¿Quién no ha escuchado o leído a lo largo de estos últimos meses, que el fin de la pandemia podría traernos algo así como la euforia alegre, vivaz, creativa, sexualmente liberada, divertida e irresponsable que caracterizó a los años ‘20 del pasado siglo, cuando la humanidad pudo dejar atrás la epidemia de influenza que se llevó consigo 50.000.000 de personas? .
Se habla de ello en diarios y revistas, la posibilidad se ha transformado en un lugar común en la TV y en las redes, y el paralelismo es seductor o al menos abre e una ventana de esperanzas después de tantas restricciones y tantos duelos.
Como apuntaba con un optimismo típicamente estadounidense la editorialista de CNN Nicole Hemmer el 12 de abril en su nota Are you ready for the Roaring ‘20s?:
«As vaccination rates have soared (even with all the new variants and surges adding some uncertainty to the mix) it’s become clear that when the lockdowns finally lift, Americans will be primed for a new Roaring ’20s, an exuberance expressed in fashion, art, music — anywhere we can display the kind of manic joy that comes after a year when the world became very small and quiet».
Todas las pandemias, y la que atravesamos no será la excepción, han determinado cambios dramáticos. Las sociedades humanas no han sido nunca las mismas tras una experiencia semejante. Y por supuesto, tras la angustia, siempre sobreviene una sensación de alivio.
Eso es lo previsible. Cambiaremos, no seremos los mismos, y nos sentiremos liberados de esto que hoy nos condiciona.
Trateremos entonces no de anticipar los cambios que se producirán cuando comencemos a construir las nuevas normalidades, ya que es algo que nos excede, pero intentaremos analizar si lo ocurrido tras la pandemia de 1918 tiene similitudes con la que nos ha tocará vivir esta vez.
Desmitificación de lo excepcional
Lo primero que deberíamos considerar respecto a aquellos “años locos”, es si realmente existieron como fenómeno global. Y en este sentido vale recordar que las imágenes que nos evocan esos míticos años ’20, tienen más que ver con el despilfarro y el desenfreno o con la moda y las tendencias estéticas de las clases medias y altas en las grandes ciudades del mundo desarrollado, que con la realidad vivida por el 95% de la humanidad.
Como sabemos, las imágenes que se graban en nuestras retinas o en nuestras memorias no siempre son aquellas que se corresponden mejor con la realidad, y eso es exactamente lo que ha sucedido con los «roaring twenties». Existieron sí, pero en un rincón no demasiado importante de lo real. Fueron un decorado ideal para escenas de películas de época. Gangsters en ambientes art decó rodeados de flappers de pelo a la garçon que fumaban con estilizadas boquillas de marfil. Argentinos opulentos persiguiendo coristas descocadas en Paris; sótanos saturados con el humo de cigarros en los que destellan las sonrisas blanquísimas de los músicos de jazz. Tenistas rubias y sanas en sus Bentleys de lujo.
Hecha esa aclaración, vale la pena tener en cuenta que las grandes novedades que sí tomaron fuerza en aquella segunda mitad del siglo XX (grandes cambios en materia de transportes, llegada de corrientes socialistas al poder en algunos países europeos, sufragio femenino y comienzo de la participación de las mujeres en la esfera pública) no fueron sino aceleraciones de fenómenos que ya estaban en desarrollo antes de la pamdemia, o productos de algo que suele olvidarse cuando se hace foco sólo en ella. La propia pandemia fue, en buena medida, una consecuencia inesperada de la Gran Guerra, conocida luego como Primera Guerra Mundial.
Que la pandemia de influenza de 1918-1921, con sus 500 millones de personas infectadas (un tercio de la población mundial) haya sido en los hechos la globalización de una guerra ya de por sí atroz, nos lleva a otra de las características que solemos pasar por alto cuando comparamos aquella pandemia con la nuestra.
