Estaba en la pequeña biblioteca de mi cuarto, aunque no era mío. Las imágenes de la portada me fascinaban pero su contenido, para un niño de mi edad, debió ser incomprensible. Tenía que ver con una guerra. Y con Taiwan. Pero yo no entendía nada de todo aquello. En estos días, toda una vida después, aquel libro de Ling Yutang (Con lanzas por almohada a la espera del alba) regresa a mi memoria. .
Si algo sorprende en el inicio de la nueva Guerra Fría que comienza a desarrollarse frente a nuestros ojos, es la capacidad de quienes tienen poder para mostrarnos, una vez más, que todo lo que ocurre está ocurriendo “ahora”. Y que es diferente a todo cuanto haya ocurrido antes.
El mensaje tiene una doble singularidad: perversa y adormecedora. Nos evita tomarnos el trabajo de pensar si lo que se presenta como nuevo no será una reedición de algo que ya hayamos visto antes… y refuerza la sensación de que ¡afortunadamente! hay gente que nos cuida de algo que desconocíamos. De hecho… ¡cuidan la libertad del mundo!
Veíamos en una de nuestras últimas notas cómo en 2003 un general estadounidense, Collin Powell, por entonces un militar prestigioso, presentó ante las Naciones Unidas las presuntas pruebas de que Irak estaba desarrollando un arsenal de armas de destrucción masiva como argumento para invadir el país. Y cómo, una vez producida aquella invasión que casi 20 años después aún continúa, fue necesario admitir que las armas no existían y que las pruebas “sólidas e irrefutables”, eran simplemente una falsedad creada por los servicios de inteligencia del invasor.
Todo aquello presentado ante Naciones Unidas olía mal y hubo servicios de inteligencia de algunos países integrantes de la OTAN que manifestaron su falta de confianza en lo que su principal aliado les mostraba. Pero la decisión, por lo que después se supo, ya había sido tomada años antes. Tenía que ver, más que con la defensa de la democracia o la libertad de los irakíes, con la creación de un buen clima de negocios para las empresas petroleras y para las empresas que, una vez que se destruye un país, cobran cifras siderales para fingir que lo reconstruyen. La intervención de Irak se había demorado por los sucesos del 11S y la consiguiente invasión a Afghanistán, pero ya era el momento de retomar la idea y lanzarse hacia adelante.
Porque además, hay que recordarlo, era el momento en que la anterior Guerra Fría, un epílogo inacabable de la la Segunda Guerra Mundial, había concluído con el colapso soviético. Por entonces la unipolaridad parecía haber sellado los destinos de la humanidad para siempre. Habían muerto las ideologías y había finalizado la historia. Había un triunfador que se haría cargo de todo, como sostenía un pensador de Harvard, Francis Fukuyama, que se hizo famoso pero luego resultó estar equivocado.
Por esa razón, si bien EEUU no fue capaz de generar un gran entusiasmo entre sus habituales aliados, sí contó con lo que ha sido siempre su núcleo duro. Sus incondicionales. Así, los países que lideraron la invasión de Irak en 2003 fueron: una vieja potencia colonial que aún no termina de asumir su propia decadencia, una de sus ex-colonias más nostálgicas del Imperio y la supremacía anglosajona, y otra de sus antiguas colonias: la más exitosa y devenida, durante la segunda mitad del Siglo XX, en gendarme de la democracia. El Reino Unido, Australia, y como centro de ese «eje del bien», los EEUU.
Una avejentada novedad
Cuando hace algunas semanas supimos de una alianza ahora denominada AUKUS, que se propone defender la región del Indo-Pacífico frente a la amenaza china, quienes la presentaron al mundo como si recién la hubieran parido no se esforzaron, por supuesto, en recordarnos que los tres países que la conforman son, precisamente, los mismos que hace 20 años lideraron la defensa de la región del Medio Oriente frente a la amenaza de las armas de destrucción masiva que Irak no tenía. O que fueron el cerno, además, de la variopinta jauría que tras 20 años de ocupación de Afghanistán ni siquiera ha tenido el buen gusto de llevarse consigo a sus colaboradores.
El presidente estadounidense (que intenta desde hace 11 meses que su propio partido acepte una propuesta de recuperación económica y social post-pandemia), Boris Johnson (de quien no se puede decir que sea un ejemplo de sensatez, valor, o sabiduría), y un Primer Ministro australiano al que todos los veranos se le incendia su isla, han decidido no sólo malquistarse con Francia y por extensión con la Unión Europea por un contrato de construcción de submarinos nucleares, sino que, de hecho, han dado el primer paso de una nueva Guerra Fría, esta vez en contra de China, como si no tuvieran otras cosas más urgentes de las que ocuparse en sus propios países.
Pero China no es Irak. Eso no se le escapa a nadie a no ser que su supremacismo o su torpeza lo ciegue. Y no parece que quienes fueron incapaces detener a los talibanes en su trabajoso descenso desde las montañas afghanas, sean capaces ahora de obtener mejores resultados en una isla como Taiwan, que Naciones Unidas no reconoce como país independiente, que China considera, con buenas razones, una parte inseparable de su propio territorio, y que, para colmo de males, está a escasos 100 kilómetros de la costa.
Con lanzas por almohada
Que la prensa anuncie ahora con preocupación que China cuenta con misiles que podrían llevar cabezas nucleares a una velocidad que multiplica varias veces la velocidad del sonido, y que eso le permitiría desatar un infierno atómico sobre todo el territorio norteamericano ya que EEUU no cuenta con ninguna tecnología capaz de detectarlas a tiempo y neutralizarlas, tiene un cierto tufillo a los anuncios de Collin Powell cuando quería convencer al mundo de la necesidad de invadir Irak. Pero seguramente no son, en este caso, el prólogo de una invasión directa.
