En el verano de 1792, exactamente tres días antes del tercer aniversario de la toma de la Bastilla en París, tres batallones de jóvenes voluntarios esperaban ansiosamente en el puerto francés de La Rochelle para embarcarse con rumbo al Caribe. Aunque entusiastas, leales a la República francesa y firmemente comprometidos con los ideales de la Revolución esos soldados solo tenían una vaga noción de lo que los aguardaba en las colonias. Un mundo inconcebible, el desastre, y la muerte.
Julius S. Scott publicó The Common Wind: Afro-American currents in the Age of the Haitian Revolution en 2018. La edición en español, de 2021, ha sido preparada por la editorial española Traficantes de Sueños bajo licencia Creative Commons 4.0.
En las colonias, sin embargo, los esclavos alzados, no solamente ya sabían que esa expedición estaba en camino, sino que conocían incluso cuándo llegaría. Contaban, aunque hoy nos cueste entenderlo, con más y mejor información que la que manejaban sus amos o la que tenían los pobres desgraciados que iban en su socorro.
En Cuéntame, a lo largo de estos dos últimos años hemos tratado de acercarnos a la Revolución Haitiana de 1792 porque se trató del prólogo, no siempre bien comprendido, de lo que muy pronto fueron los procesos independentistas de nuestros propios países. Pero no hemos podido escapar a cierto “sentido común” instalado con fuerza en nuestras historias oficiales: que las informaciones sobre lo que sucedía a ambos lados del Atlántico se transmitía a través de funcionarios o viajeros (por supuesto blancos y vestidos a la moda de la época) que viajaban sobre las cubiertas de los barcos… o que las nuevas ideas acerca de la libertad o la justicia que caracterizó lo que el historiador Eric Hobsbawm ha llamado El Siglo de las Revoluciones se trasmitían a través de libros (y que por consiguiente sólo las élites ilustradas tenían acceso a ellas).
El Viento Común – Corrientes afroamericanas en la era de la Revolución, y su autor, Julius S. Scott, nos invitan a asomarnos a lo que ocurría bajo cubierta, donde viajaba la tripulación de los barcos negreros junto a su carga hacinada de seres humanos secuestrados, nos lleva a través de los muelles de los puertos del Caribe y Europa, donde los marineros cuentan en voz baja lo que vieron, nos hace entrar a las cocinas de las haciendas de Santo Domingo en las que las mujeres reciben la visita furtiva de sus hombres fugados y les transmiten lo que oyeron la noche anterior en el comedor de los amos.
De ese modo, se abre ante nosotros una realidad que no estaba contemplada en lo que hasta ahora hemos aprendido: la corriente subterránea de información, transmisión y re-creación de las nuevas ideas entre las clases más bajas fue lo que hizo posible que cuajara y se diseminara la revolución.
Comienza el invierno, llegan las noches largas, es buen momento para la lectura y gracias a la generosidad de la editorial Traficantes de Sueños podremos compartir algunas secciones de los diferentes capítulos de El Viento Común, un texto fundamental para ahondar en las raíces de lo que somos.
Capítulo 1 – La «caja de Pandora». El Caribe sin amos a finales del siglo xviii (reproducción parcial)
Dos episodios ocurridos en la costa norte de Jamaica durante aquel periodo ilustran tanto la atención prestada por los esclavos a los acontecimientos, como la existencia de vías clandestinas para transmitir información de forma rápida y eficiente. En noviembre de 1791, John Whittaker, propietario de una retirada plantación, descubrió que sus esclavos se habían enterado antes que él de sucesos recientes ocurridos en la costa. Después de que uno de sus trabajadores le informara sobre un hecho sucedido en Montego Bay la noche anterior, antes de que un mensajero a caballo le llevara la noticia del incidente, Whittaker llegó a la conclusión, con sorpresa y alarma, de que debía existir «un modo desconocido en que los negros se transmiten la información».
En ese caso, la red clandestina de los esclavos tuvo que superar varios obstáculos significativos. La hacienda de Whittaker quedaba en «un lugar retirado, sin ningún camino público que lleve a ella o pase cerca», además Whittaker mantenía a sus esclavos bajo una supervisión constante, estaba seguro de que «ninguno de mis negros puede haber estado ausente de su tarea durante el día». Por último, la distancia hasta Montego Bay —a unos 45 kilómetros—, «es demasiado grande para ir y volver en la noche». Pero —señalaba Whittaker—, sus esclavos «estaban perfectamente informados sobre todas las circunstancias del caso, menos de 24 horas después de que dichas circunstancias tuvieran lugar».
