200 años después: Una sonrisa que desafía el paso del tiempo y suspende los sinsabores de la Historia

Es un hombre viejo. Su cuerpo está enfermo y cansado. Sus ojos le dejan ver poco más que luces y sombras. Mientras él trata de permanecer inmóvil con un brazo apoyado en el brazo de una silla y la otra dentro de su abrigo, fuera, en las calles de París, todo bulle. Los revolucionarios instalan barricadas y se preparan para resistir. Sólo a Mercedes se le podía ocurrir, en un momento así, pedirle que posara frente a aquella caja incomprensible. Pero ¿cómo negárselo? .

 

Por un segundo, regresemos a hoy

Es 28 de julio de 2021. Dejemos sólo por un instante al Libertador frente a aquella cámara y volvamos a nuestros días.

Mientras redactamos esta nota se cumplen exactamente dos siglos de la independencia del Perú y después de casi dos meses de idas y venidas finalmente Pedro Castillo, un desconocido maestro salido de las regiones más pobres y con mayor porcentaje de población indígena, llega a la presidencia del país. Su primer día en el gobierno coincide con el Bicentenario de la Independencia, proclamada por aquel hombre de vida vastísima con el que acabamos de encontrarnos en el estudio de un fotógrafo en París.

Desde aquella tarde de sol radiante en Lima hasta el momento en que lo hemos sorprendido tratando de permanecer inmóvil frente a la cámara han transcurrido apenes 27 años. Él está a punto de cumplir setenta.

Aquel 28 de julio de 1821, repicaban las campanas de toda la ciudad mientras José de San Martín, que había desalojado a las tropas españolas hacía apenas una semana, desarticulaba definitivamente el Virreynato del Perú y daba uno de los pasos decisivos en la independencia del continente. Un día de gloria bien ganada.

Sólo dos años antes, el 27 de julio del ’19, había mandado imprimir aquella proclama en la que quedaba en claro qué era lo único importante:

«Compañeros del exercito de los Andes: …La guerra se la tenemos de hacer del modo que podamos: si no tenemos dinero, carne y un pedazo de tabaco no nos tiene de faltar: cuando se acaben los vestuarios, nos vestiremos con la bayetilla que nos trabajen nuestras mugeres, y sino andaremos en pelota como nuestros paisanos los indios: seamos libres, y lo demás no importa nada…»

Lo que sigue, la historia de un retrato y la aparición de una sonrisa que no estaba en él, son apenas anécdotas menores sumergidas en una vida enorme, pero viene bien recordarlas hoy, cuando tanto sigue estando en juego.

El Libertador frente a una cámara

No sabemos el momento exacto en que se tomó aquella única fotografía (en realidad se trata de un daguerrotipo) de José de San Martín, pero seguramente fue la última semana de febrero de 1848. Él cumplía 70 años el día 25 y esa pequeña imagen de 12 x 8 cm formó parte de los planes de su hija y de su yerno para celebrarlo, ya que sospechaban que aquel hombre enfermo ya no viviría mucho tiempo más…

Desde hace varios días las calles se han vuelto intransitables y peligrosas para alguien como él, aquejado de problemas óseos y musculares desde muy joven y que, para colmo, ya está casi ciego.

Sin embargo, el taller de ese extraño personaje que obtiene imágenes a partir de la luz y de un misterioso procedimiento que le han explicado pero que él no se ha tomado el trabajo de entender, está a pocas cuadras de la que muy pronto (él aún no lo sabe) dejará de ser su casa. Por eso y sólo por eso accede a ir.

El viejo general ya había dicho, 20 años antes, que no permitiría que se le hicieran más retratos, pero esta vez ha sido diferente. Sólo deberá estar algunos minutos inmóvil en una habitación muy soleada, le ha explicado Mercedes, y ha sido así. Aquel mediodía (ya que en esa época del año sólo se podían tomar daguerrotipos entre las 11 y las 3 de la tarde), se obtuvieron dos retratos suyos. Uno de ellos se perdió poco después. En ese, aparecía con las dos manos apoyadas en el respaldo de la silla. El otro es el que hoy conocemos, que se conserva en el Museo Histórico Nacional de Parque Lezama, en Bs. As.

