Aventuras y desventuras del viajero que inició, en Kabul, una guerra interminable (2)

En la primera parte de esta serie, acompañamos al joven Alexander Burnes en su largo itinerario de casi tres años a través de territorios del Medio Oriente que inflamaban la curiosidad y la ambición de su época, y adelantamos que en esta segunda parte asistiríamos a su terrible y sangriento fin. Pero será mejor que no nos apresuremos. Eso llegará a su debido tiempo, como llegó la muerte a las escalinatas del palacio que aquel hombre afortunado ocupaba en la perfumada y romántica Kabul. .

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The White Man’s Burden

Volvamos ahora a 1833. Los informes que Alexander ha estado enviando a las autoridades de la East India Company en Bombay lo han revelado como un explorador, un diplomático y un espía extraordinario. Ha realizado mediciones precisas de la latitud y la longitud de todos los centros poblados que ha visitado y ha registrado el número de casas de cada villa, la altitud de diferentes montañas o la profundidad y la intensidad de la corriente de cada río, previendo que en algún momento un ejército inglés debiera atravesarlo. Ha recogido información etnográfica y geológica, y de sus charlas con sultanes, comerciantes o simples campesinos que ha encontrado en los caminos, ha extraído información acerca de la política, las intrigas palaciegas, y la cultura de cada región que atravesaba. Has sido además cartógrafo y vuelve con mapas detallados de amplias regiones desde el norte de la India hasta los puertos del Mar Caspio, y en éstos ha estimado el tonelaje de cada buque de guerra y ha registrado lo que la flota mercante trae o lleva entre Persia y el Imperio Ruso, evaluando además sus intereses y su influencia en la región. Y hasta tuvo tiempo para incluir, entre aquellos informes que redactaba a la luz de las velas o del fuego después de cada jornada agotadora, un estudio del cultivo de los melones en las afueras de Bokhara, que entregó luego a la Bombay Horticultural Society.

Nada se le ha escapado a aquel joven escocés minucioso hasta la exasperación en sus informes, y él también, a la usanza de la época, escribirá un relato de sus viajes para el gran público. Travels into Bokhara, recogía todo lo que Europa deseaba y había creado en su propia imaginación: la descripción de una geografía torturada, salvaje y magnífica, y la pintura de un paisaje humano poblado de odaliscas sensuales y jeques temibles. Un universo de caravanas que atravesaban desiertos misteriosos, de ricos palacios y violencia agazapada, de telas delicadísimas, aromas exquisitos, mercados coloridos, y el convencimiento de que todo aquello, decadente y subalterno, estaba allí para ser tomado, civilizado y transformado en otra cosa. Esa era, al decir de la Rudyard Kilping y su época, The White Man’s burden.

Thursday 26 December – At ½ past 2 came Captain Burnes who has latelly travelled over Northern East India. He likewise brought with him to show us his sevant, a native of Cabul, dressed in his native dress. He is of a dark olive complexion and had a dress of real Cashmere”, escribía en su diario, con la inocencia propia de una adolescente la princesa Victoria, que había querido conocer personalmente a la celebridad del momento.

Pero pronto, ya fuera en encuentros como ese, trascendente sólo por la calidad principesca de la anfitriona, o en las tertulias y conferencias a las que era invitado, a Alexander se le fue revelando hasta qué punto sus aventuras se entretejían con otras que tenían lugar en las geografías más discímiles (desde el Esequibo hasta las más remotas islas del Atlántico Sur, desde Etiopía hasta Saskatchewan). Descubrió así que cada uno de sus pasos en el desierto o cada uno de los datos aportados en sus informes, formaba parte de la compleja urdimbre de un imperio que comenzaba a desperezarse, a mirar el mundo por sobre el hombro, y a desnudar sus garras.

El opio, la apertura comercial, y las puertas del futuro

Si las noticias que Alexander traía de Afghanistán y Persia lo habían transformado en una celebridad, hay que admitir que el tema que acaparaba más atención en aquellos días, eras la situación en China. Los ojos de sus contertulios brillaban cuando se hablaba de la plata que había comenzado a fluir desde aquellos confines del mundo hacia la City gracias al opio.

Hasta entonces había sido posible comprar en China toda la porcelana, el te, o la seda que se quisiera. Eso ya constituía de por sí una actividad extraordinariamente lucrativa y buena parte de las ganancias de The Company provenían de las ventas de esos productos en Europa o las Américas… Pero lo que frustraba a aquellos emprendedores hombres de negocios era que ni Inglaterras ni las colonias producían algo que los asiáticos no tuvieran ya. Y para colmo las leyes chinas ponían trabas a las importaciones. Una parte importante de la plata que España había cosechado en las minas de México o Potosí a lo largo de tres siglos y que luego se derramaba sobre Europa terminaba, de una u otra forma, en China… Y no salía de allí.

