derechos Humanos», no se puede esperar demasiado, pero no se ve tamaña majadería todos los días. Y aunque uno sepa que este rey bueno para nada (digno descendiente de aquel Fernando VII del que se dice que tampoco descollaba por sus luces) seguramente no ha podido calibrar la ridiculez simbólica de su gesto, la historia acaba de hacerse presente para recordarnos que, así como los Borbones siguen siendo lo que eran, una vergüenza y una carga por donde se los mire, el conflicto entre las aristocracias coloniales y los pueblos, entre lo que es justo y lo que no lo es, entre el pasado y el futuro, continúa. De mil formas.
Por esa razón las palabras de Petro (ajenas a ese episodio menor protagonizado por un rey congelado en el tiempo) fueron un eco que llega desde lo profundo de nuestra historia y nos trasciende:
“Llegar aquí junto a esta espada, para mí es toda una vida, una existencia. Esta espada representa demasiado para nosotros, para nosotras. Y quiero que nunca más esté encerrada. Quiero que nunca más esté retenida. Que solo se envaine, como dijo su propietario el Libertador, cuando haya justicia en este país. Que sea del pueblo. Es la espada del pueblo. Y por eso la queríamos aquí. En este momento y en este lugar”.
La mujer (senadora, compañera, hija) del tapado rojo
Minutos antes, porque este tipo de cruces entre el pasado y el presente nunca suceden solos, habíamos tenido la buena fortuna de presenciar otro, en el que hechos más recientes se cruzaron en la pantalla con quienes estaban y no estaban en aquella plaza rebosante de cantos y alegría, con la violencia y con el dolor y las injusticias padecidas por Colombia, …y también con la espada.
El presidente del Senado, Roy Barreras, acababa de invitar a la senadora del Pacto Histórico María José Pizarro, para que fuera ella quien, en un quiebre del protocolo establecido en estos casos, le colocara a Gustavo Petro la banda presidencial, y en el momento en que lo hacía Nora giró hacia mi su cabeza, con dos lágrimas recién asomadas y visiblemente temblorosas y dijo: “¡¿ves?, en la espalda tiene la foto del padre!”. Y repitió en un susurro, como para estar segura de lo que estábamos viendo: “En la espalda tiene la foto del padre”.
En la espalda, estampada en un tapado rojo con tucanes azules y blancos que no podía pasar desapercibido para nadie, María José Pizarro tenía la foto de su padre, Carlos Pizarro Leóngómez, fundador y comandante del Movimiento 19 de Abril, la guerrilla que, en su primera acción armada, en enero de 1974, se apropió de la espada de Bolívar, para devolverla al Estado colombiano cuando en 1990 depuso las armas y firmó los Acuerdos de Paz.
En el momento de la sustracción de aquel símbolo, se había dicho: «La espada del Libertador rompe las telarañas del museo y se lanza a los combates del presente», y con aquellos Acuerdos y la entrega de las armas, 16 años después, parecía haber llegado el momento de la reconciliación.
A partir de aquellos Acuerdos de Paz que habían costado tanto, los combatientes del M19 -el propio Gustavo Petro entre ellos-, se integraron a la vida política del país. Sin embargo Carlos Pizarro, por entonces de 39 años, su primer candidato presidencial, caía asesinado apenas 47 días después del inicio de su campaña. Como tantos antes y después de él. Una niña de 12 años quedaba sin padre y aquella oportunidad de que comenzara en Colombia un tiempo nuevo, se había perdido.
Hoy es un día histórico, de alegría y celebración. Años y generaciones soñando y luchando por este momento. Mi homenaje sentido a quienes se quedaron en el camino por esta lucha, esto también es por ustedes.
¡Vamos a vivir la fiesta del #cambio en toda Colombia! #PetroPresidente pic.twitter.com/VO5VErFByn
— María José Pizarro Rodríguez (@PizarroMariaJo) August 7, 2022
En el largo y doloroso proceso que siguió hasta nuestros días, plagado de elecciones fraudulentas, “falsos positivos”, narco-política infame, intervención extranjera, centenares de miles de personas aterrorizadas y desplazadas, y un esfuerzo sobrehumano e incansable de la sociedad civil para encontrar caminos que llevaran al país hacia la normalidad, María José Pizarro se vio sometida a un proceso judicial de cinco años y dos instancias en que debieron exhumarse los huesos de su padre para que pudiera recuperar su identidad y su apellido, y para tener la posibilidad de ser parte querellante ante los juzgados que atendían su asesinato.
En este presente que todo un pueblo fue capaz de hacer posible, en ésta «segunda oportunidad», la banda presidencial que no fue para su padre, era colocada, por ella misma, en el pecho de su amigo.
La segunda oportunidad
Esa tarde en que tantas historias se cruzaban frente a nosotros en aquella pantalla, también estuvo marcada por la presencia apabullante de Francia Márquez (y sólo ella podrá saber las innumerables historias que se habrán cruzado por su mente cuando escuchó en boca de todos lo que fue su lema “hasta que la dignidad se haga costumbre”. Estuvo poblada por la memoria de los cientos de miles de víctimas de las sucesivas guerras que asolaron los llanos, las ciudades, las plantaciones, el mar, y las selvas (¿cómo olvidar a Jorge Eliecer Gaitán en un momento como ese?). Y estuvo también atravesada por los “sí se pudo”, coreados allá, en la lejana Bogotá, y repetidos como en un eco por quienes se abrazaban en el subsuelo de la United Steel Workers, saboreando, junto al café, cada palabra de un discurso presidencial que, sintetizado en 10 compromisos, lo tuvo todo.
La lucha por la paz y el respeto a todas las recomendaciones de la Comisión de la Verdad; una reforma fiscal redistributiva; las políticas de cuidados para la tercera edad, las niñas y los niños y las personas en situación de discapacidad; el reconocimiento del fracaso de las políticas de “guerra contra las drogas” y la necesidad de que los países de consumo asuman su responsabilidad en la formulación de nuevos paradigmas; la inclusión de las mujeres en todas las instancias de decisión; el diálogo permanente como método y el combate a todas las formas de corrupción y violencia; el planeta Tierra como casa común a cuidar y el reclamo a que los países industrializados se hagan cargo del deterioro que han causado; el desarrollo de una sociedad del conocimiento y de respeto al trabajo y los derechos de quienes trabajan.
Fue el discurso de alguien que mostró estatura continental y que supo hablarle esa tarde no sólo a sus compatriotas sino a la conciencia del mundo. Pero incluyó además, como todo en esa tarde mágica, poblada de memorias y símbolos, un cruce más con el pasado, esta vez con el pasado mítico. Es decir con el más real y más acuciante de los pasados.
«…estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Babilonio acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenian una segunda oportunidad sobre la tierra.”
No hay una segunda oportunidad, termina reconociendo -o advirtiendo- Gabriel García Márquez en el final tremendo de su novela inolvidable, y Gustavo Petro recordó esas palabras sobre el final de sus discurso para conjurarlas, para dejar atrás la profecía.
Así, la tarde del 7 de agosto, se nutrió también con un llamado conmovedor y conmovido a superar la maldición, a no dar todo por perdido, y a no dejar pasar esta segunda oportunidad que Colombia se ha dado a si misma. Y que nos ofrece a los demás.