Alguien deambula en busca de un zapato. Una mujer aúlla con un niño muerto en brazos. La ciudad humea. Se camina con cuidado, por no pisar cadáveres. Un maniquí descuajaringado cuelga de los cables del tranvía. Desde la escalinata de un monasterio hecho carbón, un Cristo desnudo y tiznado mira al cielo con los brazos en cruz… . Al pie de esa escalinata, un mendigo bebe y convida: la mitra del arzobispo le tapa la cabeza hasta los ojos y una cortina de terciopelo morado le envuelve el cuerpo, pero el mendigo se defiende del frío bebiendo coñac francés en cáliz de oro, y en copón de plata ofrece tragos a los caminantes. Bebiendo y convidando, lo voltea una bala del ejército.
Suenan los últimos tiros. La ciudad, arrasada por el fuego, recupera el orden. Al cabo de tres días de venganza y locura, el pueblo desarmado vuelve al humilladero de siempre. (*)
El día que apagaron la luz
Estamos (todos) todavía atravesados por aquel mediodía del 9 de abril cuando asesinaron a Jorge Eliécer Gaitán, en las calles de Bogotá, con 2 balazos en la espalda y uno en la nuca.
No fue un día para olvidar. Cuando cayó ensangrentado entre los amigos que lo acompañaban, se condensaron décadas de historia latinoamericana en ese sólo instante, y a partir de allí se abrió un torbellino diferente de sucesos que nos involucran hasta hoy en mil aspectos de nuestras vidas.
Porque aunque haya sucedido en Bogotá y Bogotá esté tan lejos. Y aunque haya ocurrido en 1948 y nos pueda parecer que hoy el mundo es otro, con la muerte de aquel hombre digno de 45 años, se innauguraba, sin que ni siquiera él o muchos protagonistas de aquel día lo supieran, un mundo nuevo.
Desembarcaba en nuestra América, con toda su crueldad y sordidez, la Guerra Fría.
Tres personas diferentes en un día aciago
Gabriel a mediodía
Gabriel García, un desconocido estudiante de Derecho poco entusiasmado por una carrera para la que no sentía vocación, mataba sus horas de aburrimiento al mediodía tomando un café en una esquina céntrica y pudo ver a la multitud que comenzaba a arrastrar el cuerpo de quien se pensó que fuera el asesino de Gaitán, ya deshecho. También vio a otros tres hombres, que al parecer daban órdenes, que desaparecieron entre la multitud sin dejar rastros. Él no lo sabía, pero se había iniciado el Bogotazo, que finalizó tres días después con un saldo estimado de 3000 muertos y una ciudad semisdestruída. Colombia había entrado en el período conocido como La Violencia: diez años de Estado de Sitio, gobiernos conservadores y resistencia clandestina en los que murieron más de 200.000 personas y que finalizó recién en 1958.
Durante las refriegas de aquellos primeros días fueron incendiadas varias instalaciones de la Universidad, que clausuró los cursos por tiempo indefinido, por lo que Gabriel se trasladó Cartagena para continuar con sus estudios. Pero una vez allí descubrió que relatar lo que veía y novelar lo que imaginaba era más gratificante y tenía más sentido que estudiar abogacía… y veinte años después, viviendo en México, nos dio Cien Años de Soledad.
Fidel esa tarde
Otro estudiante de derecho, cubano, de 21 años, estaba en Bogotá para asistir a un encuentro de jóvenes latinoamericanos que se oponían a la IX Conferencia Panamericana que se estaba desarrollando en esos días en la ciudad. Había conocido a Gaitán dos días antes, estaba impresionado por sus ideas, y le había solicitado una reunión para charlar con él. Era entusiasta y quería empaparse de todo aquello tan nuevo, tan prometedor y tan valiente.
A principios de ese año, en la Marcha del Silencio, convocada para reclamar por una larga serie de asesinatos de activistas del Partido Liberal, Gaitán había pronunciado un discurso conocido como Oración por la Paz, dirigido al Presidente de Colombia, Manuel Ospina y que había sido celebrado en toda América:
Os pedimos pequeña y grande cosa: que las luchas políticas se desarrollen por cauces de constitucionalidad. Le pedimos no crea que nuestra tranquilidad, esta impresionante tranquilidad, es cobardía. Nosotros, señor Presidente, no somos cobardes: somos descendientes de los bravos que aniquilaron las tiranías en este piso sagrado. Pero somos capaces, señor Presidente, de sacrificar nuestras vidas para salvar la tranquilidad y la paz y la libertad de Colombia….
Jorge Eliécer Gaitán había aprendido muchísimo con las huelgas bananeras que se enfrentaban a la prepotencia estadounidense en los años 20. Luego había sido Rector de la Universidad Libre y era catedrático de Derecho Penal. Supo llevar con él al Parlamento, con sólo 31 años, un espíritu de indignación democrática que le fue ganando la confianza de la base social de su partido. Pero sobre todo había encontrado la forma de amalgamar los viejos principios del Partido Liberal con una mayor preocupación por la justicia social y lo había dotado de un aura socialista que rejuvenecía la forma de mirar al país y de ver América. La expresión «reforma agraria» comenzaba a rodar por los caminos de tierra.