Fuera, un mundo inexplicable

Los que están fuera mientras él mira a Mercedes y la cámara lo mira a él, son hombres y mujeres desharrapados que ya no soportan más el hambre y la carestía y reclaman la caída del rey Luis Felipe desde mediados de mes. Han incendiado vehículos y han cortado las calles tirando abajo miles de árboles en todo París. Entre ellos hay desde republicanos y masones cuyos sentimientos el general puede identificar vagamente con los que lo llevaron a regresar a América en 1810 y a conducir todo un ejército a través de los Andes 7 años después, hasta personajes a quienes decididamente no entiende. Algunos son seguidores un tal Proudhon, que escribe en contra de la propiedad privada en un periódico incendiario llamado La Voix du Peuple, otros parecen seguir las ideas de un misterioso alemán que vive en Londres, llamado Marx, del que poco más se sabe.

Se rumorea que las muertes de esos días empeoran hora a hora la situación. Mariano, el hijo de su antiguo amigo Antonio Balcarce, que además de ser el marido de Mercedes, es el embajador de la Rep. Argentina ante el reino de Francia sabe de buena fuente que el 23 los gendarmes han tiroteado a la multitud reunida frente al Ministerio de Relaciones Exteriores y han matado al menos a 52 de los amotinados.

El 24, precisamente el día antes del cumpleaños que su hija se ha empeñado en celebrar, Luis Felipe abdica, huye a Inglaterra y se instala la Segunda República, en medio de un ambiente de inestabilidad y revuelta que impide que los pocos invitados a la fiesta puedan acompañarlo. Continúan los enfrentamientos y los disparos en las calles. No se sabe quién gobierna y Mariano (un hombre conservador y que no simpatiza ni simpatizará nunca con las nuevas ideas) y Mercedes, deciden abandonar Paris con las niñas y con el viejo Libertador pocos días después.

Comienzan entonces los dos últimos años de vida de San Martín, plácida y dolorida, en el pequeño pueblo de Boulogne-Sur-Mer, un pueblo de pescadores que se estaba transformando en lugar de descanso y de refugio de quienes trataban de escapar de la ola de revoluciones, ideas exaltadas, y nuevas costumbres que en esos años se desataron sobre la vieja Europa.

Dentro de la imagen, un universo misterioso

Uno de los grandes enigmas de las imágenes fijas del rostro humano es que aunque casi no nos proporcionan pistas acerca de lo que sucede “dentro” del personaje representado, no podemos evitar buscarlas. Los rostros de nuestros semejantes nos llenan de preguntas.

No es éste el lugar para ahondar en el tema, pero el rostro de los demás es una de las fuentes de información básicas con las que contamos a partir del nacimiento. Desde ese momento en adelante, nuestros ojos buscan continuamente extraer información a partir de las características y las expresiones faciales de las personas con las que nos encontramos y esa información es la que viaja con mayor velocidad dentro de nuestro cerebro. Tenemos avidez por ver y analizar rostros y aunque sepamos que una pintura o una fotografía no nos responderán todas las preguntas que se nos ocurra hacerles, jamás escapamos a la tentación de interrogarlas.

Por eso, seguramente cada uno de nosotros podría preguntarse… ¿Qué habrá pasado por la mente de ese hombre que después de una vida como pocas, ya sobre el final de sus días apoyaba su cuerpo cansado y dolorido sobre el respaldo de una silla para que un desconocido captara una imagen suya, melacólica y preocupada, con un método hasta hacía pocos años insospechado, en un momento en el que el mundo se aprestaba a tomar una dirección desconocida?