Los cambios demográficos y las preferencias de un virus
El virus responsable de la pandemia de influenza de 1918 se transmitió y se cobró el mayor porcentaje de víctimas entre personas jóvenes de entre 20 y 40 años, en tanto que el coronavirus que provoca la Covid-19, como sabemos, ha afectado particularmente a las personas de edad. Este es un dato nada menor.
En las primeras décadas del siglo XX, el componente humano seguía siendo un factor importantísimo tanto en las industrias manufactureras, como en las tareas agropecuarias o adminstrativas. Hasta las copias de documentos se realizaban manualmente. Y fueron precisamente las personas en edad de trabajar, es decir las personas más difíciles de reemplazar, las afectadas por la Gran Guerra en Europa en primera instancia, y luego por la influenza en el resto del mundo.
Por esa razón, el fin de la pandemia estuvo acompañado, en casi todo el mundo, por una enorme avidez por mano de obra joven, lo que determinó el aumento de los salarios y la posibilidad de que los trabajadores (y las trabajadoras) pudieran organizarse y pactar mejores condiciones laborales, o se plantearan, incluso, cambios estructuraless en las relaciones sociales y de producción.
Hoy pasa precisamente lo contrario. En nuestras sociedades, en las que el envejecimiento poblacional comenzaba a ser visualizado como problema, y en las que ya eran perceptibles algunos de los efectos de la automatización de la producción en forma de pérdidas de empleo, los mayor incidencia del virus en términos de contagios y fallecimientos se ha dado entre las personas que ya no forman parte de la fuerza laboral, es decir en sectores de la población a los que, desde el punto de vista de las economías y del empleo, y por terrible que esto pueda parecernos, no es necesario reemplazar.
Y eso nos lleva a una última consideración, ya que el hecho deque las personas jóvenes enfermen de Covid-19 en menor proporción que las personas de mayor edad no las deja libres de otro tipo de consecuencias, que ya se han comenzado a notar y que seguirán actuando en el mediano y largo plazo.
Los jóvenes, la desigualdad y la pandemia
Esta pandemia, a diferencia de lo ocurrido en 1918 nos está dejando como saldo situaciones de desigualdad social crecientes y alarmantes para las que aún no estamos siendo capaces de imaginar soluciones.
Se ha evidenciado ya, tanto en las sociedades desarrolladas como en las sociedades en desarrollo, un regreso de las mujeres a los roles tradicionales en la familia o en el sistema de cuidados, lo que contribuirá a resituarlas en situaciones de inequidad respecto a los hombres.
Los jovenes de entre 18 y 30 años enfrentan las mayores tasas de desempleo de las últimas décadas, lo que no sólo afecta su posiblidades presentes sino que pone en situación de riesgo su inserción laboral y social en el futuro.
Durante la pandemia ha aumentado la brecha en el acceso de niños y niñas a la educación en condiciones de equidad, y eso sólo podrá ser corregido si la sociedad hace un gran esfuerzo en los años por venir.
Las sociedades desarrolladas parecen estar en condiciones de que el Estado intervenga reorientando sus economías, pero las consecuencias de la pandemia para regiones como América Latina y el sur de Asia, ya han comenzado a ser devastadoras…
Lo anterior son sólo ejemplos de lo que está pasando y que nos indican que quizá estemos lejos de aquellos «roaring twenties» con los que hoy quisiéramos ilusionarnos. Y por supuesto no están cerradas las puertas a que encontremos soluciones a los problemas de diseño que enfrentaremos en la construcción de nuestras nuevas sociedades. De una u otra forma, la humanidad siempre ha encontrado vías de salida cuando ha enfrentado desafíos imprevistos.
No faltarán los abrazos, ni la música y los bailes, ni los brindis, ni las reunificaciones familiares, ni les niñes jugando y aprendiendo sin bozales, ni los besos clandestinos en los pasillos de un colegio o en una calle oscura, ni los nacimientos, ni las multitudes reunidas a propósito de algo, ni toda la liberación que nos merecemos y nos habremos ganado después de la tormenta, pero de todas formas, aquí y sobre todo en nuestros países, tendremos una larga y fatigosa tarea por delante.