Rugidos de guerra en una isla hermosa (1) Bienvenidos a las Puertas del Infierno

Cuando cada día de esta última semana el rugido de decenas de aviones de combate se dejó oir sobre las aguas del estrecho brazo de mar que separa la isla de Taiwan de la China continental, se condensaban viejas historias que comienzan hace más de cuatro siglos. Cuando aquel paraíso del que se decía que los hombres no volvían, fue incorporado, sin haberlo pedido, a los pujos y los dolores del mundo.

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Antes de entrar en tema vale tener en cuenta que, en realidad, los vuelos de los que se ha hecho eco la prensa con titulares como: “China Flies 52 Military Planes Into Taiwanese Airspace in Largest Incursion Ever.”, nunca penetraron el espacio aéreo taiwanés. Están representados, cada uno de ellos, por las líneas naranjas trazadas en el mapa. A pesar de eso, sí se trató de señales de advertencia de inusual gravedad, que debemos saber escuchar.

Pero dejemos por un momento el presente y sus titulares y vayamos hacia atrás en el tiempo para entender cómo un paraíso se incorporó al mundo.

Antes de esa incorporación, antes de que en 1544 en el diario de navegación de un buque portugués quedara registrada como Ilha Formosa (Isla Hermosa), aquella tierra cálida y verde, oculta por una nube de leyendas, que se erguía a tan sólo 130 kilómetros de la costa, había estado alejadísima de todo.

Las Puertas del Infierno en la Isla de las Mujeres

Cuando llegaban a lo que hoy es Taiwán hombres extraños, ya fueran pescadores de las islas del sur, piratas provenientes de Japón, o simples campesinos chinos en busca de nuevas tierras cultivables, eran degollados minuciosamente en cuanto los lugareños los capturaban, si no tenían la suerte de conquistar el favor de alguna mujer del lugar que pidiera por su vida. Lo cierto es que ya fuera por una razón o la otra, nadie volvía desde ese lugar casi mítico que algunos ya conocían como Isla de las Mujeres.

Los cartógrafos del emperador evitaron incluirla en sus mapas hasta muy avanzado el siglo XVI porque para la forma de interpretar el mundo de la China clásica, eran honorables y dignas de atención la tierra firme, los mares, las cadenas montañosas y los ríos. Pero no las islas, y menos esa, que si bien no merecía que se la representara, llegó ser nombrada como Puertas del Infierno, para desalentar a los hombre jóvenes que pudieran tener algún interés en visitarla.

Sin embargo todo aquello cambió a partir de la llegada de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales en 1622, que habiendo sido expulsada de Macao por los portugueses, probó suerte en Formosa, en donde a las tropelías a las que habitualmente se dedicaban, le añadieron la idea de que siendo la población indígena tan molesta y a todas luces innecesaria, bien valía hacer el esfuerzo de esclavizar y cristianizar a quienes pudieran resultar útiles, y eliminar sin piedad a todo el resto.

La ocupación holandesa de zonas costeras de la isla fue un desastre de colonialismo extremo y supremacía blanca arrogante y dañina, pero a ellos se sumó también España que instaló dos plazas fuertes ya que sentía amenazadas sus colonias de Filipinas.

A todo aquel caos «desregulado» que condensó en medio siglo lo que Europa solía hacer en las regiones que asolaba (economía extractivista, agotamiento de recursos, y destrucción de las poblaciones originarias) se sumaron dos circunstancias entrelazadas entre sí y que conformaron lo que sería la sociedad taiwanesa en el futuro. En primer lugar, en 1662 llegaron tropas leales a la Dinastía Ming que acababa de ser desplazada en China, que chocaron con los holandeses y que con ayuda de la población aborigen terminaron expulsándolos para siempre. E inmediatamente después fueron arribando enormes contingentes de inmigrantes de la etnia Han que incorporaron definitivamente la isla a la cultura predominante en el continente.

A partir de entonces los funcionarios del Emperador dejaron de considerar a Taiwán como “una bola de barro más allá de los límites de la civilización”, o «una tierra inservible que no aporta nada si se gana y que no ocasiona perjuicio si se pierde», y en 1683 la Dinastía Qing comenzó a incluirla en los mapas del Imperio y cobrarle impustos a sus habitantes. La Isla de las Mujeres, la Puerta del Infierno, se había incorporado al mundo. De la paradisíaca Formosa que había sido, quedaba apenas la sombra.

El rugido de aviones sobre el mar

No existía en aquel tiempo, o mejor dicho, estaba en pañales, la globalización. Todo el sufrimiento quedaba encapsulado en aquellas miserables zonas del mundo invadidas o saqueadas. Las muertes, la destrucción y el atraso quedaban subsumidas en esas lejanas tierras que Occidente «civilizaba» y de aquellos lodazales sólo llegaban los ecos y los relatos emocionados y falseados de lo que de verdad ocurría.

Hoy, en cambio, todo es diferente porque todos estamos aquí y allá simultáneamente y las cápusulas de sufrimiento se abren y son capaces de derramar su contenido cuándo y dónde no estaba previsto. Se puede jugar a la guerra y los impertinentes del mundo no dejan nunca de intentarlo, pero se pagan costos que no siempre los gobiernos están dispuestos a asumir. Por eso, no sorprende leer que en un medio tan identificado habitualmente con las preocupaciones occidentales como The Guardian, el Teniente Coronel Daniel Davies, de la armada de los EEUU diga, en su nota The US must avoid war with China over Taiwan at all costs:

«Antes de que se desate la guerra en el Indo-Pacífico y Washington se vea enfrentado a un conflicto en que la propia existencia del país estará en juego, los legisladores estadounidenses deben aceptar la fría y dura realidad: si nos enfrentamos a China por Taiwán corremos el riesgo de una derrota militar casi segura -si es que podemos evitar tropezar con una guerra nuclear.