Aquella situación inconveniente había comenzado a revertirse cuando comerciantes holandeses tuvieron una magnífica idea que luego fue adoptada y perfeccionada por The Company: introducir ilegalmente en China opio producido en la India a una escala nunca antes imaginada, de modo de poder restablecer un equilibrio comercial propio de países civilizados.

Aquel mecanismo, pensado inicialmente para obtener ganancias razonables, se había revelado como una oportunidad maravillosa para socavar tanto la economía como la propia estructura social de un país que seguía encaprichado en cerrarse a Occidente, pero la entrada de mercaderes estadounidenses al mercado, con un producto de menor calidad pero también menor precio -que obtenían en Turquía-, volvía imprescindible una reestructuración radical del negocio. En primer lugar, era necesario obtener más opio y a mejores precios. En segundo lugar, y de manera drástica, se debía obligar a China a abrir definitivamente sus puertos. Al opio, por supuesto, y a todo lo que se le quisiera vender.

Podemos imaginar lo que aquel despertar al mundo real habrá significado para Alexander, que había estado recorriendo durante tres años, incansablemente, la geografía de origen de buena parte del opio que se planeaba introducir en China. Él, ahora lo descubría, era una pieza clave en el negocio más extraordinario de todos los tiempos. El tráfico que diseñaría su futuro, el futuro del Imperio, y el nuestro.

Un “higly paid idler” en el Oriente imaginado

Se puede decir, en favor de Alexander Burnes, que las más de 5,000 libras que pagaba la compañía a los agentes encargados de asegurar el abastecimiento de opio (un salario que sobrepasaba el de cualquier funcionario de alto rango del gobierno en Londres), era un señuelo demasiado atractivo como para que alguien tan joven como él (contaba por entonces con apenas 30 años), se resistiera. La palabra nabob, había comenzado a estar de moda en la City para describir a quienes se enriquecían en las colonias y volvían luego a Inglaterra con varias concubinas jóvenes adquiridas a bajísimo precio, y con ahorros suficientes como para comprar títulos nobiliarios y asientos en la Cámara de los Lores.

Todo eso podría aplicarse a lo que Alexander soñaba para sí, porque colonizar no significaba sólo extraer riquezas, sino extrer humanidad: significaba saberse temido, ser servido con obsecuencia, ver en los ojos de aquellas mujeres de ojos oscuros esa mezcla de resignación, admiración y miedo que las transformaba en amantes imprescindibles, poder disfrutar de los placeres que se desprecian.

Y es comprensible. Él, como mucha gente de su época y mucha de la nuestra, creía en lo que hacía.

En 1835 Alexander regresó a la India y de inmediato fue enviado hacia el norte como enviado diplomático y como agente de The Company en Kabul, en donde se encargó de las compras y los despachos de opio, y de continuar cultivando amistades sin dejar de tomar notas de cuanto veía o escuchaba. Eso se extendió hasta 1838, y quizás hayan sido sus mejores años. Los años en los que pudo vivir, como si fueran realidad, todos los sueños coloniales que un hombre pudiera ambicionar.

En aquella época Alexander Burnes comenzó a definirse a sí mismo como un “higly paid idler”, pero continuaba siendo eficiente. A su regreso a Bombay aconsejó a sus superiores que era conveniente afianzar los lazos de cooperación con el emir Mohammed Kahn (de quien se había hecho amigo), ya que era notorio que las distintas tribus de la región lo reconocían como gobernante legítimo y lo apreciaban. Y había desestimado, además, las sospechas (una obsesión constante de The Company) de que hubiera en Kabul enviados rusos interesados en extender las fronteras del Imperio hacia el Sur. Sin embargo, sus advertencias no fueron tenidas en cuenta, y algunos de sus informes llegaron a Londres con alteraciones que recién fueron descubiertas muchos años después.

Lo cierto es Lord Palmerston, por entonces Primer Ministro, optó por una vía que ha sido tan del gusto inglés como el five o’clock tea o la comida desabrida: invadir el territorio afghano (algo que al parecer insumiría un mínimo esfuerzo), deponer a Mohammed Kahn y sustituirlo por el Shah Shuja Durran que parecía más dócil y tenía, además, fama de inescrupuloso, desalmado y corrupto.

