Cuando antes del receso parlamentario Justin Trudeau hizo referencia a la “toxicidad” y el “obstruccionismo” del Parlamento estaba utilizando una terminología que si en sistemas presidencialistas es desaconsejable, en sistemas parlamentarios debería ser inadmisible. El costo está a la vista en las encuestas y se reflejó en las inconsistencias del debate. .
«We have seen a level of obstructionism and toxicity in the house that is of real concern,» dijo hace apenas dos meses el Primer Ministro y de ese modo no sólo descalificó algo que es inherente a la actividad parlamentaria, su razón de ser, y un derecho de sus integrantes, sino que no conforme con ello, agregó algo aún más sorprendente: que ese obstruccionismo que él calificaba como “tóxico” tenía «purely partisan political purposes». Como si el hecho de que los parlamentarios de la oposición representen los intereses de sus propios partidos como estimen conveniente fuera algo reprobable.
Los partidos políticos existen, y eso el Primer Ministro debería saberlo, porque representan visiones de la sociedad diferentes y en ocasiones contrapuestas. Los votantes, cuando se expresan, lo hacen porque se identifican con una propuesta y no con las otras. Y esperan, con razón, que sus representantes en el parlamento defiendan las ideas y principios que han estado reflejados en sus plataformas.
Presentar como obstruccionismo el hecho de que un parlamentario opositor tenga en consideración los intereses de su propio partido y los de las personas que lo votaron, es llevar la lógica del FPTP mucho más allá de lo que sistema admite. Es no haber entendido o negarse a aceptar cuál es la finalidad de los partidos políticos en una democracia.
Los parlamentos, por su parte, están pensados precisamente para obstruir, no para facilitar la tarea del Poder Ejecutivo o en este caso la del Primer Ministro y su gabinete. En español utilizamos el verbo “aprobar” cuando nos referimos al proceso a través del cual una propuesta del gobierno o del propio parlamento se transforma en ley. Y en inglés se suele usar la expresión “to pass a law” para hacer referencia a lo mismo.
En ambos casos, el Parlamento, como cuerpo necesariamente plural, es un obstáculo a superar y la forma de hacerlo es buscar y conseguir las mayorías necesarias en el caso de que el gobierno no las tenga. El Parlamento no se transforma en tóxico si el interés de la mayoría de sus integrantes no coincide con el interés del partido de gobierno, ya que esas mayorías surgen de lo que la ciudadanía ha decidido. Y si algo no puede suceder en una democracia es que un gobernante acuse a la ciudadanía de ser tóxica y eso no tenga consecuencias.
La adicción a los gobiernos mayoritarios y el síndrome de abstinencia
En una campaña electoral un gobierno no puede poner demasiado énfasis en lo que no ha podido hacer debido al obstruccionismo de la oposición, sino que debe poner el foco en sus propios logros.
Llegados a este punto aparece una contradicción casi inevitable: el gobierno del Partido Liberal querría que aceptemos que una serie de inicitivas suyas en áreas como crisis climática, reconciliación con los pueblos indígenas, el combate a la pandemia, o el apoyo a las clases medias y trabajadoras han sido históricas. Y al mismo tiempo desearía que olvidáramos que si su gobierno en minoría ha podido ponerlas en práctica ha sido gracias a que contó con el apoyo y los votos favorables de la oposición. De toda en algunas ocasiones, de una parte de ella en otras.
Como si la anterior contradicción no fuera suficiente, Justin Trudeau y su equipo de campaña nos dicen que sin un gobierno mayoritario tienen las manos atadas y que son víctimas de la toxicidad del Parlamento, pero basan su nueva propuesta en una serie de iniciativas para las que contaron con mayoría propia desde 2015 hasta 2019, y para las que hubiera podido contar con votos de la oposición durante estos dos últimos años… si las hubieran presentado.
Esa conducta errática y en cierto modo poco madura que lo hace oscilar entre culpabilizar a los demás y pretender ser el centro de los aplausos como si estuviera sólo en el escenario, es, posiblemente, lo que no le ha permitido al Primer Ministro hacer pie en un proceso de elecciones anticipadas que sólo el propuso y que nadie fuera de su partido (y posiblemente muchos dentro del suyo) quería.
Una campaña que no sólo es errática, como lo está siendo el propio Trudeau, sino que parece desilvanarse a medida que pasan los días y transcurren los debates sin que el empecinamiento en mostrar que los demás son su único problema o que la ciudadanía debe concederle ahora la mayoría que le negó dos años atrás, se refleje en las encuestas.
El único debate en inglés entre los 5 principales líderes partidarios tuvo lugar un jueves entre las 9 pm y las 11 pm (un indicio de que quizás al equipo de asesores del Primer Ministro no le interesaba demasiado que fuera un éxito de audiencia), y si ese hubiera sido el caso, tenían razón. Cuestionamientos totalmente válidos como el de los motivos por los que el tema Pharmacare no figura en su nueva plataforma, mostraron a un Justin Trudeau que seguramente no imaginó que su búsqueda de una mayoría a como diera lugar lo colocaría en situaciones tan incómodas.
Como advierte John Ivison, en el National Post: Trudeau has looked frantic and sounded shrill. The leader who propounded “sunny ways” and the hopeful narrative has been reduced to accusing his rival of saying anything to get elected. Lest we forget, this is the Justin Trudeau who promised electoral reform, the return of peacekeeping, pharmacare, clean drinking water on reserves, Access to Information in ministerial offices, etc, etc. This is dangerous territory for the Liberal leader
Pero no se trata de un defecto personal aunque Justin Trudeau tenga el physique du role casi perfecto. El suelo que pisa no es un «dangerous territory» sólo para él, como sugiere el columnista.
El verdadero «dangerous territory» es el creado por un sistema electoral diseñado para crear mayorías con demasiada facilidad, lo que a su vez lleva a los dos partidos que han sido casi hegemónicos en la política canadiense, el Liberal y el Conservador, a ser adictos a los parlamentos obsecuentes, y a los parlamentarios que levantan la mano cuando el látigo del Party Whip se los indica (como si fueran poco más que galeotes).
La toxicidad no está en el Parlamanto, podría decírsele al Primer Ministro, sino en la adicción a gobernar sin que sean necesarios los acuerdos, las transacciones, los debates, los controles… es decir sin democracia y sin política.