Este verano se ha reabierto en París el centro comercial de La Samaritaine. Fundado en 1860, es uno de los históricos grandes almacenes de la ciudad que fueron, desde mediados del siglo XIX, un oasis de libertad para las mujeres, que encontraban entre los productos y departamentos un lugar donde por fin se les permitía actuar de manera independiente. .
Ana María Iglesias Botrán, Profesora del Departamento de Filología Francesa en la Facultad de Filosofía y Letras. Doctora especialista en estudios culturales franceses y Análisis del Discurso, Universidad de Valladolid
El deseo y la sensualidad como motor de ventas
Su origen fue resultado de la revolución comercial e industrial, y provocó profundos cambios sociales. Con un único objetivo, vender, la potencial clientela estaba clara: las mujeres. Sobre todo las más adineradas y ociosas. Cada estrategia comercial debía alargar la permanencia de la mujer en el lugar de compra y, para ello, hubo incluso que transgredir, siempre bajo la atenta mirada de la decencia, las costumbres burguesas y victorianas.
Desdibujaron los cercos del deseo material y los ampliaron: esa es la clave, origen y finalidad de este lugar de exquisitez y seducción. La experiencia de la posesión del objeto, tras haberlo visto, tocado, olido e incluso probado, era demasiado sugerente e irresistible como para evitar finalmente comprarlo, máxime cuando el precio era perfectamente asequible.
Comprendieron que era necesario lo que ahora se denomina storytelling, el relato que presentaba los grandes almacenes como un lugar seguro, decente y elegante. Un segundo hogar, donde todos los sueños podían hacerse realidad casi de forma mágica. Y también el storytelling de la propia clienta, que llega allí decidida a poder satisfacer sus deseos, creados por el mismo lugar que se los proporcionaría.
Lugar de promiscuidad
Las mujeres burguesas no salían solas de casa y, si lo hacían, era para hacer visitas, pequeñas compras, ir a misa, hacer obras de caridad y actividades controladas por la rígida moral.
Sin embargo, ir a los grandes almacenes solas estaba permitido porque comprar se convirtió en una actividad de ocio de la sociedad industrial. Los precios fijos y asequibles, los catálogos, las ofertas y la posibilidad de devolución de artículos atraían a estas mujeres adineradas.
También iban en masa las obreras, las prostitutas, las artistas… Todas compraban allí los mismos productos, lo que generaba después ciertas ambigüedades. La prostituta de los bajos fondos, y la demi-mondaine podían perfectamente comprarse el mismo vestido, paraguas y guantes que la respetable esposa de un empresario o político. Es el inicio de la democratización de la moda: ya no se sabía tan fácilmente quién era quién sólo por la ropa.
Pero había que llevarlo igualmente, había que poseer todo aquello tan moderno y luminoso para deslumbrar a los demás. Lo curioso es que fue el propio gran almacén el que consiguió decidir qué objetos lo conseguían: la moda se impone como prestigio social común.
Te puedo tocar, oler y probar
Émile Zola, en su novela Au bonheur des dames (1883), relata con precisión cómo el universo visual de los grandes almacenes estaba diseñado al milímetro. Era un palacio de los sentidos, lleno de telas de colores, lazos de todos los tejidos, perfumes, ropa ya terminada, sombreros, carteras, guantes, sombreros… Y lo mejor de todo es que las mujeres podían por fin tocar la mercancía.
Hasta entonces la experiencia de compra de ropa, por ejemplo, era bastante fría. Un modisto iba a casa, o se hacía en una pequeña tienda pero siempre bajo el filtro de lo que al vendedor o la costurera decidiera enseñar. Había poco margen de elección.
Aquí no, aquí la clientela campa a sus anchas, lo toca todo, se lo prueba, y está siempre acompañado de una dependienta que le facilitará deshacerse de todos sus inhibidores de compra.
La dependienta: de obrera a empresaria
Las dependientas se ocupaban de mostrar esa imagen de decencia y pulcritud. Vestidas de uniforme, debían ir bien peinadas, aseadas, y su comportamiento era recatado y exquisito. Aprendían los modales de las burguesas para poder atenderlas con naturalidad y mostraban una cortés sumisión a sus deseos. Su buena apariencia también debía ser moderada porque la protagonista debía ser siempre la clienta, que tenía que sentirse bella, especial, y dueña de su experiencia de compra.
