«A country that doesn’t think much of the world has found a leader who spends most of his time in a similar mood».
Con esa frase, que condensa en pocas palabras una realidad que salta a los ojos, finaliza una interesantísima nota de Maclean’s, pero en ella, paradójicamente, Latinoamérica no existe.
La nota de Paul Wells, Justin Trudeau puts his (small) mark on the world aborda prácticamente todos los temas de relaciones internacionales y geopolítica en los que Justin Trudeau y su equipo de asesores más cercanos no han podido estar a la altura de las expectativas que ellos mismos generaron en 2015 (G7, Cambio Climático, Refugiados, Misiones de Paz, Cooperación para el Desarrollo, relaciones con China, relaciones con los EEUU y por extensión con Norteamérica (sin mencionar a Mexico -of course-), etc.).
Sin embargo y sin que ellos signifique una sorpresa porque como bien dice el autor Canadá parece ser “A country that doesn’t think much of the world”, en esa larga lista de temas que realmente importan, no hay un sólo párrafo en el que se aluda a las relaciones del país con la región en la que está inserto. Y en la que, para colmo, participa, sin demasiado entusiasmo pero sin dejar nunca de reivindicar “liderazgo”, en dos instituciones en crisis. La OEA y el desgraciado y alicaído Grupo de Lima.
La omisión del periodista se comprende, porque él no tiene por qué escapar a lo que parece ser una característica del país, y si uno se toma el trabajo de leer su nota, se comprende también que Justin Trudeau no pierda su tiempo en temas menores o demasiado complejos como para captar su atención demasiado tiempo.
Después de todo, si la participación activa del cuerpo diplomático canadiense en la caída de un gobierno constitucional en Bolivia en 2019 no generó ningún tipo de reflexión crítica, ni siquiera cuando quedó demostrado que “eso” que Christa Freeland había definido como defensa de los valores democráticos era ni más ni menos que un Golpe de Estado de la peor especie, ¿por qué debería importar ahora lo que ha estado sucediendo desde entonces? En otras palabras ¿a quién le importa lo que pasa en países pobres en los que la gente se empeña en hablar español y en tener sistemas electorales de representación propocional?
La OEA y un convidado de piedra ¿sin opinión propia?
La Organización de Estados Americanos fue creada en 1948, al inicio de la Guerra Fría, como pieza vital en el esfuerzo de los EEUU para imponer sus intereses en Latinoamérica y desde entonce hasta hoy, más que integrar al continente, lo ha fragmentado y desestabilizado en cada instancia que le fue posible.
La entrada de Canadá al sistema en 1990, tras una vacilación de 42 años, fue, en parte, el reflejo del sentimiento que el canciller de entonces Joe Clark expresó en su momento: “Hemos decidido considerar las Américas como nuestro hogar”, pero fue, además y sobre todo, el resultado de la necesidad de EEUU de contar con un voto más en un organismo que nunca ha dejado de ser cuestionado.
De todas formas es necesario tener en cuenta que a esa vacilación de casi medios siglo que Canadá se permitió antes de autopercibirse como parte de la región, se le sumó el poco entusiasmo que su posible integración despertaba en los países que sí se sentían parte de ella, y ese poco entusiasmo incluía, ante todo, a los EEUU.
Si bien Canadá tuvo un gobierno medianamente independiente a partir de 1867, su política exterior continuó estando a cargo del Foreign Office británico hasta 1931. Por esa razón fue vista tradicionalmente (incluso por sus vecinos del sur) como una especie de cabeza de puente de los intereses comerciales británicos en las Américas.
