20 años de la War on Terror: la prensa y los costos escondidos de la guerra

Es imposible decir algo que no se haya dicho ya sobre el 11/9. Y al cumplirse 20 años de aquel día que ha quedado impreso en la memoria colectiva, la prensa estará reviviendo para nosotros, una y otra vez, el impacto de aquellos aviones en las torres.

Sin embargo, bien vale repasar lo sucedido a partir de entonces para conocer el costo real que ha tenido lo que comenzó ese día y aún no ha terminado. .

 

Aquella tragedia que conmovió al mundo por su irracionalidad y su espectacularidad, le dio a los EEUU algo que como nación hasta entonces no tenía: conciencia de su propia vulnerabilidad. Pero no sólo dejó 2.977 víctimas y dos estructuras emblemáticas transformadas en escombros humeantes en el ombligo del mundo, sino que determinó una serie de acciones y reacciones en cadena cuyos costos aún no hemos terminado de saldar. .

Esa serie de acciones y reacciones se desencadenó a partir de lo que había sucedido, naturalmente, pero tenía por detrás una «idea del mundo». La idea central de toda arquitectura colonial: que los superiores son intocables, había quedado expuesta y a partir de entonces se mostró en toda su descarnada desnudez.

En una larga e interesantísima nota, Remembering Canadian Media’s Post-9/11 Bloodlust, Davide Mastracci, editor jefe de la revista Passage, repasa las reacciones de la prensa canadiense en las horas posteriores a aquel hecho llamado a desmembrar por décadas toda noción de mesura:

«National Post columnist Christie Blatchford (who would go on to work at the Globe and Mail, and then return to the National Post, before her 2020 death) decided to start a September 12 article off like this: “My late father loved Americans, as I do. I could hear his voice yesterday, stilled 15 years ago next month, as surely as if he were in the car beside me. ‘Fuck ’em,’ he would have said. ‘Nuke ’em.’”

That same day, Toronto Star columnist Rosie DiManno (who is still a columnist at the paper) wrote, “Revenge is what Americans want, even as they held candlelit vigils last night and gathered in churches to pray. The flexing of U.S. military might is what they crave, the annihilation of those who perpetrated this grotesquerie. And who can blame them for wanting blood?”

Vale la pena repasar toda la nota de The Passage, porque muestra con claridad cómo, a partir de la indignación inicial (comprensible), se llegó con entera facilidad al deseo de venganza y sangre, el modo en que la obsesión por el escarmiento se extendió para abarcar incluso a los inocentes -porque ellos también formaban parte de los despreciables-, y cómo en medio de todas esas tinieblas de irracionalidad visceral, emergieron en toda su gloria «generosa y admirable«, los viejos fantasmas de Kipling y del «white men burden» imperial y colonizador, dejando a la vista que esos sentimientos siempre han estado allí.

«On October 9, National Post published a column by Mark Steyn titled “What the Afghans need is colonizing.”

“America has prided itself on being the first non-imperial superpower, but the viability of that strategy was demolished on September 11th. For its own security, it needs to do what it did to Japan and Germany after the war: civilize them. It needs to take up (in [Rudyard] Kipling’s words), ‘the white man’s burden,’ a phrase that will have to be modified in the age of Colin Powell and Condi Rice but whose spirit is generous and admirable.”

De la Libertad Duradera al Terror globalizado

La recordada Operación Libertad Duradera anunciada por Jorge W. Bush un mes después de aquellos hechos se transformó de inmediato en una War on Terror aún más cruel y más demencial que los propios atentados. Una guerra sin fronteras ni límites, aparentemente sin final, y sin arrepentimientos.

Sólo una mujer negra, Barbara Lee, representante de California, se había atrevido el 14 de septiembre de 2001 a negarse a aceptar que el Congreso de los EEUU le concediera a George Bush poderes extraordinarios para iniciar el ataque, y gracias a ella la votación aquel día fue 420-1.

En octubre, Andrew Coyne desde el National Post, festejando anticipadamente que Canadá se sumara a aquella guerra en la que las naciones más poderosos del planeta se proponían escarmentar a un grupo de terroristas y de paso adueñarse de un país para remodelarlo y esquilmarlo a su antojo, lo imaginaba (¿inocentemente?) con este palabrerío emocionado:

“How gently we go to war: with the support of virtually every nation on earth, after weeks of warnings, having precisely and narrowly defined the enemy, taking extreme care to avoid civilian casualties — and accompanied, before the bombs have even dropped, by a massive airlift of humanitarian aid. And with good reason: not only because it is right, but because it is the only kind of warfare the people of the West, in the 21st century after Christ, will permit.”

