La crueldad y el intercambio (1) Francisco de Eguía, sin saberlo, irrumpe en nuestra historia

Aquel hombre del que no tendríamos memoria si hubiera llegado sano a Zempoala, era Francisco de Eguía y traía fiebres altas. Y por ese sólo hecho la historia guardó su nombre para siempre.

La viruela, porque ese era el origen de sus fiebres, había llegado varios años antes a la Hispaniola, llamada por sus habitantes Haití, y había terminado con la casi totalidad de las población originaria de la isla, ya diezmada por los asesinatos, la esclavitud y la gripe. .

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No sabíamos si soñábamos

De Francisco no sabemos si era negro, indígena tahíno o mestizo. Sólo que era esclavo, que llegó a Zempoala con las tropas de Pánfilo de Narváez el 5 de marzo de 1520, y que su enfermedad había comenzado a hacerse evidente en el correr de los tres días que insumió el viaje desde Cuba hasta la costa veracruzana. Eran 19 navíos en los cuales viajaban unos 700 españoles, alrededor de 1000 indígenas, 80 caballos, 80 arcabuceros y 12 piezas de artillería. Tampoco podemos estar seguros de que él fuera el único apestado, ya que durante todos los años anteriores la viruela había tenido, entre la población no europea, la entidad de una hecatombe.

Se calcula que 20 años después de la llegada de los europeos -aquel 12 de octubre de 1492 que hasta no hace mucho celebrábamos como «Día de la Raza»- el 90% de la población de las islas del Caribe, ya había muerto. Fray Bartolomé de las Casas dejó una crónica dolorosa y descarnada de aquella mortandad en la que se obligaba a los enfermos a seguir trabajando hasta que escupían el hígado por la boca. Sin embargo dado que los viajes hacia tierra firme habían sido hasta entonces pocos y esporádicos, la viruela había permanecido en las islas, agazapada.

Sin embargo, aquel 5 de marzo de 1520 arribó a Veracruz la pequeña flota comandada por Pánfilo de Narvaez y se puso en marcha el implacable mecanismo que habría de destruir un mundo. Las órdenes de de Narváez eran la detención de Cortés, que había llegado un año antes sin la autorización debida y que había pasado aquellos meses creando las alianzas y el clima bélico necesario para acceder a las riquezas de Tenotcihtlán, una ciudad que el cronista Bernal Díaz del Castillo, en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, describió así:

“…Y de que vimos cosas tan admirables no sabíamos qué decir, o si era verdad lo que por delante parecía, que por una parte en tierra había grandes ciudades, y en la laguna otras muchas, y veíamoslo todo lleno de canoas y en la calzada muchos puentes de trecho en trecho, y por delante estaba la gran Ciudad de México…”.
“…Por las grandes torres y edificios que tenían dentro del agua y todos de cal y canto y aún algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta manera, porque hay mucho que ponderar en ello. No sé cómo lo cuento, ver cosas nunca oídas, ni aún soñadas como veíamos…”.

En el momento de la llegada de De Narváez a la costa, Cortés y los suyos -junto a varios miles de guerreros tlaxcaltecas deseosos de colaborar con los españoles en la destrucción del imperio que los sojuzgaba, se encontraban en una zona de Tenotchitlán en la que se les había permitido asentarse, y ya habían comenzado a mostrar la sed de oro que les quitaba el juicio y la falta de escrúpulos que les dio fama. En aquella ciudad que dejaba sin palabras, en aquel sitio que podía confundirse como un sueño, estaba a punto de desatarse una tragedia.

Una persecución devastadora

Enterado Cortés de la llegada de las tropas que debían perseguirlo, fue a su encuentro, y tras la promesa de compartir con sus perseguidores el botín más alucinante del que se tuvieran noticias, se deshizo de de Narváez y volvió con su pequeño ejército a Tenotchitlán, de donde muy pronto deberían huir.

Conocemos bien la cinematográfica historia de lo sucedido… Durante la ausencia de Cortés, Pedro de Alvarado había cometido una serie de desmanes intolerables para sus huéspedes. Desatado el conflicto los mexicas tenían acorralados a los españoles que, a su vez, habían logrado hacerse de Moctezuma, el rey y cuasi-dios de los mexicas, a quien mantenían prisionero.

Cuando Cortés regresa con sus refuerzos al campamento, ya sitiado, trata de que el prisionero convenza a sus súbditos para que permitan que los españoles y sus aliados se retiren en paz. Moctezuma lo intenta pero muere apedreado por los suyos -en el relato de los conquistadores- o asesinado por los españoles -si atendemos lo que afirmaron los indígenas-. De todos modos, el control de la situación está perdido y la noche del 30 de junio Cortés y todas sus tropas huyen, avergonzados y humillados a través de una calzada elevada en la orilla del lago Texcoco. Se conoce esa jormada como «la Noche Triste» y fue, sin duda lo que aquellas gentes merecían.

Acosados por las canoas de los guerreros aztecas muchos españoles murieron ahogados en el barro con tal de no deshacerse del oro robado y esa es una buena imagen para dejarlos por el momento, porque no debemos olvidar que estábamos hablando del pobre Francisco Heguía, el esclavo que había llegado junto al contingente de de Narváez a la costa en marzo con sus fiebres altas y sus pústulas.