A diferencia de lo ocurrido con las armas de destrucción masiva de Irak, China sí está en condiciones de haber desarrollado el avance tecnológico que se le atribuye. Sí ha permanecido, mientras crecía, «con lanzas por almohada». Y que sea la prensa estadounidense la encargada de publicitarlo, más que el anuncio de una intervención directa, se parece a un gobierno presentando ante la ciudadanía de su propio país la excusa perfecta para multiplicar los gastos militares e iniciar una escalada armamentista que la entusiasme y le haga olvidar lo que ya se gastó en su nombre para no conseguir nada.
Por eso, aunque se tratara de una mera excusa, es tremendamente peligrosa. Es peligrosa porque aunque mucha gente no lo recuerde y otra no desee saberlo, la carrera armamentista y la Guerra Fría fueron terribles para el mundo. Y su reedición sería aún peor.
Cuando Joe Biden una y otra vez realiza declaraciones en las que asume que Taiwan es un país independiente y su equipo debe corregirlo algunas horas después como si se tratara de la travesura de un niño, y cuando lo mismo comienza a ocurrir con quien está al frente de la administración de la isla, Tsai Ing-wen, con el agregado de que anuncia que existe personal militar estadounidense en donde no debería haberlo, hay una cuerda que se tensa y un peligro cierto que se anuncia… pero no se evita. Se juega con fuego.
Como hace notar David Vine en Do you want a new Cold War?: «The world barely survived the original Cold War, which was anything but cold for the millions of people who lived through or died in the era’s proxy wars in Africa, Latin America, and Asia. Can we really risk another version of the same, this time possibly with Russia as well as China? Do we want an arms race and competing military buildups that would divert trillions of dollars more from pressing human needs while filling the coffers of arms manufacturers? Do we really want to risk triggering a military clash between the United States and China, accidental or otherwise, that could easily spin out of control and become a hot, possibly nuclear, war in which the death and destruction of the last 20 years of “forever wars” would look small by comparison».
A la espera del alba
Lin Yutang estuvo entre quienes no aceptaron el triunfo de los comunistas en China. Su héroe era Chiang Kai-shek y terminó sus días, como tantos de sus seguidores, atrincherado en la paradisíaca Taiwan. Convencido de que ambas regiones de una misma China podrían algún día re-unificarse, sin que importara el tiempo que eso insumiera. Esa era el alba de la que hablaba el título de aquel libro que tanto me intrigó y no comprendí siendo niño.
En 1943, en Entre lágrimas y risas, Lin, un intelectual que vivió buena parte de su vida en Europa y los EEUU, había escrito: «Yo vi a China tornarse fuerte y hacerse más fuerte y a toda el Asia crecer. Sé que esta nación de 450.000.000 de seres, unida y despierta y purificada por el fuego de la guerra, está levantándose. Su fuerza está en ella misma y las naciones occidentales no pueden hacer nada por detenerla y doblegarla». Desde entonces la población de China se ha multiplicado por tres. 800 millones de personas han salido de la pobreza en las últimas décadas. Y es hoy el eje del comercio mundial.
Quizá Joe Biden, que ya está viejo, que por esa razón debería ser más sabio, y que bastante tiene sobre sus hombros cuando en su país tantas cosas salen peor de lo planeado, podría dedicarle algunas horas a leer a Lin Yutang. Quizás eso lo ayudaría entender que en ese “allá” que tanto teme, en ese allá que aparentemente sólo le importa como rival al que cercar, o como enemigo al que vencer, vive gente como él. Con el mismo derecho a la paz y a la búsqueda de la felicidad.
En un texto titulado «El Arte de Vivir», Lin postulaba que es imposible conocer una nación si no se conoce antes en qué emplean el ocio sus habitantes. En qué pasan sus horas después de haber cumplido con sus obligaciones. Y así, presentaba una lista de actividades en las que quienes vivían en China ocupaban sus ocios:
«Comen cangrejos, beben té, saborean agua de los manantiales, cantan arias de ópera, remontan cometas, juegan al tejo, comparan hojas de hierba, hacen cajas de papel, resuelven complicados rompecabezas de alambre, juegan al majong, se aficionan a los juegos de azar y empeñan sus ropas, cuecen ginseng, contemplan riñas de gallos, retozan con sus hijos, riegan flores, plantan hortalizas, injertan frutales, juegan al ajedrez, toman baños, conversan largamente, cuidan pajarillos en sus jaulas, duermen siestas, hacen tres comidas en una, intentan la lectura de las líneas de la mano, charlan acerca del espíritu de los zorros, golpean tambores y gongs, tocan la flauta, practican caligrafía, mastican entrañas de bambú, salan zanahorias, acarician nueces, hacen volar halcones, alimentan palomas mensajeras, disputan con sus sastres, realizan peregrinaciones, visitan templos, trepan montañas, miran carreras de botes a remo en el Gran Canal, se reúnen en las esquinas, hacen peleas de toros, toman afrodisíacos, fuman opio, le gritan a los aeroplanos, despotrican contra los japoneses, se extrañan de la gente blanca, critican a sus políticos, participan de ceremonias budistas, consultan adivinas, capturan grillos, comen semillas de melón, juegan por una torta como premio, realizan competencias de linternas, queman raros inciensos, comen fideos de arroz, resuelven acertijos literarios, preparan macetas con flores, envían obsequios de cumpleaños, se hacen reverencias».
También se arman, por supuesto, y también les interesa defenderse. En eso también se parecen al resto de nosotros. Y por eso buscar la paz debería ser un objetivo más acuciante, razonable y digno que jugar -una vez más-, a la guerra.