Afghanistán – aviones, metáfora, y masculinidad pusilánime

Nunca estuve en una situación en la que mi futuro o incluso mi vida dependieran de empujar o no a una mujer y a sus hijas a un lado para que salieran de mi camino y poder, yo, ocupar su lugar. Por eso puedo mirar esa foto desapasionadamente, y por eso estoy en condiciones de juzgar. Pasa lejos y no me pasa a mi (cruzo los dedos). .

 

No soy yo el que está en el avión, respirando por fin con algo de calma, sonriéndole quizás al otro hombre, también joven, que está a mi lado mirando la pantalla de su móvil, -que podrá ser mi amigo o un perfecto desconocido, pero con el que ya hemos creado un lazo que nos unirá emocionalmente para siempre: Estamos ahí. Nos llevan. Porque fuimos más rápidos, más hábiles o más fuertes. Porque nos hemos abierto paso hacia la libertad. Hacia el mundo mágico en el que seremos otros.

Hay, sobre todo en los primeros planos, hombres diferentes, seguramente más preocupados, porque no están solos. Está el que mira fijo hacia el vacío con la cabeza de su hijo descansando, semiescondida entre sus piernas. El que tiene a su bebé en brazos. El que está acompañado con dos niños que tienen buzos idénticos.

Hay mujeres también. Quizás una de cada seis. Muy pocas, si uno mira desde occidente en donde tanto nos preocupamos por ellas y por lo que les pueda pasar ahora. Y también hay niñas ¿quién podría decir que no? Está la que tiene sus manos cruzadas frente a sí, con la cabeza levemente inclinada. Serena. Como absorta y dándose cuenta de lo extraordinaria que es la situación que vive. Está la niña de la trenza y ropa color rosa que habla con alguien y nos da la espalda. Y con facilidad se distinguen dos o tres más.

¿Será que sólo a los hombres y sobre todo a los hombres jóvenes se nos ocurrió correr hacia el aeropuerto esa noche en que 20 años de artificios se deshacían como construcciones de polvo seco y los descerebrados de las montañas se asomaban a las puertas de Kabul?

¿Será que las mujeres y las niñas han preferido quedarse encerradas en sus casas a la espera de que vengan por ellas los lobos integristas?

¿Será que quienes nos contrataban (no se sabe bien para qué) y ahora a regañadientes nos llevan con ellos, preferían contratar, por alguna razón, hombres sin familia? ¿Serán la masculinidad una condición necesaria para el colaboracionismo cuando un país invade a otro? ¿O será simplemente que desde pequeños aprendemos a trepar muros, a tironear y empujar, a no pensar en los demás, y a ser, en última instancia, pusilánimes y cobardes?

Yo no estoy en esa foto y por esa razón puedo juzgar, aunque no sirva de nada y aunque no me corresponda.

Y puedo además preguntarme: ¿ésto consiguieron tras 20 años de ocupación los que uno tras otro nos dijeron durante todo ese período que estaban ayudando, educando, transformando, mejorando un mundo lleno de crueldades que, además, nos ponía, a todos los demás, estuviéramos donde estuviéramos, en peligro?

¿Cómo fuimos aquí, allá y en todas partes, nosotros también tan pusilánimes como para creerlo o tolerarlo? ¿Será que para nosotros admitir lo que se nos dice desde el poder no tiene límites? ¿Será que esto que pasa y lo que estuvieron haciendo en nuestro nombre sólo nos angustia cuando deciden abandonar a quienes les sirvieron, dejar todo peor que como estaba, y simplemente dedicar su capacidad para hacer barbaridades en algún otro lado?

¿Les estamos preguntando por qué, si son tan maravillosos y están tan bien entrenados y armados como dicen, y después de tanto llenarnos la cabeza con las mujeres y las niñas, no han sido capaces siquiera de ayudarlas a entrar en un avión?

Posiblemente, el espectáculo de un anciano presidente que balbucea excusas con aire de saberlo todo no será lo peor que nos pase. Y tampoco debería escandalizarnos que Kamala Harris -que pareció en algún momento una bocanada de aire fresco y “de color” entre tanto poderío apolillado-, sea incapaz de articular una palabra. Ni siquiera el «no vengan» que la hizo tristemente célebre hace dos meses.

Y si ellos, los que se van, sabían o no, si les habían avisado o no, o si les importó o no, que los talibanes volvieran por sus fueros, tampoco es algo que deberíamos dilucidar nosotros, sino la historia. Después de todo, si es cierto aquello de “por sus frutos los conoceréis” ¿quién podría decir que no los conocía?

Sin embargo, sí debería conmovernos la fotografía del avión.

Conmovernos al menos como para detenernos aunque sea sólo 10 minutos -o los minutos que consideremos convenientes-, en ella. Para recorrer los rostros, las miradas. Para ver la inequidad y pensar en las que no pudieron estar allí.

Para preguntarnos cosas elementales como ¿por qué los hombres ocupan con tanta naturalidad el espacio en el que hay tan pocas mujeres y en el que casi no hay niñas? ¿No será ese avión una metáfora de algo que no nos es del todo extraño, de algo que se arrastra desde el inicio de los tiempos y todavía vive?

Porque después de todo, no se trata de algo que sucede sólo allá, entre las angustias de la guerra, en la barbarie de las montañas áridas, y como resultado de caos y la necedad de un poder que se retira. Es una realidad que conocemos. Basta mirar alrededor.