¿Habrá recordado sus primeros años en aquellos pastizales inmensos junto al río? ¿El momento en que, casi niño, le comunicaron que lo enviarían a España para hacerlo soldado? ¿Los más de 20 años de batallar en aquella época convulsa y sanguinaria? ¿El juramento que se hizo poco antes del regreso al Río de la Plata? ¿La crueldad y la estupidez de los de Buenos Aires cuando lo dejaron sólo una y otra vez? ¿La camilla en la que debió cruzar la cordillera? ¿El opio con el que calmaba los dolores durante los años de esfuerzos y desdichas? ¿La sensación extraña cuando recibía noticias de su hija que crecía lejos suyo? ¿Los ojos y la piel de Rosita Campuzano, la de los libros prohibidos, cuando fue su camarada y su amante en Lima? ¿La actitud incomprensible del de Caracas cuando en Guayaquil no quiso entender que tenían el continente en sus manos? ¿Las primeras penurias en Europa antes de que se dignaran enviarle su pensión? ¿El momento en que el barco en el que intentó regresar a Bs. As. en el ’29 había arribado a puerto y le trajeron la noticia del asesinato de Dorrego? ¿La epidemia de cólera del 31, cuando Mariano los cuidó y debieron abandonar Bruselas para radicarse definitivamente en Paris? ¿Las voces y los sondidos de una revolución obrera que le llegaban desde la calle ese mediodía?  ¿La caja de madera que había quedado inconclusa en el taller de carpintería en donde entretenía sus ocios de anciano amable y silencioso en Grand Bourg? ¿Mendoza, en donde le hubiera gustado pasar esos últimos años, entre viñas y buenas personas? ¿Las nietas que lo esperaban en casa?

No podemos saberlo, pero por esa misma razón, podemos imaginar que dado que todo eso y mucho más se había acumulado, increíblemente, en el transcurso de una sóla vida, todo pudo haberse arremolinado en la mente de San Martín mientras le hacían aquella primer y última fotografía. El único documento que nos deja verlo.

La digitalización y la sonrisa

Que un diseñador y artista gráfico llamado Ramiro Ghigliazza haya tenido la idea de digitalizar aquel viejo daguerrotipo del general San Martín no es extraño, porque todas las personas que trabajan con imágenes y sobre todo con imágenes del rostro humano, tienen obsesiones y sufren tentaciones similares, aunque no todas se decidan a hacer algo tan arriesgado, y pocas dispongan de las herramientas y la capacidad técnica como para hacerlo con algún éxito.

Se requiere irreverencia y una cierta falta de respeto por el personaje, por la técnica y por la imagen original y todo eso es por lo general una garantía de fracaso, aunque en este caso muchos de los escollos se superaron bien. La indumentaria del personaje original tiene seguramente muchos años de uso en tanto que la ropa de la imagen digital luce como recién salida de la tienda. El semblante de San Martín no aparece en la versión digital ni tan preocupado ni tan melancólico como el que descubrimos en el daguerrotipo. Sus ojos son más vivaces. Nos mira con una cierta desconfianza que en el original no era perceptible, como tampoco lo era la cictriz del sablazo que recibió en San Lorenzo, que Ghigliazza colocó en donde razonablemente pudo haber estado.

Sin embargo, en una época en la que todo es líquido y cambia constantemente el digitalizador nos colocó ante un abismo conceptual, realizando una segunda modificación en la que atravesó todos los límites razonables y alteró el original de un modo inconcebible. Lo hizo sonreir.

 

No se trata de una sonrisa tímida o circunspecta, de labios apretados y mínima alteración facial. No… Le regaló a San Martín (y en cierta forma nos permite disfrutar) una sonrisa socarrrona, que deja ver una dentadura inesperadamente sana para lo que debió ser la del personaje real, y se refleja incluso en sus ojos y en las arrugas que los circundan. Hay cierta picardía y cierta burla en ese nuevo semblante del Libertador, que nos mira a los ojos como si acabara de descubrirnos.

Se trata de una sonrisa que anula esa historia suya, que es la nuestra, al menos por un instante. Que deja atrás los dolores, las cataratas y la ceguera, los fracasos y las traiciones, las independencias frustradas y las libertades a medias, la revolución parisina del 48 y lo que sucedió después. Que deja en suspenso su ostracismo y nuestras grietas, y nos dice algo así como “Viendo lo que son ustedes ahora, creo que valió la pena. No parece que hayan aprendido demasiado, pero no se desanimen. La vida siempre da segundas oportunidades. Mírenme a mi…”.


 

 

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