Pese a eso, en el perído de post-guerra Canadá fue estableciendo algunos lazos institucionales con Latinoamérica por ejemplo en la Organización Panamericana para la Salud, el Banco Interamericano de Desarrollo o el Instituto Panamericano de Cooperación para la Agricultura. Más adelante, tras la crisis del petróleo se establecieron mecanismos de consulta bilateral con Venezuela y México y acuerdos puntuales de cooperación con algunos países como Brasil, Perú y Colombia, pero pese a ello, Canadá continuó siendo, para la región, una incógnita, y la región para Canadá, otra. Recién cuando en 1988 se firmó el Canada-United States Free Trade Agreement y estuvo claro que la lealtad del nuevo socio para con los EEUU estaría por encima de su lealtad con la “madre patria”, se abrieron de par en par las puertas de la OEA para Canadá y se abrió en Canadá el súbito interés por ese “nuevo hogar” hemisférico.
No se destacó demasiado el nuevo miembro en estos 21 años transcurridos desde su integración a la OEA, que comenzaron con la actitud inoperante y de cuasi-complicidad del organismo frente al Golpe de Estado que en 1991 terminó en Haití con la presidencia de Jean-Bertrand Aristide, que había llegado al poder 6 meses antes con el 67% de los votos.
Cabe tener en consideración que el traspié haitiano del recién llegado era posiblemente inevitable y seguramente resultó beneficioso para varias empresas candienses, pero además aquel fue el puntapié inicial de un período en que la OEA sufrió un virtual estancamiento y recibió un verdadero aluvión de críticas de parte de sus países miembros, que no por casualidad dieron origen, en 2010, a la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe, una alianza regional que incluye a 33 países pero excluye, explícitamente, a los EEUU y a Canadá.
Para colmo de males, apenas finalizada la primera mitad de la última década y como parte del vertiginoso vaivén político latinoamericano en el que Canadá no fue mucho más que un convidado de piedra con pocas opiniones propias, surgió una oportunidad en la que el destino y la apetencia por el liderazgo le jugaron al gobierno de Justin Trudeau y a su ministra Freeland una muy mala pasada.
El nada discreto encanto del Grupo de Lima
En 2017, a sólo dos años de la elección de Justin Trudeau como Primer Ministro y cuando comenzaba a desvanecerse el aura renovadora de su llegada al gobierno, se habían alineado los astros y quienes en Ottawa se atrevieron a leer el mensaje no dudaron. ¡Por fin le había llegado a Canadá la ansiada hora de liderar algo!
– En Brasil, un alzamiento (de algún modo hay que llamarlo) parlamentario-evangélico-empresarial había logrado despalzar del poder a Dilma Rosseuf y su sucesor daba los pasos necesarios para que poco después un capitán del ejército devenido en mesías ultraconservador se hiciera con la presidencia del país más poderoso de América Latina.
– En Argentina, Mauricio Macri todavía no había terminado de llevar a su país al colapso y dada la maquinaria mediática que lo secundaba y a la eficiencia de un Lawfare que daba sus primeros pasos, se podía apostar que el “populismo” estaba definitivamente derrotado.
– En Chile todo estaba preparado para que asumiera por segunda vez la presidencia Sebastián Piñera, un rescoldo vivo del pinochetismo a quien por entonces se le reconocían dotes de estadista.
– En México, Peña Nieto todavía era el ejemplo de cómo una persona sin ninguna habilidad conocida más allá de un afan privatizador casi patológico puede llegar a gobernar un gran país.
– En Ecuador, Lenin Moreno iniciaba su vertiginoso viaje hacia la derechización y la irrelevancia total.
– En Perú, el banquero Pedro Pablo Kuckzynski, educado como debe ser en Oxford y Princeton, promediaba su breve presidencia, que terminaría abruptamente cuando una vez depuesto por Parlamento fuera condenado por lavado de dinero.
– En Colombia se preparaba para asumir el gobierno un año después, Ivan Duke, un hombre que no requiere presentaciones, acusado de estar detrás de algunas de las peores cosas que ocurren en su país y en la región.
Y para complementar esa constelación familiar digna de un análisis psicoanalítico, en EEUU, Donald Trump vivía sus momentos de apogeo y sobredosis imperial, y había posado sus ojos en Venezuela.