Para las dependientas era un trabajo duro; no podían sentarse en ningún momento de sus largas horas de jornada laboral y debían estar todo el tiempo en movimiento. A cambio, percibían su salario y disponían de alojamiento y comida en el propio gran almacén.
Les proporcionó seguridad, ingresos fijos y, en algunos casos, sus ahorros les permitieron dejar este trabajo, volver a sus lugares de origen, y abrir sus propias tiendas que causaban furor en provincias, deseosas de disfrutar de la moderna elegancia parisina.
Où sont les toilettes, s’il vous plaît?
Los grandes almacenes eran enormes, luminosos, con pasillos amplios, techos de cristal para aprovechar la luz del día, y ascensores que facilitaban el movimiento entre plantas. Pero había otro impedimento que limitaba el tiempo de compra.
Las mujeres siempre tenían problemas para permanecer mucho tiempo fuera de casa porque no podían ir al baño. En la época, los arquitectos no prestaban ninguna atención en las casas a los excusados, y era complicado desvestirse sola con tanta enagua, corsé, cordones, lazos etc. No es de extrañar que la enfermedad más común entre las mujeres fuera la cistitis. Le Bon Marché fue consciente del obstáculo e hizo construir unas elegantes toilettes de estilo art déco.
Otro elemento que reducía el tiempo de compra eran, literalmente, los maridos. Se descubrió que las mujeres compraban más con amigas que con los esposos. Por eso Le Bon Marché habilitó una sala de lectura, con libros y periódicos, donde los hombres podían esperar tranquilamente leyendo y fumando.
Estáis todas locas: la histeria
La vida cotidiana de las mujeres burguesas de mediados del siglo XIX podía llegar a ser asfixiante. No eran consideradas adultas y dependían para todo de la figura masculina. Además, ser esposa y madre les despojaba de todo erotismo. Por eso, muchas padecían de histeria. Una enfermedad nerviosa que provocaba cambios de humor, sofocos, enfados y tristeza.
Así se refleja en la novela de Gustave Flaubert, Madame Bovary (1856), que relata la agonía existencial de una mujer que vive atormentada entre un mundo exterior vacío, y el interior lleno de aspiraciones frustradas y una sexualidad anulada. Una existencia bajo la angustia de habitar en una jaula social, sin posibilidad de escapatoria.
Esta vida emocional y sexual de las mujeres era teorizada por médicos y supuestos expertos. Pero lo único que conseguían con sus deliberaciones y diagnósticos era que enfermaran más. Para curar la histeria, les prescribían reposo, y cuanto más descanso, soledad e inactividad, más gravedad revestían las pacientes.
Por eso los grandes almacenes se llenaron de mujeres ansiosas de moverse solas para ver, tocar, desear y comprar. Era un lugar donde sus ensoñaciones por fin se materializaban, donde escapar de su erotismo amasado de angustia, donde las estrategias de venta apaciguaban sus ansias de libertad. Allí todo giraba en torno a satisfacer sus caprichos. Eran escuchadas, mimadas y deseadas: la mujer existía.
Estáis todas muy locas: la cleptomanía
En este fervor en el que las emociones se liberaban en las compras surge la cleptomanía, considerada también una patología femenina.
En el estudio de Nacho Moreno Segarra Ladronas Victorianas. Cleptomanía y género en el origen de los grandes almacenes se explica cómo los grandes almacenes contaban con que cada día se producirían un número concreto de hurtos. Había en París cientos de ladronas. Comenzó a preocupar, y algunos médicos creyeron ver la causa, o bien en la menopausia, o bien en la menstruación. Lo que sí parece cierto es que, para muchas, la emoción de robar era más poderosa que la de pagar.
Las que robaban no eran necesariamente pobres, al contrario, por eso las cleptómanas burguesas eran tratadas con mucha cortesía y discreción. Si los maridos se enteraban, algunos descubrían estupefactos que sus esposas parecían no controlar sus impulsos, ni resistir la tentación del deseo. Se quedaban atónitos y aterrados porque lo interpretaban como una transgresión de las normas de moralidad y decencia, con el consiguiente castigo del “qué dirán”.
No tenían ni idea de lo que les esperaba. No imaginaban que este espacio abarrotado de un ir y venir de faldas de todas las clases sociales contribuyó a despertar en ellas el hormigueo incesante de la libertad.
Ana María Iglesias Botrán, Profesora del Departamento de Filología Francesa en la Facultad de Filosofía y Letras. Doctora especialista en estudios culturales franceses y Análisis del Discurso, Universidad de Valladolid
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.