Más o menos en la misma época, Robert Parker, un tapicero de Montego Bay, tuvo un atisbo accidental de comunicación nocturna cuando salió de su cuarto una noche de insomnio. Vio frente a su establecimiento a «cuatro negros […] muy enfrascados en una conversación», quienes evidentemente esperaban a «dos negros más que estaban al otro lado del puente» para celebrar una reunión previamente acordada. La conversación que sostenían mientras esperaban era sobre el número de «armas y soldados» de los blancos. Parker se sintió todavía más sorprendido cuando, después de la llegada de los amigos, los cuatro negros originales dejaron de hablar en inglés y empezaron a conversar en lo que Parker identificó como «coromanti».
Las actividades en las comunidades de esclavos fugitivos en Jamaica no pasaron inadvertidas en la cercana Cuba, lo que reafirma que las historias de los palenques de cimarrones de las dos islas durante el siglo xviii estaban estrechamente interrelacionadas. En primer lugar, los cimarrones de ambas islas prácticamente compartían un espacio común.
Uno de los centros de actividad de los cimarrones en la colonia española, la Sierra Maestra, cordillera escarpada y cubierta de espesa vegetación que se extiende de este a oeste a lo largo del extremo sureste de Cuba, estaba a muy poca distancia (por mar) del cockpit country jamaicano, y desde algunos puntos en lo alto de la Sierra resultan visibles las Montañas Azules de la isla británica. La corta distancia entre las dos islas preocupaba a los funcionarios españoles, quienes temían que las comunidades de esclavos fugitivos en la Sierra Maestra pudieran hacer causa común con fuerzas británicas hostiles de Jamaica.
Un capítulo de la historia común de los cimarrones en Jamaica y Cuba se escribió en la década de 1730, cuando la primera guerra de los cimarrones jamaicanos coincidió exactamente con un levantamiento similar entre los esclavos que trabajaban cerca de la costa suroriental de Cuba. En 1731, en el momento en que los rebeldes de Jamaica daban inicio a la lucha armada por la independencia, los esclavos de las minas de cobre estatales cercanas a Santiago de Cuba comenzaron una revuelta masiva, internándose en las montañas del este de la ciudad, cerca del actual pueblo de El Cobre. Como sus contrapartes de Jamaica, esos cobreros lograron resistir repetidos intentos de desalojarlos, causando una considerable preocupación a los hacendados del valle al pie de las montañas. En la década de 1780, los descendientes de esos rebeldes originarios, que ya eran más de mil, se habían expandido y fundado asentamientos menores en la sierra circundante.
De nuevo en la década de 1790, el ciclo de intranquilidad y ansiedad oficiales a causa de las acciones de los cimarrones afectó a Cuba y Jamaica.
Los gobernadores de Santiago de Cuba, ahora comprometidos con la inversión ya floreciente en el trabajo esclavo y con el aumento en la isla del número de esclavos africanos, declararon que todos los intentos por controlar a los cobreros habían fracasado. De hecho, a mediados de la década, El Cobre daba la bienvenida a todo tipo de fugitivos de la esclavitud, «cobreros y otros esclavos», siendo el hogar de algunos personajes notorios que vivían prófugos desde hacía varios años. Temerosos de que la segunda guerra de los cimarrones jamaicanos (1795-1796) se extendiera a las montañas de Cuba —como aparentemente había sucedido en la década de 1730—, los funcionarios cubanos no vacilaron en mostrar su solidaridad con sus vecinos británicos; cuando la Asamblea de Jamaica les solicitó el envío de sus feroces perros de rastreo y caza para controlar a los rebeldes, respondieron afirmativamente con una celeridad poco común.
Durante ese periodo incierto y activo, los cobreros crearon, gracias a su movilidad, una red de noticias y rumores que llegaban incluso al otro lado del Atlántico. En la década de 1780, las autoridades españolas no lograban controlar los rumores de que el rey finalmente había concedido libertad y tierras a los cobreros, pero que sus deseos se habían visto frustrados por la resistencia de los funcionarios locales. Convencidos de que los esclavos debían contar con fuentes independientes de información trasatlántica, un pequeño grupo de cobreros eligió como delegado a Gregorio Cosme Osorio para que viajara a España como representante ante la Corte de los intereses de los descendientes de los cobreros originarios.