¿Qué mejor momento –le pudo parecer a todos o al menos a algunos de ellos-, para quitar de en medio a un gobernante venezolano que parece ser suficientemente impopular y necio como para que nadie se atreva a defenderlo, y de paso echar mano de una de las mayores reservas de petróleo del planeta?
¿Por qué no intentar algo que parece sencillo, un conflicto como esos que pasan siempre demasiado lejos, en Afghanistán, en Irak, o en Libia… Una intervención para defender la democracia y la libertad, en la que otros pondrán los muertos, y que nos dará fama, el amor del amo, y riquezas para siempre?
La chapuza inolvidable ¿hasta cuándo?
Eso, y no otra cosa, fue el Grupo de Lima, un grupo de chapuceros y bravucones con mucha más ambición que apego a la realidad, y respeto por las normas y la decencia.
Eso es lo que quedó en evidencia a partir de 2019 con la designación y el marketing desaforado de un Juan Guaidó que nunca fue capaz de ser ni la sombra de lo que sus creadores imaginaron.
Eso es lo que sucedió unos meses después cuando volvieron a intentarlo en Bolivia e instalaron un gobierno que fue incapaz de sostenerse a pesar de la ayuda recibida. Lo que sucedió ese mismo año en las elecciones en Argentina, que mostraron el regreso de los (y las) que no volverían. Lo que sucedió con los estallidos anti-neoliberales y la violencia institucional desatada en Ecuador, Chile o Colombia. Lo que estamos viendo en Brasil en donde aquel capitanejo que quería invadir Venezuela con una camioneta de ayuda humanitaria está a punto de ser enviado a la justicia internacional acusado de genocidio por sus actuación durante la pandemia. Y eso es lo que acaba de suceder en Perú, donde un nuevo canciller de presigio internacional expresa su vergüenza de que el nombre de la capital de su país esté asociado a una banda de irresponsables.
El Grupo de Lima, desde hace meses, se desvanece en el desconcierto y en la incapacidad de quienes le dieron vida. Tan enfocados estaban en aquellas “ayudas humanitarias” en las que se los vio como buitres a la espera de un cadáver, que enfrentados a una pandemia no fueron capaces de imaginar una sóla acción conjunta. Nada más que soledad, e ineficacia compartida.
Por ello, sería hora de que el gobierno de Justin Trudeau se diera cuenta de que seguir mostrándose frente al mundo con tales socios, no es la postura más inteligente ni la que demuestra más fidelidad a los valores que se precia en defender. Pueden seguir siendo opositores a Nicolás Maduro (no hay ningún pecado en ello) sin necesidad de dar vergüenza.
El amor por el hogar común
Nunca está todo perdido y quizás en donde sí el gobierno de Canadá debería mostrar preocupación, liderazgo y amor por el hogar común (si lo hubiera), es en lo referido a la alternativa OEA/CELAC.
Tanto el presidente de México Manuel López Obrador como el Presidente argentino Alberto Fernández, el Presidente de Bolivia, Luis Arce y el nuevo canciller de Perú Héctor Béjar han expresado, en las últimas semanas, su disconformidad con la OEA y su intención de revitalizar la CELAC como alternativa de integración panamericanista. En esa misma posición están otros países, medianos y pequeños, y estarán los casi seguros gobernantes de Chile y Brasil a partir de 2022.
La OEA, por supuesto, seguirá existiendo, porque ese mal es inevitable, y Canadá no formará parte de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe porque se trata de un ámbito que por definición lo excluye.
Pero contentarse con ser «a country that doesn’t think much of the world has found a leader who spends most of his time in a similar mood» no es una opción.
Lo que sí podría hacer el Canadá deseable, el posible, el de todos nosotros, es participar en la CELAC a modo de observador (que es lo que hizo durante muchísimos años en la OEA), acompañar el proceso si en realidad se reinicia, no entorpecerlo ni desdeñarlo, no subestimar la amistad sino ofrecerla y aceptarla, no jugar el rol de “el otro” innecesariamente, en un juego neo-imperial que lo excede, para el que no tiene fuerzas, y que no es el suyo.