La Pascua fue en sus orígenes una celebración de la vida. El agradecimiento a los dioses que cumplían su promesa del retorno de la luz tras la oscuridad. Fue el festejo por la prolongación de los días, el renacimiento de las semillas escondidas bajo tierra, la reaparición del color centelleante de las flores recién abiertas, las hojas tiernas y el nacimiento de las crías. La alegría de haber sobrevivido una vez más al hambre y las penurias del invierno. .
Aquellas fiestas primaverales y sus ritos, que se pueden constatar en el pasado de prácticamente todas las culturas del planeta, aparecen, transmutadas pero reconocibles en los ritos y festividades propias de la Pascua. Y hoy, cuando todo parece estar teñido de tonos oscuros o degradados, puede ser un buen ejercicio recordarlo.
Dado que escribimos desde aquí, comencemos con esa extraña palabra que nombra la Pascua en los países de habla inglesa: Easter, que tiene un origen inocultablemente anterior al cristianismo. Luego iremos a las otras: las palabras con la que se celebran la resurrección de Jesús o el pasaje desde la esclavitud hacia la libertad en las tradiciones mediterráneas.
Todo es más antiguo… Todo es anterior a lo que parece ser.
La diosa del alba
La palabra Easter, deriva del nombre de Eoestre, la diosa germana del alba, la dadora de la luz y de la vida, que se manifestaba cotidianamente en sus triunfos sobre las tinieblas de cada noche, pero que se mostraba en toda su plenitud cuando se erguía, cada año, sobre la oscuridad, y las privaciones del invierno.
Se celebraban las fiestas en su honor en Eosturmmath (el month de Eoestre), que nosotros conocemos como Abril. De ahí los huevos pintados de colores y las liebres como símbolos primaverales y de celebración del nacimiento y la fecundidad.
Cuando el cristianismo se introdujo entre los pueblos germanos y sajones, que una festividad central como la celebración del renacimiento de la vida se fusionara con la celebración de la resurrección de Cristo tras la muerte, era natural y seguramente inevitable, y como anotó el filólogo Jacob Grimm, uno erudito en las culturas anglosajonas del perídodo anterior a la cristianización:
«Ostara, Eástre seems therefore to have been the divinity of the radiant dawn, of upspringing light, a spectacle that brings joy and blessing, whose meaning could be easily adapted by the resurrection-day of the Christian’s God».
La esclavitud y la libertad
Más de dos milenios antes de que las festividades paganas de celebración de la primavera se fusionaran con el cristianismo en las regiones de Europa más castigadas por las noches largas y los fríos extremos, sucedían otras cosas aún más extraordinarias en Medio Oriente y el Norte de África.
Éxodo, el segundo libro de la Biblia, es una sucesión de hechos tan variada y vertiginosa que sólo repasarla deja sin aliento. Allí tenemos:
– el recuerdo de la esclavitud y los dolores a los que estaban sometidas las tribus hebreas en el Egipto imperial,
– el acuerdo celebrado con la divinidad para que los egipcios sufrieran sucesivos castigos que los obligaran a dejarlos ir,
– las plagas terribles, una tras otra y luego el descenso del ángel exterminador,
– el pasaje milagroso a través de un mar que se abre para los que huyen y se cierra sobre quienes los persiguen,
– el tiempo transcurrido en el desierto con su carga de dudas y nuevos milagros hasta la llegada final a la Tierra Prometida, y
– el establecimiento de una nueva Ley y un nuevo pacto entre un pueblo elegido y el Dios que lo adopta.
Se trata del relato bíblico más conocido, incluso por quienes no profesamos una religión, ya que está jalonado de una serie de recursos dramáticos que lo hacen sobrecogedor. Jamás ha perdido vigencia y si se cierran los ojos, aquella historia, que alguien comenzó a imaginar hace quizá tres milenios, se ve, como en una pantalla.
El sufrimiento de un pueblo esclavo, la crueldad de los amos, el nacimiento y la formación de un libertador, la alianza de un pueblo elegido con su dios, las plagas a las que los duros de corazón son sometidos, la muerte inmisericorde de sus hijos, la liberación de los que sufren, la salida hacia el desierto, las aguas del mar devorando a quienes no cumplen lo que han prometido, el Salto; Pésaj. El origen de la Pascua judía y de la nuestra.
El Pésaj como salto y como renacimiento.
El Pésaj judío, ese salto desde el cautiverio hacia los espacios amplios del desierto, simbolizó y todavía simboliza el pasaje desde la oscuridad hacia la luz de los cielos abiertos de una vida mejor. Lo que germina. Lo que nace.
Se celebra normalmente en abril, a partir de 14 de Nisán, durante la semana que coincide con la primera luna llena posterior al equinoccio de Primavera. Eso, sumado a la simbología de resistencia, el final del sufrimiento y la esperanza liberadora, dejan ver que la festividad estuvo vinculada en sus orígenes a una celebración primaveral, agrícola y pastoril muy anterior, de semillas que se hinchan, pequeñas hojas que buscan el sol y pariciones y balidos. Una presencia viva del Neolítico que nos acompaña, quizá desde hace 10.000 años.
La celebración de la Pascua de Resurrección cristiana, por su parte, aunque se origina en el Pésaj, no siempre ocurre en abril. Basándose en la tradición de la Pascua judía, el Concilio de Nicea, en el año 325, la estableció el primer domingo después de la luna llena posterior al equinoccio de Primavera y fijó el equinoccio el día 21 de marzo. Por esa razón las fechas pueden variar entre el 22 de marzo y el 25 de abril. No coinciden exactamente con la Pésaj judía, pero al igual que en ella, las celebraciones abarcan toda una semana.
La Pascua como triunfo de la Luz
El relato de la Pascua cristiana no tiene el paisaje exhuberante de acontecimientos extraordinarios que hacen de la narración del Éxodo un relato con características cinematográficas, pero en su humildad y sencillez tiene una potencia sobrenatural que sobrecoge.
Los hombres asesinan al hijo de Dios, que los perdona, revitalizando la vieja alianza con el pueblo elegido pero haciéndola, a través suyo, extensiva a toda la humanidad.
Y luego de ese sacrificio, quien había dicho de sí mismo “yo soy la luz del mundo”, desciende a los infiernos, permanece allí, como una semilla que necesitara ese pasaje por la oscuridad para poder dar todo de sí, y tras esa extraña estadía vuelve a la vida, bendice a sus amigos, promete una vida mejor en un reino distinto, y asciende a los cielos.
Una historia hermosa que resume en si misma todas y cada una de las características que tuvieron en su momento las celebraciones del renacimiento de la vida y de la luz cada primavera.
Cuando despojamos estas tres celebraciones (Easter, Pésaj, Pascua) de sus significados y simbologías religiosas más directas y exclusivas y las superponemos (como superpuestas están en nuestras culturas), vemos renacimiento; vida; luz; resistencia frente a la adversidad y la noche; ramos de flores y ramas de olivos; promesas de felicidad, liebres y huevos, abundancia y paz; fecundidad; pasaje; búsqueda de nuevos espacios, esperanza; perdón, ciclos que se suceden; resurrección; júbilo, y el eterno retorno de la tibieza del sol, que se cumple.
Vemos culturas que comulgan y se mezclan. Vemos fiestas en las que se comparte lo que ha quedado del invierno porque pronto se cumplirá la promesa de que habrá más.
Vemos la celebración de la primavera. Y en esta primavera de 2021 en la que nuestra capacidad de renacer estará en juego, todo eso deberá ser cierto. Más que nunca.