Los informes de Osorio contribuyeron a mantener vivo el espíritu de resistencia hasta mediados de la década de 1790. En 1795, Juan BaptistaVaillant, gobernador de Santiago de Cuba, informó que una nueva oleada de rumores sobre la liberación recorría la costa oriental de Cuba, y que un número preocupante de esclavos abandonaba las plantaciones.
El gobernador Vaillant culpaba de esa situación a la circulación de varias cartas recientes de Osorio. La orografía de Santo Domingo, con sus escarpadas y majestuosas cadenas montañosas a lo largo de la extensa y accidentada frontera oriental, también ofrecía a los esclavos que gozaban de movilidad de amplias oportunidades para escapar.
A partir de 1700, el cimarronaje creció y se expandió al ritmo de la esclavitud de plantación. A comienzos del siglo, bandas de cimarrones vivían en la región que rodea la rica llanura del norte. A mediados de siglo, el centro de la actividad cimarrona se había desplazado hacia el sur, a lo largo de la cadena montañosa a cuyo pie quedaban las zonas —ahora en auge— de Mirebalais, Cul-de-Sac y Anse-à-Pitre. Aunque el cimarronaje fue un factor significativo que incidió en el carácter del sistema esclavista en todo Santo Domingo, la región este-centro —entre Cul-de-Sac y la frontera con la región española de la isla— siguió siendo, ya iniciada la revolución, el lugar de las sociedades cimarronas más estables y el escenario para una guerra constante entre cimarrones y las expediciones auspiciadas por el gobierno. Cuando el dominio de la esclavocracia llegaba a sus días finales en la década de 1780, diversos —en cuantía y características— grupos de cimarrones se extendieron en una línea discontinua desde el extremo norte de Santo Domingo hasta el punto más al sur de la colonia. El papel de esos cimarrones haitianos en la preparación de la próxima revolución sigue siendo tema de un intenso debate hasta nuestros días.
La actividad de los palenques de cimarrones en Santo Domingo era motivo de una gran preocupación para los hacendados, pero es posible que la tradicional deserción individual a corto plazo tuviera una mayor incidencia en el funcionamiento cotidiano de las plantaciones y entre los propios esclavos. Los esclavos que se ausentaban por breves periodos y se trasladaban cortas distancias para visitar parientes, escapar de un castigo inminente o dedicarse al comercio u otras actividades prohibidas, eran un dolor de cabeza para los administradores de todas
las plantaciones. Los propietarios y mayorales llegaron a estar tan acostumbrados a esas ausencias breves y eran tan incapaces para controlarlas que a menudo ni se molestaban por borrar de las listas los nombres de los esclavos ausentes, sobre todo de aquellos que habituaban a tomarse esas licencias.
Por otra parte, con frecuencia los mayorales informaban de haber encontrado fugitivos de otras plantaciones escondidos en las viviendas de sus esclavos. En 1790, el mayoral de una plantación del distrito de Cap Français detuvo en la vecindad a una veintena de esclavos fugitivos en un corto lapso, y «había tantos en las chozas de los esclavos como en las lomas».
No obstante, la actitud relajada durante los días previos a la llegada de las informaciones sobre la Revolución Francesa dio paso a nuevos temores acerca de lo que dichas noticias podían significar para los esclavos de las plantaciones. A la altura de 1790, los blancos admitían la posibilidad de que estallara una rebelión en el campo, y reconocían que no podían permitirse seguir ignorando esas fugas temporales.
Si bien durante el siglo xviii las montañas y los montes con sus comunidades de cimarrones infundían esperanzas en la imaginación popular con respecto de la fuga individual y la resistencia colectiva, las ciudades costeras, cada vez más populosas, alimentaban patrones más complejos de movilidad, planteando a todas las potencias coloniales los más peliagudos problemas de control.
Las ciudades del Caribe, más que centros de intercambio comercial, población y gobierno eran, en un sentido literal, centros de educación. Las ciudades brindaban anonimato y refugio a una amplia diversidad de hombres y mujeres sin amos, incluidos esclavos fugitivos —aunque no solo a ellos— y ofrecían oportunidades singulares para que esas personas sin amos se encontraran, compartieran experiencias e incrementaran su caudal de conocimientos sobre el mundo caribeño y más allá. En la década de 1790, ciudades con mayores posibilidades como Kingston, Cap Français y La Habana podían, con justicia, llamarse capitales de Afroamérica, y en docenas de centros costeros más pequeños, los grupos disidentes participaban en actividades que desempeñarían un papel crucial en la propagación de la efervescencia de la etapa de la revolución en el Caribe.
Seguiremos adelante con este tema papasionante.