No fue así, por supuesto y recién después de 20 años hemos podido calibrar el grado de incapacidad, violencia y torpeza que podían alcanzar en esa cruzada de pureza casi religiosa.

El grupo de fanáticos armados y entrenados en los años ’90 por los EEUU -cuya prensa los había presentado como «Luchadores por la libertad»-, era el grupo de fanáticos que gobernaba en 2001 el país invadido para liberar a los EEUU y al mundo de las garras del terror, y es el mismo grupo de fanáticos con el que Donald Trump pactó la retirada en 2019 y al que Joe Biden le entregó en 2021 el país. Se cierra un círculo perfecto que muestra un imperio en decadencia o gente que no sabe bien lo que hace. O ambas cosas.

Y para calibrar hasta qué punto el terror se retroalimentó de terror y cobardía, basta leer la nota de la enviada de The Guardian en Kandahar, Emma Graham-Harrison: How mass killings by US forces after 9/11 boosted support for the Taliban.

Sólo el tiempo nos podrá revelar si la retirada de las potencias occidentales de Afghanistán cuando estaban a punto de cumplirse 20 años de aquella invasión que pretendía vengar los sucesos del 11/9 y desmantelar el terrorismo para siempre, se produjo como consecuencia de que los costos para los invasores eran ya inasumibles, o si la idea fue dejar activada una bomba de tiempo que genere inestabilidad en toda la región.

Por el momento sólo cabe especular y los costos del dolor causado recién se comienzan a cuantificar. Por esa razón será interesante retomar aquí datos del sitio web especializado THE COSTS OF WAR, que lleva adelante el Watson Institute of Public Affairs de la Brown University.

Se trata apenas de un sumario, pero a partir de los vínculos se accede a información detallada sobre cada uno de los temas abordados.

Sumario de algunos de los principales costos en vidas humanas, pérdidas económicas, y deterioro social y ambiental ocasionados por la “Guerra al Terror”:

  • Al menos 801.000 personas han muerto como consecuencia directa de la violencia post 11/9. La cifra incluye miembros de las fuerzas en conflicto, personal contratado, civiles, periodistas y trabajadores de agencias internacionales y organizaciones humanitarias.
  • Ha muerto una cantidad de personas varias veces superior como consecuencia indirecta de la guerra, -malnutrición, la destrucción de infraestructura (por ejemplo hospitales) y la degradación del medioambiente-.
  • Los civiles asesinados en episodios de violencia ascienden a 335.000.
  • Más de 37.000.000 de personas han sido despalazadas por las guerras post-11/9 en Afghanistán, Pakistán, Irak, Siria, Libia, Yemen, Somalía y Filipinas.
  • El gobierno de los EEUU está llevando adelante actividades anti-terroristas en 85 países, en especial en el Sur y Sureste de Asia, África y América Latina.
  • Las guerras post-9/11 han contribuído de forma significativa al cambio climático. El Departamento de Defensa de los EEUU, a través de sus actividades en todo el mundo es uno de los mayores emisores de gases invernadero del planeta.
  • Las guerras post-11/9 han estado acompañadas de la erosión de libertades civiles y Derechos Humanos tanto en Estados Unidos como en el exterior, incluyendo sus países aliados.
  • Los costos económicos y humanos de estas guerras se continuarán sintiendo por décadas tanto en Estados Unidos como en el exterior, incluyendo sus países aliados.
  • La mayor parte de los fondos volcados a países como Irak o Afghanistán no se han dedicado a la “reconstrucción” de dichos países sino a fortalecer sus fuerzas armadas y de seguridad. La mayor parte de los fondos dedicados a ayuda humanitaria y fortalecimiento de la sociedad civil ha desaparecido a través de actividades fraudulentas.
  • Los costos de las guerras post-11/9 en Iraq, Afghanistán, Pakistán, Siria y otras regiones totalizan 6.4 trillones de dólares. Esta cifra no incluye los intereses y costos financieros de las deudas contraídas por EEUU o sus países aliados ni los costos de reconstrucción de los países atacados.
  • La onda expansiva de esos gastos (dentro de la propia economía de los EEUU) han incluído desaparición de servicios sociales, pérdida de puestos de trabajo, e incremento de tasas de interés, pero esos mismos costos, aplicados a los países que han sufrido invasiones, ataques aéreos o sanciones económicas muy difíciles de cuantificar. Un ejemplo de ello es el aumento exponencial de la producción de heroína durante los 20 años de ocupación de Afghanistán. El resultado de ello es que tierras destinadas al cultivo de alimentos se volcaran al cultivo de amapolas, provocando una crisis alimentaria en el país, pero además ha contribuído al incremento de las adicciones a los derivados del opio tanto en la región como en occidente, con un costo en término de vidas arruinadas imposible de precisar.

 

 

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