La reunión de Gaitán con aquel joven cubano prevista para esa tarde no se produjo. Apenas había salido de su hotel cuando una muchedumbre que gritaba ¡lo mataron, lo mataron! arrastró a Fidel consigo. Vivió en carne propia el Bogotazo y su furia y retornó a Cuba convencido de que lo que aquel hombre había querido realizar pacíficamente, ya no sería posible sin violencia. Habían apagado la luz.
Bertha al caer la noche
Al caer la noche de ese mismo día Bertha Hernández, la esposa de Manuel Ospina, escuchaba con terror los gritos que llegaban desde fuera de la residencia presidencial y le pidió a su confesor que la llevara con su hijo a la Embajada de los EEUU, el único lugar seguro durante aquellas horas de rabia intransigente y de tanquetas que acribillaban en la oscuridad a los seguidores de Gaitán.
Cuando llegó a la embajada, el General Marshall, a cargo de la delegación estadounidense en la IX Conferencia Panamericana, le daba los toques finales a los documentos que deberían firmar (lo quisieran o no) el resto de las delegaciones, el 30 de ese mismo mes. Fue, involuntariamente, testigo de un momento histórico.
Se estaba redactando la Carta fundacional de la OEA, una organización continental que desde entonces se ha destacado sólo por legitimar horrores similares a los que se vivieron mientras aquellos hombres llegados del norte la parían.
Nada nuevo bajo el sol del trópico en las entrañas de la entrega
Aquello que sucedía en Bogotá el 9 de abril de 1948 era, aunque en ese momento ni Gabriel, ni Fidel, ni Bertha, ni quizás el propio Jorge Eliécer Gaitán lo supieran, el primer acto público de la Agencia Central de Inteligencia, creada 6 meses antes por Harry Truman (el mismo Presidente que hacía muy poco había ordenado arrojar dos bombas nucleares sobre la población civil de un país a punto de rendirse).
La nueva potencia surgida de la Segunda Guerra Mundial comenzaba a asegurarse, de aquel modo, el servilismo que necesitaba en su patio trasero.
Después llegarían a toda nuestra América otras intervenciones militares encubiertas o no, otros asesinatos y otros Golpes de Estado. Y Colombia atravesaría, desde entonces hasta hoy, un estado casi permanente de desasosiego en el que ni la vida parece valer nada, ni las instituciones democráticas funcionan nunca como deben.
Álvaro Uribe, Iván Duque y la obsesión de ambos por dinamitar los Acuerdos de Paz y por posibilitar que a diario se sigan sumando mujeres, hombres y hasta niños a las listas de muertos y de “falsos positivos”, los millones de desplazados que anegan los cinturones pobres de las grandes ciudades, la incapacidad de un ejército que es considerado por el Comando Sur de los EEUU como su gran aliado en la región a pesar de que ni siquiera actuando en conjunto han sido capaces de frenar el narcotráfico que innunda a los EEUU con 1200 toneladas de cocaína cada año, o la idea descabellada de que el costo de la pandemia lo paguen quienes más la sufren, no son algo que ocurra ahora. No cayó del cielo ayer.
La treitena de muertos que ha dejado hasta ahora la militarización de las principales ciudades de Colombia para acallar multitudes que no quieren ser despreciadas en silencio por más tiempo no es algo nuevo. Es una criminalidad aprendida, institucionalizada e indecente que atraviesa todas las instancias de poder.
No estaba Iván Duque en enero de 2019 pavoneándose en Cúcuta abrazado junto al Secretario General de la OEA, Luis Almagro, y a los otros desgraciados personajes del Grupo de Lima porque sí…
Aquel mediodía de abril bendecido por el sol, cuando Gaitán y sus amigos salían a la 1:05 dispuestos a almorzar; cuando un casi adolescente Gabriel García Márquez tomaba su café tranquilamente a pocos metros, ensimismado no sabemos en qué; cuando el joven Fidel Castro se dirigía, confiado, a charlar con el hombre que admiraba; cuando Bertha Hernández volvía del campo con su marido, ajena a todo; cuando las delegaciones de todos los países latinoamericanos charlaban animadamente en los mejores restaurantes de Bogotá y cuchicheaban que algo gordo se estaba preparando; y cuando el albañil Juan Roa Sierra –o quienquiera que haya sido el verdadero asesino-, caminaba hacia el hombre que debía morir, comenzaba, inexorable, nuestro hoy.
Qué horror! https://t.co/m7K41dFQSm
— Gabriel Quirici (@gabrielquirici) May 6, 2021
(*) Eduardo Galeano – Memorias del Fuego