Dicho sin rodeos, Estados Unidos debería evitar ser arrastrado a una guerra sin salida con Beijing. Hay que decirlo desde el principio: no habría una opción aceptable para Washington si China finalmente cumple su amenaza de décadas de tomar Taiwán por la fuerza. La elección será entre un mal resultado de sabor amargo, o un resultado cercano a la autodestrucción en el que estará en riesgo nuestra existencia.

El estado de ánimo que prevalece en Washington entre los funcionarios y los líderes de opinión es luchar si China intenta conquistar Taiwán por la fuerza. En un discurso en el Centro de Estudios Estratégicos el viernes pasado, la subsecretaria de Defensa, Kathleen Hicks, dijo que si Beijing invade Taiwán, «tenemos en la región la capacidad necesaria como para impedirlo».

Hicks no es consciente de la poca capacidad que podemos desplegar en tiempos de guerra en el Indo-Pacífico, o no es consciente de la importancia de la capacidad de China fuera de sus costas, pero cualquiera que sea el caso, nada garantiza que podamos detener una invasión china de Taiwán.»

En ese llamado a que su país resista la tentación de embarcarse en una nueva guerra, Davis, como buen estadounidense y buen militar, nos da argumentos meramente prácticos. Sin sombra de moralidad. Argumentos que se desvinculan de todo principio, como la defensa de la democracia y las libertades, o como la lealtad a una nación aliada, y se resumen en un casi histérico pero indudablemente sensato: ¿My God! Por qué deberíamos involucrarnos en una guerra en la que perderemos?

«(…) no existe un escenario racional en el que Estados Unidos pueda terminar en un lugar mejor y más seguro después de una guerra con China. Lo mejor que se podría esperar sería una victoria pírrica en la que nos convertiríamos en la fuerza de defensa permanente de Taiwán (lo que nos costará cientos de miles de millones al año y el requisito igualmente permanente de estar preparados para el inevitable contraataque chino).

El resultado más probable sería una derrota convencional de nuestras fuerzas en la que China finalmente tiene éxito, a pesar de nuestra intervención, y pagaremos el costo de que un gran número de nuestros aviones sean derribados, nuestros barcos hundidos y miles de miembros de nuestro personal de servicio resulten muertos.

Pero el peor de los casos es el de una guerra convencional que se sale de control y se convierte en un intercambio nuclear.

Eso nos deja deja como opción ideal algo que la mayoría de los estadounidenses encontrarán insatisfactorio: negarnos a participar en un combate directo contra China en nombre de Taiwán.»

Falta de tacto, arrogancia y sensatez

En una próxima notas volveremos sobre este tema. Incursionaremos en las razones por las cuales parece haber dos Chinas, y trataremos de analizar la posibilidad de que se desate una guerra en Taiwan que luego nos involucre a todos.

Por el momento es útil tener en cuenta las palabras del Secretario General de la OTAN, Jens Stoltenberg tal como las ha dado a conocer el portal especializado Politico el 6 de octubre:

“We don’t regard China as an adversary or an enemy. We need to engage with China on important issues such as climate change — there’s no way to reduce emissions enough in the world without also including China. We need to discuss arms control with China. So, we need to engage politically with China. At the same time, we see the rise of China. We see that China soon will have the biggest economy in the world. They already have the second largest defense budget. They have the largest navy already. They are investing heavily in new modern capabilities, including nuclear capabilities. They are leading in the use of many new disruptive technologies, such as artificial intelligence — also integrating that into new very advanced weapons systems. And we see a much more assertive China, for instance, in the South China Sea».

Por esa razón y dejando de lado aquella falta de tacto de Anthony Blinken en la primera reunión de la Administración Biden con sus homólogos chinos en Anchorage (quizás lo traicionaron los nervios de estar enfrentando una situación para la que no estaba preparado) resulta sorprendente la insistencia machacona del presidente estadounidense en identificar a China como una amenaza y en anunciar que la retirada de Afghanistán posibilitaría que EEUU concentrara fuerzas y presión en la región indo-pacífica.

En las últimas semanas hemos conocido el acuerdo AUKUS cuyo objetivo declarado es sumar el esfuerzo de tres de los países que constituyen la Anglosfera para contrarrestar la influencia creciente de China en la región -que, como daño colateral, ha causado ira y desasoiego entre los países miembros de la OTAN-, y fuimos testigos del anuncio de Boris Johnson de que por primera vez en décadas un navío de guerra británico había atravesado el estrecho de Taiwan, en lo que pareció ser más una provocación poco educada que el anuncio de un Jefe de Estado maduro.

No parecen ser iniciativas de gente sensata si de verdad les preocupa la posibilidad de que se desate una guerra de proporciones planetarias. Porque aunque sepamos que en estas cuestiones no hay que buscar demasiado honor ni excesiva racionalidad, ver que quienes querían liderar el mundo se comportan de un modo tan desaprensivo, asombra.

Sorprende que en medio de una crisis climática y una crisis sanitaria que tienen en vilo al planeta, y mientras atraviesan en su propio país una crisis de la democracia que tardará mucho en resolverse, quienes anunciaron America is Back jueguen con la posibilidad de atravesar, otra vez, por las Puertas del Infierno. Lo que nos lleva a preguntarnos, como tantas veces antes ¿estará tomando nota el gobierno de Canadá de todo esto?

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