Así, en julio de 1839 Alexander penetraba por tercera vez en Kabul, pero esta vez ya no disfrazado de viajero armenio como diez años antes, ni como diplomático y amigo, como cuatro años atrás, sino como asesor y guía de un ejército de ocupación y despojo. Quizás entristecido por tener que traicionar a quienes durante años le habían dado su amistad y su protección y ahora no podían ceer que Sikunder (como habían comenzado a llamarlo), se hubiera transformado en aquello. Pero seguramente ávido de recibir noticias de lo que estaba ocurriendo a 4.800 kilómetros de allí.

Porque en septiembre, en los mismos días en que Alexander tomaba posesión del palacio que le había tocado en suerte cuando los partidarios de Mohammed Kahn fueron expulsados de la ciudad y se distribuyó el botín, y cuando recién había vuelto a ocuparse de los envíos de opio, comenzaba el ansiado ataque de la flota británica a los puertos de China.

Guerras paralelas y masacres inevitables

La Primera Guerra Afghano-Británica comenzó en el mismo momento en que Alexander y los invasores pusieran pie en Kabul, y se extendió, de forma ininterrumpida, hasta octubre de 1842. Y la Primera Guerra del Opio, cuyos escenarios fueron las ciudades costeras y los puertos chinos, se desarrolló durante el mismo lapso, con una diferencia de pocos meses.

La que se desarrollaba en China fue todo un éxito y dio como resultado la apertura al comercio británico de los 5 principales puertos chinos, entre ellos Shanghai y Cantón, la cesión a perpetuidad de la isla de Hong Kong, y la creación de las condiciones para que se desarrollaran otras dos guerras que para finales de siglo habían transformado al país en un despojo irreconocible.

La Primera Guerra Afghano-Británica, en cambio, terminó en el mayor desastre imaginable. El relieve de la región (como había advertido Alexander en sus detallados informes) dejó a los británicos encerrados en las 4 o 5 ciudades fortificadas que habían conquistado y a merced de los ataques afghanos, que se sucedieron y se multiplicaron durante tres larguísimos y extenuantes años.

En enero de 1842, en pleno invierno, 4000 soldados británicos y sus familias junto a 14.000 efectivos de las fuerzas indias que los apoyaban, se retiraron por la noche de Kabul tratando de alcanzar Jalalabad, pero en el trayecto y a lo largo de 6 días fueron diezmados desde las montañas.

Sólo hubo un sobreviviente de aquella masacre, en la que no podemos detenernos porque nos habíamos propuesto seguir los pasos de Alexander Burnes… y él ya no estaba allí.

El esperado final

Dos meses antes de aquel horror -que aún hoy se recuerda como la mayor humillación sufrida por un ejército inglés en toda su historia- los músicos que habían animado la cena y los invitados ya se habían retirado, Alexander escuchó gritos que llegaban desde las afueras del palacio y, todavía somnoliento, se desprendió de los brazos de la esclava que lo acompañaba esa noche.

Quizás su primera reacción haya sido lamentar no haber escuchado a quienes le aconsejaban instalarse, con el resto de la legación inglesa, en la zona fortificada donde se encontraban acantonadas las tropas británicas. Pero aquello hubiera sido impropio de alguien que desde los 16 años se había acostumbrado al peligro y ya había integrado a su persona el apego a la sensualidad, a la hermosura, y la fatalidad. No lo hemos seguido a lo largo de este relato para verlo pasar las noches temblando en una tienda de campaña.

Seguramente le habrá dolido escuchar la palabra traidor entre los gritos que profería la multitud que ya subía las escalinatas del palacio, pero él era quien mejor sabía que eso, desgraciadamente, era verdad. Y aunque existen varias versiones de lo que sucedió a continuación (algunas de ellas insisten en que la esclava no era suya, mientras otras dejan deslizar que se trataba de una de las esposas de un noble afghano), todas coinciden en el final.

Al despuntar el alba su cabeza desgreñada estaba clavada en una pica en la plaza del mercado, donde permaneció durante horas sin que nadie se atreviese a tocarla. De su cuerpo no pudo recuperarse nada porque había sido cortado en tiras que sirvieron de alimento a los perros de la calle.

Fue, si bien lo miramos, un buen final. De no haber muerto Alexander aquella madrugada de noviembre, habría estado dos meses después entre las víctimas de una masacre miserable, en medio del barro y la nieve de uno de aquellos desfiladeros que él tan bien había descrito. Y de haber sido así, su final habría carecido de ese charme oriental que hace que hoy, aún a pesar suyo y cuando la guerra que se inició con él aún no ha concluído, lo recordemos.

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