Él seguramente ya no estaba entre sus compañeros aquella noche de infortunio, pero había dejado en aquel lugar algo que causaría más daño que los arcabuces y los perros.

El imperceptible peregrinar de un virus

No sabemos si una de las 19 jóvenes que el cacique de Tabasco había regalado a los españoles en 1519, entre las cuales estaba una querida conocida nuestra, Malintzin o Malinche, lo cuidaron en su camastro de moribundo o si tuvieron la piedad de alcanzarle agua durante su agonía. No podemos conocer en qué poblados indígenas hicieron noche los soldados de Cortés en su camino de regreso a Tenotchitlán, o con quiénes tuvieron contacto él y aquellos de sus compañeros que ya estuvieran contagiados durante los pocos días transcurridos entre el regreso al campamento sitiado y la Noche Triste. Si hoy es difícil seguirle el rastro a un virus y conocer los extraños caminos por los que se propaga, imaginemos el sigilo con el que se habrá diseminado la viruela, de choza en choza y de pueblo en pueblo, hace 5 siglos. Pero imaginemos además la velocidad y la virulencia de la transmisión cuando el virus encontró una población que lo recibía por primera vez y estaba, además, viviendo las vicisitudes de una invasión y de una guerra.

Durante los meses siguientes la viruela ya no necesitó del pobre Fransico Eguía. Y tampoco necesitó al ejército de españoles y tlaxcaltecas que el 13 de agosto de 1521, hace casi excatamente 500 años y tras tres meses de batallas y asedio, tomaron y destruyeron Tenotchitlán hasta sus cimentos en una de las demostraciones de heroicidad y de crueldad más abrumadoras de las muchas registradas por la historia. Cuando ellos llegaron a sus puertas en junio, la ciudad ya había sido invadida y estaba siendo diezmada por dentro por el virus, que había comenzado a hacer estragos tras la huída de la «Noche Triste».

Pocos años después, Fray Bernardino de Sahagún nos relataría aquel espanto:

«Ellos no podían caminar; sólo yacían en sus lugares de descanso y sus lechos. No podían moverse; no podían menearse; no podían cambiar de posición ni yacer sobre un costado, ni boca abajo ni de espalda. Y si se movían gritaban mucho».

Es que la viruela ya se propagaba a mucha mayor velocidad que los invasores, que comenzaron a reencontrarse con ella en cada lugar al que llegaban. Iba por delante, causando más muertes y mayor desolación que la pólvora o el hierro.

Aquello, por supuesto, no se detuvo con la caída de Tenotchitlán en agosto de 1521. Asoló el área andina, a 4500 kilómetros del valle de México tan sólo 5 años después, pocos meses antes de que llegaran Pizarro y su gente. En pocas décadas la viruela, el sarampión, la gripe, el tifus o el cólera arrasaron en silencio el continente. Detrás, avanzaban los conquistadores, su voracidad, su idioma, su religión, sus caballos y sus perros.

Porque cuando los seres humanos intercambian virus, lenguas o culturas, hasta la crueldad pasa a ocupar un segundo plano y esa situación se prolongó siglos.

Un frío inesperado: el verdadero legado de Francisco Eguía

El geógrafo Jarred Diamond e investigadores posteriores estiman que América pudo haber perdido, debido al set de enfermedades que los europeos arrastraban consigo más del 90% de su población (unos 56.000.000 de personas) y que aquella catástrofe y sus derivaciones posteriores constituyeron la mayor alteración provocada por nuestra especie en el planeta desde la aparición de la agricultura.

Las consecuencias de aquella mortandad no se limitaron al dolor, el sufrimiento y el trauma que experimentaron quienes sobrevivieron al desastre y que vieron marcadas sus existencias a lo largo de generaciones. Hubo algo más. Algo que nadie en aquel momento fue capaz de percibir pero cuyos efectos impactaron cada uno de los rincones del planeta durante varios siglos.

El abandono de las tierras cultivadas en vastísimas superficies de las tres Américas determinó que durante las décadas siguientes retornara a dichas áreas la vegetación original, de árboles y arbustos, que tienen mayor capacidad de captar dióxido de carbono atmosférico. Fue un proceso súbito de lo que podríamos visualizar, con una perspectiva moderna, como un “efecto invernadero” invertido, lo que a su vez produjo una pequeña edad del hielo inesperada a escala planetaria.

¿Qué sucedió con el clima de nuestro planeta a partir de los cambios que sufrió nuestro continente tras la llegada de los europeos el 12 de octubre 1492? ¿Cómo impactaron esos cambios en la vida de quienes vivían en la Vieja Europa? ¿Cómo un cultivo llevado desde América, la papa, les permitió superar aquellos nuevos y gélidos inviernos en los que nevaba en Sevilla y el río Támesis se congelaba? ¿Cómo una nueva peste, que atacó los cultivos de papa de toda Europa en el siglo XIX, determinó la ola inmigratoria que conformó las sociedades americanas que conocemos hoy?

Trataremos de responder esas preguntas, que forman parte del legado invisible de aquel esclavo que llegó a Zempoala con fiebres altas e irrumpió en nuestra historia sin saberlo, en la segunda nota de esta serie.